Dos cortometrajes de Fernando Reinaldos. Fin (2022) / Leo (2023)

Fin y Leo son dos cortometrajes de Fernando Reinaldos que dejan escapar entre sus fotogramas una sensibilidad especial y una mirada personal. Este joven y prometedor realizador sigue esa brillante estela que demuestra que en este siglo XXI, las historias de amor más innovadoras en el cine se encuentran en ese celuloide oculto durante tanto tiempo y que ahora estalla libre y sin censuras. Durante las dos décadas de este nuevo siglo, las películas han nadado en esa riqueza de géneros y orientaciones sexuales, dejando ver que todavía queda mucho por narrar.

Si desde el nacimiento del cine, el amor heterosexual alimentaba el cine romántico buscando la transgresión y lo prohibido, tirando tabúes, traspasando límites y fronteras, así como analizando lo transformador y liberador del amor, ahora el camino se ha abierto mucho más y las posibilidades del romanticismo son prácticamente infinitas, enfrentándose el espectador a una savia nueva y renovadora. Sí, las historias de amor en el cine han diversificado su abanico y sus miradas abarcan un universo mucho más amplio y real.

A partir de los años sesenta, con la caída de la censura y las revoluciones sociales, el cine romántico o las historias de amor en las películas fueron abriéndose cada vez más a terrenos que nunca se habían tocado, pero a partir de Brokeback Mountain (2005) de Ang Lee poco a poco la diversidad sexual ha revolucionado el lenguaje del cine romántico y del melodrama y de prácticamente todos los géneros.

No hay más que echar un vistazo a grandes obras de los últimos años para mostrar un camino imparable, diverso: Una mujer fantástica de Sebastián Lelio, Retrato de una mujer en llamas de Céline Sciamma, Carol de Todd Haynes, Moonlight de Barry Jenkins, Solo nos queda bailar de Levan Akin o el último mediometraje de Pedro Almodóvar, Extraña forma de vida. Cada vez las etiquetas y lo excepcional se van difuminando más. El cine refleja historias de personas que se enamoran, se aman y viven historias desde la diversidad que siempre ha existido. Y Fernando Reinaldos así lo deja ver en dos cortometrajes que hablan entre sí.

Dos mujeres ancianas que se cuidan hasta el final.

Fin (2022)

Las personas se aman hasta el final de sus días y cada historia tiene su propio desenlace. En Fin, Fernando Reinaldos, sin palabras y en el transcurso de un día, cuenta con una sensibilidad extrema y cuidadosa las últimas horas de dos mujeres. Dolor y belleza se mezclan en cada uno de los fotogramas.

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Diccionario cinematográfico (237). Supermercados

En Blue Jay, un encuentro en un supermercado puede permitir aquellas palabras que una pareja nunca se dijo…

Supermercados. Pues esta palabra me ha venido a la cabeza por dos motivos. Uno, porque hace dos meses me pasé por delante de dos cines emblemáticos de Madrid que se llamaban los Roxy A y B y que cerraron en 2013, pero que no construían nada en los locales, y cual fue mi gran tristeza al ver que ya se habían convertido en dos supermercados. Y es que ese es el destino de muchos cines emblemáticos. Mismamente el supermercado donde compro, fue un cine al cual iba de niña, una sala que durante los ochenta proyectaba unas originales sesiones dobles de actores, directores o géneros.

El otro motivo por el que elijo esta palabra es que no hace mucho vi una pequeña película que logró conquistarme. La historia de una mujer y un hombre de unos cuarenta que se encuentran después de muchos años en un supermercado. Y a partir de ese momento pasan todo un día juntos y vamos reconstruyendo todo lo que vivieron y lo que les depara la vida ahora. Los dos se enamoraron de adolescentes… y luego por circunstancias y obstáculos se fueron separando. Pero les quedaron cosas por decirse y después de varios años pueden hacerlo gracias a un encuentro casual en el supermercado. Blue Jay de Alexandre Lehmann es de esas sorpresas inesperadas. Solo dos personajes, Jim (Mark Duplass) y Amanda (Sarah Paulson), unos pocos escenarios y los recuerdos.

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Fue la mano de Dios (È stata la mano di Dio, 2021) de Paolo Sorrentino

La familia de Fabietto…

Fue la mano de Dios es un grito, una confesión. Paolo Sorrentino esconde un dolor en su interior que marcó su vida de adolescente. Quizá fue el principio de su camino como cineasta…, porque la realidad no le gustaba. Su alter ego, un adolescente con rizos, el dulce Fabietto Schisa (Filippo Scotti), pasea por el Nápoles de los años 80 y, de golpe, tiene no solo que aprender a mirar, sino emprender un camino. Entre la risa y el desgarro fluctúa el gran secreto de su capacidad creativa.

Muchos cineastas convierten su pasado en una película, en un intento de atrapar el recuerdo y entenderse un poco más. En realidad se puede construir un largo tapiz de autobiografías convertidas en fotogramas, donde cineastas se desnudan ante las cámaras para contar lo más íntimo, y convertirlo en arte.

El viaje merece la pena: Los 400 golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) de François Truffaut, Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) o Amarcord (Amarcord, 1973) de Federico Fellini, El espejo (Zerkalo, 1975) de Andrei Tarkovsky, Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974) o Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) de Ingmar Bergman, Voces distantes (Distant Voices, 1988) de Terence Davies… O, últimamente, Roma (Roma, 2018) de Alfonso Cuarón, Dolor y Gloria (Dolor y Gloria, 2019) de Pedro Almodóvar, Belfast (Belfast, 2021) de Kenneth Branagh…, y Paolo Sorrentino y Fue la mano de Dios. Dicen por ahí que no tardaremos en ver la infancia de Steven Spielberg en pantalla grande, y seguro que merece la pena.

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Las leyes de la frontera (2021) de Daniel Monzón

Una mirada al cine quinqui.

Zarco (Chechu Delgado) le dice a Nacho (Marcos Ruiz) cuando las cosas se han puesto ya muy feas por los distintos robos y asaltos realizados, y con la policía pisándoles los talones, que se retire porque él, el gafitas, tiene muchas cosas que perder, sin embargo su pandilla lo tiene todo ya perdido. El líder del grupo quinqui tiene muy clara la situación y el lugar de cada cual, para él viven en un mundo injusto y dividido por clases sociales y privilegios. Ellos son los últimos del escalafón, los que menos cuentan. Él sabe que solo arman bulla y desestabilizan un poco el sistema (que se construye bajo cimientos oscuros), pero que serán más tarde o más temprano machacados. No percibe que tengan otra salida o un futuro. Zarco se mueve con su pandilla entre las leyes de la frontera.

Nacho se convierte en el muchacho adolescente de clase media que descubre un nuevo mundo de la mano de Tere (Begoña Vargas) y Zarco. Él es la mirada. El gafitas, como le llaman, es un muchacho introvertido, sometido a bullying, y que no encuentra su lugar. Sin embargo, tiene una casa, una familia que le apoya y la posibilidad de construir un futuro. De pronto, Tere y Zarco no solo le integran en el grupo, sino que crean con él lazos de amistad y protección. La diferencia es que los jóvenes quinquis saben que Nacho no pertenece al otro lado, y el adolescente lo irá descubriendo en un largo verano de 1978.

Para gafitas cruzar el otro lado de la frontera en Girona, la ciudad donde vive, será un proceso de madurez y autoconocimiento, donde conocerá las duras e injustas reglas del juego y encontrará su sitio. Cuando lo necesite, no dudará en volver a cruzar la frontera: y como Zarco había predicho, él podrá continuar su camino, aunque siempre quedará un sentimiento de culpabilidad y remordimiento. Pero también vivirá con intensidad el primer amor. Tere será el motor de su implicación en un mundo que no es el suyo.

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El ombligo de Guie’dani (Xquipi’ Guie’dani, 2018) de Xavi Sala

La adolescente Guie’dani le confiesa a su amiga Claudia que su ombligo está enterrado en su pueblo, Xadani, en Oaxaca. Es un ritual simbólico que refleja que siempre puede regresar a su tierra, pues ahí se esconde su esencia. Guie’dani no renuncia ni un momento a sus raíces, a su identidad, a su cultura, a la mirada que posee del mundo… Su vida da un vuelco cuando tiene que abandonar la aldea e irse con su madre a Ciudad de México, donde su progenitora ha encontrado un trabajo como empleada doméstica interna con una familia de clase media acomodada.

Cuando llega a su nuevo hogar, no solo no lo vive como tal, sino que se siente un pez fuera del agua, que mira con ojos vigilantes un mundo al que no pertenece ni quiere pertenecer si tiene que renunciar a ser ella misma. Una de las funciones de cuidado que tienen que asumir su madre y ella es alimentar a unos delicados peces en un enorme acuario. Guie’dani se siente pez extraviado, fuera de su hábitat natural, y se rebela contra un mundo que no la deja ser ella misma.

La actitud de Guie’dani incomoda a la nueva familia, y el director Xavi Sala logra trasladar esa inquietud que provoca al espectador. Pues la niña no es sumisa, la niña no renuncia a su identidad, la niña es diferente y no quiere ser de otra manera para ser aceptada, la niña no asume las reglas de convivencia que establece la familia empleadora, que perpetua un modelo social injusto… Ella no les habla, los mira fijamente, no empatiza, no sonríe… Siempre está al acecho ese momento que se espera catártico donde Guie’dani estalle con toda su rebeldía y transgresión, donde el enfrentamiento cristalice. Pues la adolescente no siente que se tenga que mostrar agradecida ante una familia, que sutilmente, rechaza su identidad. De nuevo, cuando Claudia, su amiga, le pregunte que qué quiere ser de mayor. Ella lo tiene claro, será lo que tenga que ser, menos una sirvienta.

Porque el primer largometraje de Xavi Sala, director nacionalizado mexicano, pero que nació en Alicante, remueve y toca muchos matices a analizar. No solo evidencia una realidad mexicana, sino que universaliza un sentir. Es decir, no solo trata el conflicto racial tan arraigado en México contra la comunidad indígena, que incluso se perpetúa en ciudadanos con ideales progresistas, como la familia de la película, sino que deja al descubierto la enorme brecha social existente, cada vez mayor, donde arraigan nuevas relaciones de esclavitud.

Y esa brecha cada vez es más profunda y es universal, creando unos mecanismos de intransigencia y odio, donde asoma siempre una violencia silenciosa, en la que unos prefieren ignorar y perpetuar su poder bajo sonrisas amables y otros quieren sacudirse el yugo, frustrándose ante las continuas humillaciones, sin abandonar un enfrentamiento continuo. Ese enfrentamiento quiere revelar que no solo abrazan su diferencia, sino que se niegan al destino social que tienen asignado. Guie’dani echa de menos su aldea, sus orígenes, su raíces, su ombligo… No quiere renunciar a él. De hecho, se lleva como codiciada posesión una bolsa de tierra de su aldea.

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Diario cinéfilo de Hildy Johnson durante la cuarentena (2)

Mientras espero la apertura de mis queridas salas de cine, y me reafirmo en que no hay sitio mejor donde ver una película que en una pantalla grande, continuo con mi particular diario durante la cuarentena. Creo que la clave está en el equilibrio de la convivencia entre el mundo analógico y el mundo digital. Este panorama de un mundo con pandemia me hace añorar lo analógico: creo que lo presencial es mucho más cercano y enriquecedor que lo digital. O mejor dicho, creo en la convivencia enriquecida de ambos mundos que convergen. Pues es cierto que las nuevas tecnologías han traído muchísimas ventajas, de las que disfruto, pero el calor de la cercanía que provoca el encuentro en un cine, en un teatro, en una biblioteca o en un aula de literatura; el placer de pasar las páginas de un libro o de contemplar un cuadro a unos pocos metros de distancia; la alegría de una reunión de amigos o de la familia nunca me la proporcionará una conferencia on line, una videoconferencia o un e-book. Además me doy cuenta de cómo los bancos, las compañías telefónicas o eléctricas, las administraciones u otros organismos oficiales, etcétera están tendiendo a gestionar todo por la red, donde es mucho más difícil reclamar o tratar de que te expliquen algo. El objetivo final es eliminar los espacios físicos y el trato de persona a persona, porque que todo sea más impersonal permite no solo que se nos vayan metiendo más cosas que no necesitamos sin queja posible, sino que cada vez sea más difícil reclamar o acceder a alguien que te ofrezca una información o una solución a un problema.

Sí que es cierto que Internet es una puerta a un mundo que merece la pena (mismamente este blog me proporciona el poder compartir una pasión con muchas personas y la práctica de la escritura), pero no quiero que se convierta en mi única puerta. Y eso que yo llevo años bastante conectada, pues el ordenador es mi herramienta de trabajo. Además, la pandemia ha dejado ver de nuevo un asunto que se olvida a menudo, que la brutal brecha social también está en las nuevas tecnologías, y que el confinamiento ha traído más problemas todavía y ha sido más duro para muchos ciudadanos que no cuentan con Internet, con móviles u ordenadores.

Durante la cuarentena, el cine ha sido uno de mis refugios. Me proporciona mi hora y media o dos horas sagradas de distanciarme de todo lo que ha generado la pandemia: no solo la tragedia de la enfermedad y la muerte, la angustia de un futuro de incertidumbres laborales y económicas, sino la preocupación de asistir a una polarización cada vez más insalvable en la sociedad. Una polarización que se fomenta desde aquellos espacios en los que se debería estar luchando por construir, reparar y dar soluciones juntos. Y esa polarización me asusta porque no fomenta ni el diálogo ni busca puntos de encuentro o un camino hacia la construcción de un mundo mejor y más justo. Esa polarización busca la crispación, el desencuentro, el enfado y el odio.

Creo que la pandemia, y este tiempo que ha proporcionado la cuarentena, ofrecía una oportunidad para repensar nuestra forma de vivir, para darnos cuenta de que es importante la sostenibilidad y el cuidado de la naturaleza y para ser conscientes de la importancia de cuidar a los demás (y de dejarnos cuidar). Así como una oportunidad para poner el foco en el valor de la ciencia y la investigación, resaltar la importancia de la cultura, la educación y el trabajo bien hecho, así como la importancia de fomentar el espíritu comunitario y la importancia de seguir creyendo en la utilidad de los espacios comunes. Bueno, estamos a tiempo.

Es cierto, que como siempre en circunstancias extremas, se ha visto lo mejor del ser humano, pero también lo peor. Sin embargo, trato de creer en el equilibrio y en la esperanza de que el sentido común y lo mejor que escondemos cada uno sea lo que aflore cada día. Y creo que el cine es una gran herramienta, junto a la literatura o el teatro, para aprender a mirar y entender el mundo. Para reflexionar y poder enfrentarse a la vida diaria. Así que ahí va mi segunda tanda de películas.

Ficciones con alma (2)

Durante la cuarentena. La ceniza es el blanco más puro.

Quien ha buceado en la filmografía de Jia Zhangke, conocía ya la ciudad de Wuhan, el epicentro de la pandemia, y donde dio comienzo a que viéramos a todo un país sumergido en la cuarentena. En su último largometraje La ceniza es el blanco más puro (Jiang hu er nv, 2018) dicha ciudad sale nombrada. Y no solo eso sino que se refleja una China en transformación continua, tanto su paisaje como su sociedad, dejando un panorama complejo de una sociedad agresivamente capitalista bajo un mando único. Así como el choque continuo de un país de contrastes donde lo tradicional y ancestral siguen conviviendo con un mundo altamente tecnológico y moderno. Y en ese paisaje Jia Zhangke se va, de nuevo, a los bajos fondos, a los márgenes, para construir un melodrama hipnótico con aires de cine de gánsteres. En su primera parte atrapa para hacer avanzar al espectador por un camino desolador y desesperanzador en dos saltos temporales. La historia transcurre bajo la mirada de Qiao (Zhao Tao, musa y esposa del director), una mujer enamorada de Bin, el cabecilla de la mafia de Datong. Por amor termina en la cárcel y a su salida se ve abandonada y traicionada por Bin. Sin embargo, años después, Qiao continua fiel a la mafia, y Bin volverá a ella, acabado y hundido. Jia Zhangke construye el retrato complejo y especial de Qiao, que se va transformando como el paisaje a su alrededor, pero que se mantiene fiel a su esencia y a sus sentimientos.

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10 razones para amar El club de los poetas muertos (Dead poets society, 1989) de Peter Weir

El profesor Keating dejando su semilla del saber en El club de los poetas muertos.

Razón número 1: Carpe Diem. Por qué me marcó la primera vez que la vi

Me recuerdo en un cine al aire libre, adolescente total, hace muchos años… Un cine de verano en un destino de playa. Y yo totalmente hipnotizada frente a El club de los poetas muertos. En mi oído retumbando una expresión latina: Carpe Diem. Así como su significado: “Aprovecha el momento”. Y repensarla posteriormente una y otra vez hasta ir reconvirtiéndose a lo largo del camino en “vive cada momento con pasión, como si fuera el último”.

Me viene a la mente cómo de toda esa pandilla de adolescentes, me quedé con el más tímido, aquel que no puede expresarse, pero que desea gritar. Y a partir de esta película no he dejado de seguirlo: Ethan Hawke. Me visualizo deseando que se cruzara en mi camino un profesor como Keating (Robin Williams) con conocimientos apetecibles (adoraba la asignatura de literatura) y que me transmitiese tanta pasión por la vida y el saber (y he de decir que unos pocos buenos profesores y profesoras se cruzaron por mi camino de enseñanza —antes y después de la película—, también variso bastante malos). Digamos que El club de los poetas muertos fue de esas películas que en un momento de tu vida ves y no olvidas.

Pero la rememoro también visualmente, sus imágenes se quedaron en mi retina. A Peter Weir ya le puse a partir de aquel momento nombre y apellido. De hecho ya me había fascinado con Único testigo. Luego vinieron La Costa de los Mosquitos (otra película que me dejó huella), Matrimonio de conveniencia (que aumentó mi lista de comedias románticas imprescindibles) o El show de Truman. Poco después descubrí sus primeras películas australianas (alguna me queda todavía por visionar), la primera Gallipoli y luego vendría Picnic en Hanging Rock.

Pero sobre todo El club de los poetas muertos ha quedado vinculada para siempre a dos palabras: Carpe Diem, y a lo que me hicieron pensar en ese momento y ahora.

Razón número 2: Me sigue gustando en todos los visionados que hago

Hay películas que no vuelves a ver porque no surge la oportunidad (o porque es difícil volver a acceder a ellas) y otras que repites en distintas pantallas, dispositivos, formatos… Este último caso es el de El club de los poetas muertos, pues la he visto varias veces (la última antes de realizar este texto). Curiosamente es una película que va cosechando una legión de detractores, y alrededor de ella se han escrito críticas y análisis negativos que también tienen interés y ofrecen otras miradas de dicha obra cinematográfica. Por no seguir hablando de las parodias alrededor de ciertas secuencias como la última (todos subidos a las mesas) o la repetida coletilla: “¡Oh capitán, mi capitán!”. Se ataca su “sensiblería”, el “reflejo falso” de lo que tiene que ser un buen profesor, la “superficialidad” de la propuesta, el “guion flojo y previsible”, que qué tipo de “rebeldía” es la que desarrolla, que es una historia de “niños elitistas y pudientes” en un instituto privado, etcétera, etcétera. Y leyendo los argumentos que se exponen no puedo decir que algunos de ellos no sean ciertos, pero para mí continúa siendo una película que me aporta. No solo me parece que esté bien rodada por Peter Weir o bien interpretada, sino que me cala más profundamente. Hay algo en el interior de El club de los poetas muertos que me llega. Es una película con un corazón que late.

Quizá el secreto esté en cómo refleja ese aplastamiento de los anhelos y sueños a través del poder y la sumisión, instrumentos de un sistema que quiere a todo el mundo de color gris, sin colores. Todo esto plasmado en una América conservadora de los años 50 y en una institución de enseñanza de élite (recinto cerrado) donde sus trasnochados principios: tradición, honor, disciplina y excelencia, son transmitidos a sus alumnos, que serán los que ocupen futuros puestos de poder para continuar perpetuando un mundo no solo gris, sino sin posibilidad de cambio. Tipos que a su vez aplastarán los sueños, anhelos y ganas de cambio y mejora de otros ciudadanos. Y en esa América por supuesto todo lo que huela a sensibilidad, empatía, poesía, rebeldía, cultura, arte, teatro, libros…, todo aquello que haga volar la imaginación del hombre… es sospechoso. Pero ¿solo ocurre en ese instituto de élite y en esa América de los 50?

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Un lugar en ninguna parte (Running on Empty, 1988) de Sidney Lumet

Un lugar en ninguna parte

Una familia en ninguna parte… en un instante de felicidad.

Una familia alrededor de una mesa. Están de celebración. Es el cumpleaños de la madre. El padre, el hijo pequeño y la novia del hijo adolescente se levantan a recoger y llevar las cosas a la cocina. En el salón se quedan la madre y el hijo mayor. El padre, lo vemos a través de una barra americana, pone el radiocassette. Suena la canción “Fire and rain”, de James Taylor. Y poco a poco cada uno de los miembros de esa familia, unos en una habitación y los otros en la otra, se ponen a cantar y a bailar, hasta que se reúnen todos en el salón. Es un momento íntimo. Un instante efímero. Si se observa por una cámara o una ventana, solo vemos una familia feliz. No sospechamos la mochila que lleva cada uno a sus espaldas, y esa condena que arrastran, huir, siempre huir, porque un día decidieron cambiar el mundo, lo intentaron, pero el camino elegido no fue el adecuado.

Un lugar en ninguna parte es una película con una sensibilidad extrema, por parte de Lumet, para tocar un tema delicado. Y es la historia de toda esa generación de jóvenes que durante finales de los sesenta y principios de los setenta quisieron una revolución y tomaron diferentes sendas. En la América de aquellos años, donde uno de los muchos frentes fue la protesta contra la guerra de Vietnam, algunos jóvenes tomaron las riendas de la revolución armada.

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Identidad borrada (Boy erased, 2018) de Joel Edgerton

Identidad borrada

Madre e hijo frente a frente… ante una pesadilla.

De pronto, la cartelera se convierte en un gran periódico abierto, donde se tocan temas de actualidad, y que permiten a la salida debates y reflexiones apasionadas. Y eso ocurre con Identidad borrada que se inspira en la experiencia de Garrard Conley, un buen chico, educado con unos padres de la iglesia baptista, que cuando llega a la adolescencia descubre su homosexualidad, pero por una denuncia malintencionada desde la universidad, tiene que confesárselo a su familia, sin haber asumido todavía su identidad. Estos deciden llevar a su hijo a Love in Action, un centro donde ofrecen una terapia de conversión… Y él, que es un mar de dudas y miedos, en un principio accede. El actor, director y guionista Joel Edgerton crea una historia-pesadilla para su protagonista.

Joel Edgerton ya había debutado como director con un largometraje, El regalo, que revelaba varias característica, que se confirman en su segunda película. Tiene pulso para contar una historia, sabe elegirlas bien; le interesan temas que marcan a los individuos y que les dañan, sobre todo porque sufren la intransigencia de los otros y condicionan su vida futura; se guarda un personaje principal o secundario con aristas inquietantes y sabe rodearse de un buen reparto. Por otra parte, muestra un interés por la puesta en escena, por la manera de contar su historia y por plasmar momentos de una manera determinada, pero también es en el terreno donde se muestran más sus debilidades. Logra secuencias brillantes, pero todavía las encaja en un montaje irregular y las estructuras de sus películas no son redondas.

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Diccionario cinematográfico (229). Amores adolescentes que no pudieron ser…

Esplendor en la hierba

… un amor adolescente que no pudo ser…

Hace poco he vuelto de nuevo a Esplendor en la hierba. Y me sigue entusiasmando como la primera vez que la vi. “Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”. Quizá sea por eso. El director contó la historia desde la nostalgia, desde la memoria triste de un amor que no pudo ser. Elia Kazan reflejó el primer amor de dos adolescentes de distintas clases sociales en Kansas. La película está ambientada un poco antes de la Depresión y cuando esta estalla… Deanie y Bud no pueden culminar su historia por una cascada de circunstancias sociales que enredan todo. Después de sufrir ambos una crisis existencial, cada uno continua su vida. ¿Hubiesen sido felices? Como no se sabe, la duda siempre persiste en ambos… El guion fue obra del dramaturgo William Inge.

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