Diario cinéfilo de Hildy Johnson durante la cuarentena (1)

Dos meses de cuarentena son muchas horas para ponerse al día con películas recientes. No solo de clásicos se alimenta Hildy Johnson. También, durante estas extrañas jornadas, han tenido un especial protagonismo los documentales sobre cine que han alimentado mis ganas de saber un poco más. Por eso propongo durante los tres próximos textos un pequeño recorrido por un mapa de películas y documentales que me han despertado sensaciones y reflexiones.

Ficciones con alma

Diario cinéfilo de Hildy Johnson. La luz de mi vida

En tiempos de pandemia, no han faltado películas con dicha temática, y que, premonitorias, se estrenaron muy recientemente. Por una parte, una de animación stop motion de Wes Anderson: Isla de perros (Isle of dogs, 2018). Un cuento sensible con ese universo característico de su director, que crea un peculiar mundo distópico, sobre un niño que busca a su perro en un gigantesco vertedero donde han sido confinados los mejores amigos del hombre por una pandemia. Anderson cuenta sus historias con notas de humor, pero con una melancolía latente y con la reflexión de una sociedad oscura donde hay pocas posibilidades de luces, pero donde alguno de sus personajes lucha por no perder su identidad y no sucumbir en un pozo negro sin salida. Y me ha sorprendido también muy gratamente la última película que dirigió Casey Affleck, La luz de mi vida (Light of my life, 2019). El actor (que escribe, dirige y protagoniza la película) refleja el universo íntimo que construyen un padre y una hija en un mundo hostil arrasado por una pandemia que afecta a las mujeres. Así lo que le interesa a Affleck es mostrar esa relación que se va armando a través de las sesiones nocturnas de cuentos e historias bajo la luz de una linterna. Cuentos que se transforman en un manual de supervivencia para los dos en un mundo de incertidumbres y peligros constantes.

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La importancia de llamarse Oscar Wilde (The Happy Prince, 2018) de Rupert Everett

La importancia de llamarse Oscar Wilde

Oscar Wilde y sir Alfred Douglas o el corazón roto de Wilde, el príncipe destronado…

“En la celda siempre es atardecer como en el corazón es siempre medianoche”. Esta es una de las bellas frases que se puede encontrar en una carta que habla sobre el dolor, el sufrimiento, la belleza y el amor. Una carta que escribió desde la cárcel Oscar Wilde a su amante, sir Alfred Douglas. Una carta que se publicaría póstumamente bajo el título De profundis. Hay muchas alusiones al corazón humano. Así el escritor reconoce que “en otro tiempo mi corazón estaba siempre en primavera” o hace una afirmación trágica (pero cierta): “los corazones están hechos para romperse”. Y esto es porque Oscar Wilde desnuda su alma y escribe a corazón abierto, al igual que Rupert Everett lleva a cabo esta obra cinematográfica como director, guionista y actor principal. Con todo el corazón.

La importancia de llamarse Oscar Wilde cuenta los últimos tres años de Wilde (Rupert Everett), tras su salida de prisión. Las secuencias son pinceladas, retazos, reflexiones visuales que se escapan de la mirada y la mente de un hombre a punto de irse del mundo. A veces esa mirada se distorsiona bajo la fiebre o recuerda ciertas partes de la vida como una pesadilla y, otras veces, toca momentos felices. Está tan cerca de la muerte que también tiene visitas de personas amadas que acaban de abandonar la vida o recrea muy vivamente a personas pasadas. Oscar Wilde fue un hombre que estuvo en la cumbre, y también en los infiernos, en la caída. Pero que nunca dejó de amar: ni a su familia más cercana, a su esposa Constance (Emily Watson) y a sus dos hijos; ni a sus buenos amigos (algunos le acompañaron hasta el final, como Reggie Turner —Colin Firth— o Robert Robbie Ross —Edwin Thomas—); ni al hombre que precipitó su caída, su joven amante sir Alfred Douglas (Colin Morgan). Y nunca dejó de intentar atrapar la belleza en cada instante, incluso de lo más horrible.

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Primeros pasos de dos realizadores. Polytechnique (Polytechnique, 2009) de Denis Villeneuve/Shotgun Stories (Shotgun Stories, 2007) de Jeff Nichols

Polytechnique (Polytechnique, 2009) de Denis Villeneuve

Polytechnique

Abro el periódico o pongo el televisor y me preocupan las declaraciones vertidas por algunos hombres (y, por desgracia, también mujeres) sobre la sentencia de un juicio, sobre otros asuntos que solo atañen a las mujeres (o en todo caso a una decisión de pareja), sobre que en un documento hay que cambiar un término por otro (porque, fíjate, resulta que es que amplía más el concepto) o sobre opciones de cómo vivir o llevar adelante las relaciones personales o la vida de uno mismo. Más bien me empiezan a entrar sudores, sobre todo cuando se sueltan dichas afirmaciones sin consecuencia alguna, como si fuera algo normal y corriente, como si esa afirmación no ocultara una violencia o no demostrase lo peligroso que es, a veces, jugar con el lenguaje. Me entristece ver cómo El cuento de la criada de Margaret Atwood no refleja un mundo lejano o una sociedad imposible. O de pronto me entra un escalofrío cuando descubro que lo que relata Denis Villeneuve en Polytechnique ocurrió en 1989, pero que desgraciadamente podría haber pasado ahora, en el panorama actual. Y me hace pensar y me asusta, los tiempos no han cambiado tanto.

Polytechnique es el tercer largometraje de ficción del canadiense Denis Villeneuve antes de su salto internacional y recrea, tras un trabajo de investigación y de entrevistarse con los familiares de las víctimas y los supervivientes, la matanza en la Escuela politécnica de Montreal, el 6 de diciembre de 1989. Un joven de 25 años, Marc Lépine, mató a catorce personas e hirió a otras catorce antes de suicidarse. Lo peculiar del caso es que las veintiocho víctimas eran mujeres. Y lo sangrante es que Lépine escribió una carta donde explicaba que su acto era político y que odiaba a las feministas que le habían arruinado la vida. Dejaba claro que estaba cuerdo al realizar este acto.

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Silencio (Silence, 2016) de Martin Scorsese

Silencio

Silencio, una película de encuentros en el corazón de las tinieblas

El viaje de dos jóvenes jesuitas portugueses (Andrew Garfield y Adam Driver) al Japón del siglo XVII en busca de su mentor, el padre Ferreira (Liam Neeson), tiene huellas de un corazón de las tinieblas, de un Apocalypse Now espiritual y existencial. Martin Scorsese adapta una novela de Shusaku Endo (con el mismo título), y con Silencio refleja una mirada sobre su creencia religiosa, siempre presente en su filmografía, y una clave interesante para analizar su cine. El realizador toma dos caminos, mostrar su creencia de forma evidente como en La última tentación de Cristo o en la película que nos ocupa o como fondo del relato cinematográfico, como ocurre, por ejemplo, en Al límite. Silencio fue un proyecto acariciado por el director durante años hasta que pudo ponerlo en pie, y donde expresa la angustia del silencio de Dios para un creyente que necesita respuestas. Y como a pesar de ese silencio, el padre Rodrigues (Andrew Garfield), el protagonista de su historia, busca la redención y mantener su fe.

Scorsese pone a sus dos padres en un país aislado, lejano y desconocido, Japón, donde tienen su propia creencia y mentalidad, otra mirada sobre el mundo. Un país con historia y tradición, milenario. E ilustra cómo la introducción del cristianismo sufre una persecución similar a la de los primeros cristianos. Cómo son vistos como una “secta” que nada tiene que ver con su mundo, pero también como un peligro que puede romper su aislamiento, su poder y visión del mundo. Una inquisición dura y férrea que busca sobre todo dejar sin cabezas visibles la nueva religión, para que su propagación sea imposible. Lo que hacen los inquisidores es buscar todos los caminos, violentos y no violentos, para dejar sin argumentos a los predicadores y abocarlos a la apostasía.

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Las películas de mi vida (Voyage à travers le cinéma français, 2016) de Bertrand Tavernier

Al despertar el día

El documental de Bertrand Tavernier descubre joyas como Al despertar del día, de Marcel Carné…

Qué gozada sumergirse en este viaje que propone Bertrand Tavernier por el cine francés. Al igual que en los documentales sobre cine de Scorsese, el realizador francés realiza un recorrido al pasado y habla de “sus” películas. De aquellas filmografías que le han marcado, de las bandas sonoras que no se quita de la cabeza, de los guionistas que no olvida y de los actores que protagonizaron las sombras en la pantalla. Así queda un tapiz personal de su mirada hacia las películas que forman parte de su bagaje visual y cultural. Que dejaron huella en su espíritu y en su manera de entender y hacer cine.

En casi tres horas Las películas de mi vida logra varios objetivos: que el cinéfilo esté atento con cuadernillo y boli apuntando títulos, nombres y datos. Que escuche atento las anécdotas que cuenta Tavernier, que ilustran también su propia historia, sus recuerdos y sus influencias. Además el director francés muestra de muchos de los directores de los que habla tanto la luz como la oscuridad de su persona, pero salva siempre sus filmografías. Provoca un deseo brutal por hacer un ciclo de cine francés y también por repasar la trayectoria del propio Tavernier. Y, sobre todo, logra un disfrute completo de cada una de las secuencias que se ofrecen, tanto porque se han visto ya y se recuerdan, como otras que son desconocidas, y se descubren.

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Superproducciones a la española. Palmeras en la nieve (2015) de Fernando González Molina/La sombra de la ley (2018) de Dani de la Torre

Cuáles son los ingredientes de toda superproducción que se precie, además de un gran presupuesto. Una gran historia con épica y amor. Puede ser una adaptación de la última novela de éxito o una historia de creación propia (con guion original). Si tiene varios escenarios, ambientación de lujo y bella música de fondo…, mejor que mejor. Una historia particular e íntima enmarcada en grandes acontecimientos…, por ejemplo. En el reparto no pueden faltar las estrellas ni los buenos secundarios que creen personajes inolvidables. La búsqueda de la emoción, que el público se enganche a cada una de sus secuencias y que no importe verla una y otra vez. Una superproducción clásica por antonomasia es Lo que el viento se llevó de Victor Fleming. Contiene todos los ingredientes. Por otra parte, una buena superproducción es una historia muy bien contada que desarrolla todo un universo alrededor de ella, que tiene alma.

En estos últimos años hay dos superproducciones españolas, una actualmente en cartelera, que muestran un buen envoltorio, pero en las que faltan unos cuantos ingredientes para crear obras totalmente compactas. No existe el alma de la superproducción… o ese toque de varita mágica que hace que todo funcione.

Palmeras en la nieve (2015) de Fernando González Molina

Palmeras en la nieve

Amor en tiempos difíciles en una Guinea convulsa.

Palmeras en la nieve tenía el atractivo de un tema que no ha sido muy tocado ni en la historia de nuestro cine ni en la de la literatura: Guinea Ecuatorial como colonia española (1885 a 1968). La película transcurre en la isla de Fernando Poo en una finca donde se cultiva cacao durante los últimos años de la colonia, de 1959 hasta 1968. La película es una adaptación de un best seller de Luz Gabás, del mismo título, donde la autora ficcionaba recuerdos familiares.

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Serpentina de películas españolas: Perfectos desconocidos, El autor, Handia, Verónica, Contratiempo, Sicarius

Perfectos desconocidos (2017) de Alex de la Iglesia

Perfectos desconocidos

La película menos Alex de la Iglesia sin ida de olla final ni estallido de violencia. De la Iglesia realiza un formal y contenido remake de una película italiana de 2016, Perfetti sconosciuti, donde el director tira más que su vecino a la comedia que a la tragicomedia. Perfectos desconocidos es más una película de actores que de puesta en escena o lenguaje cinematográfico innovador. Un espacio cerrado, una determinada franja horaria, un fenómeno de la naturaleza: un eclipse, un giro final que tiene que ver con el tiempo, un grupo de amigos… y sus móviles. Llama la atención que el director bilbaino haya logrado éxito comercial con su película menos personal, aunque sí es entretenida y con un buen reparto. Un grupo de amigos dejan al descubierto secretos íntimos y de paso se reflexiona sobre cómo ha cambiado la vida y la manera de relacionarnos por los teléfonos móviles. No deja de ser curioso que la pareja de anfitriones, los actores Belén Rueda y Eduard Fernández, fuera también la elegida por Inés París para protagonizar La noche que mi madre mató a mi padre (2016), otra comedia, de tintes negros, en escenario único con cena incluida. Ambos actores tienen química y funcionan. Pero entre los siete amigos destaca por su sentido del humor y los matices que logra plasmar en su personaje, Ernesto Alterio. Aunque Juana Acosta, Dafne Fernández, Pepón Nieto y Eduardo Noriega tienen su momento estelar.

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De Dunkerque a la soledad de un corredor de fondo (destellos veraniegos de celuloide)

Dunkerque

Corre, Tommy, corre…

Fionn Whitehead es Tommy en Dunkerque de Christopher Nolan… y fue quién más me llamó la atención en esta película. “Corre, Tommy, corre… y vuelve a casa” es el leitmotiv que envuelve cada uno de los fotogramas. Le conocemos corriendo… y no para. Y la historia de Tommy es tan potente, que no hacía falta más. Tommy corriendo por las calles, entre balas y bombas. Corriendo en la playa… Corriendo con una camilla. Nadando… y volviendo a correr. Sin respiro. No hacía falta más historias, ni sus tres tiempos para contarlas… tanto es así que abandono hasta los ojos de Tom Hardy en ese avión que surca el cielo. Pero lo que son las casualidades cinéfilas, busco información de Whitehead (que no será la última vez que lo veamos) en Internet y recaigo, cómo no, en Wikipedia… y leo “Nolan comparó a Whitehead con un joven Tom Courtenay” y me llevo las manos a la cabeza: hace dos días he visto por primera vez una de las obras más emblemáticas del Free cinema, La soledad del corredor de fondo de Tony Richardson… y quedo totalmente fascinada por un jovencísimo Tom Courtenay como Colin Smith… que corre y corre sin parar y deja un fascinante retrato sobre la rebeldía, sobre no someterse a nadie.

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María (y los demás) (María (y los demás), 2016) de Nely Reguera

María (y los demás)

Reunión familiar. Soledad en compañía

Una nueva generación de directoras de cine españolas está ofreciendo una mirada especial. Y normalmente sus protagonistas son mujeres entre los 20 y más de 30, de una clase media alta. Películas cotidianas, íntimas, de miradas y actos, con corrientes subterráneas, generacionales. Ahí está Mar Coll con Tres días con la familia o Queremos lo mejor para ella. También Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen con Las amigas de Ágata. Por otra parte Elena Trapé que estrena Las distancias, después de su ópera prima, Blog. O una de las protagonistas de Las amigas de Ágata, Elena Martín que pronto tendrá en cartelera Júlia ist. Si bien como espectadora, las que he podido ver me han parecido propuestas cinematográficas interesantes, con la protagonista que he conectado más o que, quizá, he comprendido hasta el último momento ha sido María, de la ópera prima de Nely Reguera, María (y los demás).

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Coctelera de películas. La bailarina (La danseuse, 2016) de Stéphanie Di Giusto / Eden Lake (Eden Lake, 2008) de James Watkins / Las dos vidas de Audrey Rose (Audrey Rose, 1977) de Robert Wise / Las furias (The furies, 1950) de Anthony Mann

La bailarina (La danseuse, 2016) de Stéphanie Di Giusto

La bailarina

La bailarina, ópera prima donde se nota la investigación alrededor de un personaje: Loïe Fuller. Aquellos que buscan primeras imágenes filmadas recordarán a una mujer con un enorme traje blanco y realizando movimientos que asemejan a una mariposa que serpentea con sus alas. Loïe Fuller patentó (y la costó casi la vida) un baile-espectáculo que fue muy imitado, donde era importante el traje blanco, los efectos de iluminación y el movimiento de dos varillas. Pero además Fuller era todo un personaje.

De mujer de vida compleja en el lejano oeste a mujer que salta al otro lado del océano para llegar a ser bailarina del popular cabaret Folies Bergère, y que logra pisar el escenario del Teatro de la Ópera de París. Fuller se construyó a sí misma, y creo con sumo cuidado su baile-espectáculo. Stéphanie Di Giusto se decanta por la forma y crea imágenes de una belleza casi onírica: tanto los ensayos, como los propios bailes, tienen un halo especial. Hay un momento en que Fuller y sus bailarinas parecen ninfas del bosque. La máxima rival de Fuller fue Isadora Duncan, con la cual estableció una compleja relación además de un posible enamoramiento. Si una era todo telas y efectos especiales. La otra era poca tela, la desnudez del cuerpo y su movimiento…

La bailarina es una película imperfecta, pero tiene imágenes de gran belleza, casi onírica. Además está rodeada de un halo de decadencia que cubre la historia y a los personajes. Y que muestra el final de un siglo y el principio de otro lleno de incertidumbres. Una decadencia que va de un lejano oeste en el ocaso a un París donde se va apagando una aristocracia que ya no encuentra lugar (con ese personaje oscuro del conde Louis d’Orsay)… y donde destaca una atormentada (mental y fisícamente) y vanguardista Loïe, tanto en su arte como en sus relaciones personales.

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