Un menú para los Goya 2024. Tres directoras, tres historias

Los Goya están a la vuelta de la esquina. Os invito a un menú muy especial ya que se va acercando la gala. Dos largometrajes valientes y muy interesantes en la categoría de nominadas a la mejor película iberoamericana y un cortometraje de ficción nominado en dicha categoría que toca un tema de total actualidad, ideal para un buen debate después de su visionado.

Primer plato: La memoria infinita de Maite Alberdi

Nominación al Goya por mejor película iberoamericana.

El periodista chileno Augusto Góngora y la actriz y exministra de cultura Paulina Urrutia son celebridades en su país de origen y son los protagonistas de La memoria infinita de la documentalista chilena Maite Alberdi. Con una generosidad inusitada y la mirada sensible de la realizadora, el matrimonio nos permite entrar en la intimidad de sus últimos años juntos marcados por la enfermedad de él: alzhéimer.

Augusto frente a la cámara muestra su vulnerabilidad, esa memoria que se va desvaneciendo, esas capacidades que se van perdiendo. Y es el mismo Augusto Góngora que se puso en el pasado frente a la cámara, valiente, para contar los años más duros de su país bajo la dictadura y que siempre luchó por recuperar la memoria histórica. Es aquel también que fue un referente de los programas culturales en Chile.

Sin embargo, de nuevo, Maite Alberdi acierta en la manera de acercarnos a la realidad de Augusto y Paulina, pues somos testigos de una historia de amor que recorre más de dos décadas. Paulina se convierte en la memoria de Augusto y ambos intentan no perder los lazos que los unen. Mantienen intacta esa conexión que trata de no hundirse en las brumas del olvido.

La memoria infinita es un largometraje hermoso, pero tremendamente duro. Con un montaje preciso de grabaciones privadas de cuando apenas empezaron su relación en los noventa, material de archivo que permite revelar las trayectorias comprometidas de ambos en el mundo del periodismo y la cultura, el material filmado durante los últimos cinco años por la directora que se convirtió en la sombra del matrimonio y las grabaciones sobrecogedoras de Paulina Urrutia en los momentos de aislamiento de la pandemia, queda finalmente una historia de épica cotidiana de amor, compromiso y lucha.

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Dos cortometrajes de Fernando Reinaldos. Fin (2022) / Leo (2023)

Fin y Leo son dos cortometrajes de Fernando Reinaldos que dejan escapar entre sus fotogramas una sensibilidad especial y una mirada personal. Este joven y prometedor realizador sigue esa brillante estela que demuestra que en este siglo XXI, las historias de amor más innovadoras en el cine se encuentran en ese celuloide oculto durante tanto tiempo y que ahora estalla libre y sin censuras. Durante las dos décadas de este nuevo siglo, las películas han nadado en esa riqueza de géneros y orientaciones sexuales, dejando ver que todavía queda mucho por narrar.

Si desde el nacimiento del cine, el amor heterosexual alimentaba el cine romántico buscando la transgresión y lo prohibido, tirando tabúes, traspasando límites y fronteras, así como analizando lo transformador y liberador del amor, ahora el camino se ha abierto mucho más y las posibilidades del romanticismo son prácticamente infinitas, enfrentándose el espectador a una savia nueva y renovadora. Sí, las historias de amor en el cine han diversificado su abanico y sus miradas abarcan un universo mucho más amplio y real.

A partir de los años sesenta, con la caída de la censura y las revoluciones sociales, el cine romántico o las historias de amor en las películas fueron abriéndose cada vez más a terrenos que nunca se habían tocado, pero a partir de Brokeback Mountain (2005) de Ang Lee poco a poco la diversidad sexual ha revolucionado el lenguaje del cine romántico y del melodrama y de prácticamente todos los géneros.

No hay más que echar un vistazo a grandes obras de los últimos años para mostrar un camino imparable, diverso: Una mujer fantástica de Sebastián Lelio, Retrato de una mujer en llamas de Céline Sciamma, Carol de Todd Haynes, Moonlight de Barry Jenkins, Solo nos queda bailar de Levan Akin o el último mediometraje de Pedro Almodóvar, Extraña forma de vida. Cada vez las etiquetas y lo excepcional se van difuminando más. El cine refleja historias de personas que se enamoran, se aman y viven historias desde la diversidad que siempre ha existido. Y Fernando Reinaldos así lo deja ver en dos cortometrajes que hablan entre sí.

Dos mujeres ancianas que se cuidan hasta el final.

Fin (2022)

Las personas se aman hasta el final de sus días y cada historia tiene su propio desenlace. En Fin, Fernando Reinaldos, sin palabras y en el transcurso de un día, cuenta con una sensibilidad extrema y cuidadosa las últimas horas de dos mujeres. Dolor y belleza se mezclan en cada uno de los fotogramas.

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Bosco (Bosco, 2020) de Alicia Cano Menoni

Orlando Menoni, contador de historias del Bosco.

El anciano Orlando Menoni desde el patio de su casa en Salto, Uruguay, es un contador de historias. Desde su silla giratoria, que le permite una visión de 360 º, atraviesa las fronteras espaciales y temporales. Desde la existencia de la palabra, la fuerza de la tradición oral ha estado presente y se ha transmitido de generación en generación. Orlando guarda en su memoria las raíces familiares, los orígenes de los Menoni, y sus historias no se pierden porque él las cuenta. Y esas raíces le llevan siempre a Bosco di Rossano, un pequeño pueblo italiano, escondido entre montañas y castaños. Él nunca ha estado ahí, pero lo conoce como la palma de su mano. Y es más, lo ama. Es la tierra donde reposa la memoria familiar, Orlando lleva en su cabeza su Innisfree particular.

Sin embargo, ocurre algo precioso, porque esa tierra amada y soñada es real, y su nieta, Alicia Cano Menoni, cineasta, tiene una cámara para atraparla. Cuando hace trece años, tuvo la oportunidad de ir a estudiar a Italia, su mayor deseo era encontrar el pueblo de Bosco, el protagonista de todas las historias que le contaba su abuelo cuando era niña en el patio de Salto. Alicia no solo localizó la aldea, sino que durante trece años atrapó la esencia de ese pueblo, convivió con sus apenas trece habitantes durante sus estancias allá, captó su espíritu… y se dio cuenta de que el pueblo soñado y transmitido por su abuelo existía, era de carne y hueso. Las palabras de su abuelo fueron su guía… y allá se encontró con sus pobladores, guardianes de memoria, que también guardaban sus historias y conservaban sus formas de vida. No hay olvido.

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Nunca canté para mi padre (I Never Sang for My Father, 1970) de Gilbert Cates

Nunca canté para mi padre, una película sobre la vejez y la relación entre padres e hijos.

En Nunca canté para mi padre, título evocador, hay un momento en el que Gene (Gene Hackman) le dice a su futura esposa (Elizabeth Hubbard), cuando ha ido a buscarla al aeropuerto, que, por favor, le prometa que morirán jóvenes, que nunca serán una carga. En otro momento el protagonista le ha explicado a su amante que: «Odio odiarle». Gene no puede romper los lazos con su padre ahora indefenso y frágil, pero manteniendo todavía la personalidad fuerte y difícil que no hizo llevadera su infancia y dificulta encontrar en ese momento una buena solución a su situación.

En la pantalla de cine suelen reflejarse temas sobre la vida como, por ejemplo, que hacerse anciano es un camino sin retorno y muy duro. Si a esto unimos las relaciones familiares, entonces surge un cóctel que remueve por dentro. Una de las últimas películas que provoca herida, pero a la vez es tremendamente humana, es Vortex de Gaspar Noe, sobre los últimos y crudos días de dos ancianos. La vejez ha estado siempre presente en la pantalla con una tradición amplia. Por eso, no deja de ser un hermoso descubrimiento esta película de los años setenta (adaptación de un obra teatral del dramaturgo Robert Anderson, autor también del guion), donde el peso recae en Melvyn Douglas y Gene Hackman, protagonizando una relación paterno filial compleja.

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Mujer sin pasado (The Chalk Garden, 1964) de Ronald Neame

Mujer sin pasado, una oportunidad para ver juntos en pantalla a John Mills y Hayley Mills en un buen melodrama psicológico.

Hay películas que desde que empiezan tienen una atmósfera extraña, enfermiza, con unos personajes de personalidad compleja, pero curiosamente su visionado nos atrae. Eso ocurre con Mujer sin pasado, un melodrama británico con cuatro damas…, y un mayordomo que todo lo observa. Desde los títulos de crédito, se nos muestra una mansión rodeada de un jardín, del que nada brota (al que se hace alusión en el título original). El jardín y el acantilado, dos de los escenarios de la historia, simbolizan las emociones de los personajes principales: sentimientos abruptos, en caída libre, donde es difícil que brote el amor.

El director británico Ronald Neame (¿quién no se acuerda de La aventura del Poseidón?) adapta una obra de teatro de la dramaturga Enid Bagnold, donde una adolescente conflictiva, con amor al fuego (todos los días enciende una hoguera), es el centro de la trama. Y alrededor de ella tres mujeres adultas influirán en su vida futura. Mujer sin pasado es una película elegantemente fría, pero en punto de ebullición para que estalle un volcán, aunque la lava nunca termine derramándose. Toda la trama está rodeada de un halo de misterio precisamente por una mujer sin pasado, la nueva institutriz que llega a la mansión (Deborah Kerr).

Laurel, la adolescente, tiene el rostro de Hayley Mills. La actriz afronta un papel que tiene que guardar el pulso entre ser insoportable y mostrarse herida y sensible. Mills logra el retrato de una muchacha perdida, inteligente y en búsqueda de un equilibrio emocional, que juega con el fuego, le encantan los crímenes y se dedica a investigar los secretos y trapos sucios de sus institutrices. Una de sus herramientas es urdir mentiras a su alrededor. Al borde del histrionismo, nunca lo roza, dejando secuencias donde refleja todo un abanico de emociones y sensaciones, como cuando Maitland (John Mills), el mayordomo, entra en su cuarto y la descubre cariñosa con una muñeca; Laurel entra en cólera y se vuelve agresiva, tirando con furia la muñeca al suelo. No quiere que nadie descubra su sensibilidad ni sus miedos.

Hayley Mills no solo hizo Tú a Boston y yo a California, uno de sus papeles más populares, sino que en Inglaterra empezó su carrera con dramas sociales donde sus niñas estaban muy alejadas de los roles que la harían famosa en Hollywood. Basta recordar dos dramas, como la triste La bahía del Tigre (1959), también junto a su padre John Mills, o la magnífica Cuando el viento silba (1961).

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Cruzando la calle (Crossing Delancey, 1988) de Joan Micklin Silver

Cruzando la calle…, un momento de felicidad

Hay películas que se te quedan grabadas en la memoria y no sabes muy bien el porqué. Y además no logras volver a verlas después de muchos años. Cruzando la calle es una de ellas. Siempre he recordado el buen sabor de boca que me dejó y nunca he olvidado una réplica: “¿Poesía?”. “Pepinillos”. Es el único largometraje que he visto de su directora Joan Micklin Silver, pero algo me tocó en su día al asomarme a sus fotogramas… y me sigue tocando.

Quizá sea ese Nueva York que presenta o tal vez esa manera delicada y serena de contar una historia de amor. Puede ser ese mismo gusto elegante para mostrar el microcosmos judío en las calles de Manhattan. O sin duda que su protagonista Isabelle (Amy Irving), una treintañera independiente, trabaje en una vieja librería, y pase sus días allí, con sus celebraciones, lecturas y tertulias literarias.

Me envolvió en su día, y me envuelve ahora que la he podido volver a ver. Es una película cercana, respira mucha autenticidad. Me entero que el punto de partida fue una obra de teatro. Las secuencias son como retazos de una vida. No es perfecta, como no son perfectas las nuestras. De hecho, la vida de Isabelle gira alrededor de su trabajo, sus relaciones esporádicas (tiene una aventura con un hombre casado), su enamoramiento idílico de un escritor petulante (qué bien se le dan esos papeles a Jeroen Krabbé), sus amigas y, sobre todo, las visitas a su bubbie, su abuela del alma (Reizl Bozyk).

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Falling (Falling, 2020) de Viggo Mortensen

Padre e hijo en un continuo campo de batalla verbal en Falling.

En una cocina, sentados a una mesa, mientras comen, un padre provoca continuamente a su hijo a través de la palabra ofensiva, que duele. Y el hijo se ha hecho la promesa de no estallar. Lo intenta. Porque la relación con su padre se ha convertido en un campo de batalla interminable. Mientras, en una pequeña televisión a la que apenas hacen caso emiten Río Rojo de Howard Hawks, justo la secuencia del enfrentamiento final entre los personajes encarnados por John Wayne y Montgomery Clift. Y tiene todo su sentido. Estos dos actores representaron en esa historia dos tipos de masculinidad. La tiránica, conservadora y ruda de Wayne, el patriarcado de la vieja escuela; la sensible, progresista y conciliadora de Clift, un nuevo modelo masculino. Pero, sin embargo, los personajes del western construían y conservaban un vínculo, pese al conflicto. Lograban ver las virtudes del otro y, por lo menos, convivir. Ese mismo choque es el que tienen el padre (un emocionante Lance Henriksen) y el hijo (Viggo Mortensen). Y los dos, a pesar de los pesares, tienen ese vínculo.

La bienvenida del padre al hijo, cuando este es un bebé, ya aporta el tono Falling que se balancea entre lo incómodo y lo bello. Un hombre se queda cuidando un rato a su pequeño encima de la mesa, mientras espera su cambio de pañales. De pronto, el rostro enorme del padre se acerca al crío y le dice: “Siento haberte traído a este mundo para que luego tengas que morir”. Y el bebé se pone a llorar.

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El agente topo (El agente topo, 2020) de Maite Alberdi

Sergio, un peculiar agente topo…

¿Se imaginan a un hombre encantador y bueno de 83 años como agente topo en una residencia de ancianos? ¿No les parece una ficción con mil y una posibilidades? Pues es pura vida, pura realidad. Rescato de nuevo una frase del documentalista John Grierson: “El documental no es más que el tratamiento creativo de la realidad”, para centrarme en la mirada personal de la realizadora chilena Maite Alberdi y su última obra, El agente topo. Y es que Alberdi desarrolla a través de una premisa que resulta divertida e ingeniosa, una dura reflexión sobre la soledad en las residencias. Ella misma explica en sus intervenciones en diferentes entrevistas o encuentros cómo fue la personalidad del agente topo, Sergio, quien empujó el documental por otros derroteros diferentes.

Alberdi tiene una sensibilidad muy especial para acercarse a los temas que le interesan. Para el montaje del material grabado emplea distintos recursos del lenguaje cinematográfico, y lo usa como si hubiese filmado una ficción. La joven directora refleja temas muy serios, pero sabe siempre impregnar sus cintas de un humor que sirve de catalizador para desarrollar asuntos dolorosos. Otro aspecto que me fascina de sus documentales es el tratamiento del color. Sí, el mundo de Maite Alberdi registra una variedad abundante de colores que pintan una realidad oscura. No hay lugar para el gris. En espacios donde no hay sitio para la belleza, Alberdi encuentra una paleta de tonos increíbles. Así de esta contradicción, unos colores vivos y bien combinados y unos hechos deprimentes, surge un discurso visual potente. Y su baza más importante, la directora quiere a las personas que filma, su cámara se enamora de ellas, y la identificación con sus universos particulares es inmediata.

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10 razones para amar Harold y Maude (Harold and Maude, 1971) de Hal Ashby

Harold y Maude, una pareja singular.

Razón número 1: Un número tatuado

Es una imagen rápida, como una ráfaga, que incluso puede pasar desapercibida si uno no está atento. Y es un momento revelador que cambia toda la historia y la mirada hacia uno de sus personajes principales, Maude (Ruth Gordon). De pronto, su forma de ser y su filosofía de vida cobra todo el sentido. De pronto, muchas de sus palabras y actos se entienden de otra manera. Maude deja de ser una anciana estrafalaria y vital para transformarse en una anciana superviviente y sabia que sabe verdaderamente lo que es la vida y lo que esto supone, y aun así la aprecia.

Un atardecer, una mujer mayor y un chico sentados juntos frente a un lago, a su alrededor todo lleno de escombros, y detrás de ellos, una autopista… Un paisaje poco acogedor y romántico, pero convertido en un sitio especial, como si todos los lugares que pisaran Harold y Maude se transformaran bajo su mirada en los espacios más hermosos. Conversan tranquilos, como dos enamorados, y Harold (Bud Cort) coge el brazo de Maude, y en ese instante se ven unos números tatuados en su brazo. Nada más. A continuación, Maude atrapa su atención y le cuenta una anécdota significativa de Dreyfus en la Isla de Diablo y las gaviotas. Los dos se quedan mirando el atardecer. Pero ese plano sobre el brazo de Maude da otro sentido a la película.

Razón número 2: Un piano, un ukelele y una canción

Harold y Maude hace hincapié en las cosas bellas que depara la vida y se detiene en la música. De hecho una de las primeras preguntas que le hace Maude a Harold es si sabe cantar y bailar. Y después en una cita de los dos en el vagón de tren donde vive ella, esta se queda perpleja porque Harold no sabe tocar ningún instrumento, y abre un armario lleno de ellos y saca un ukelele y le dice que solo tiene que tocar para que salgan notas. Antes, sin ningún complejo, sin preocuparle si desafina o no, Maude aporrea su piano y canta una canción a voz en grito: “Si quieres cantar, canta. Y si quieres ser libre, sé libre…”. El hecho es cantar, sin complejos y sin sentido del ridículo, qué más da. Y ese es el camino que tomará Harold, enfrentarse a la vida sin miedo, coger el ukelele y aporrear sus cuerdas, bailar y dar saltos, vivir… porque “si quieres cantar, canta. Y si quieres ser libre, sé libre…”. De nuevo la filosofía de Maude es sabia y triunfa.

El leit motiv musical de la película es esta canción de Cat Stevens, “If you want to sing out, sing out”, que aparece en tres momentos cumbre de la película. Aunque Stevens compuso bastantes más canciones para la película, esta queda grabada en la memoria sobre todo con esta secuencia donde una desprejuiciada Maude canta como la viene en gana…

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Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d’une vie, 2019) de Claude Lelouch

Los años más bellos de una vida

Los años vividos…

Sentarse en una sala de cine casi vacía y dejarse llevar. Leer una cita y escuchar una canción. Emocionarse y tener ganas de llorar. Sentir el inevitable paso del tiempo. Y saber que aquellos años fueron bellos, pero estos esconden otras vivencias. Explicar lo inexplicable. La química de dos rostros. Oír unos versos de Boris Vian. Dos miradas, dos sonrisas, dos gestos (retirar el pelo del rostro)… en 1966 y en 2019. Los mismos movimientos que uno reconoce en el otro, pero con más experiencias vividas. Recuerdo y olvido… y un presente. Correr veloz con un coche: atravesar París para llegar a una cita. Cometer locuras con un dos caballos. Estar dispuesto siempre a la huida. Una película que se convierte en poema.

“Los años más bellos de una vida son aquellos que todavía no hemos vivido”, escribió Víctor Hugo. Aunque estés rozando el momento de abandonar la vida. Aunque te cueste moverte. Aunque no sepas dónde estás. Aunque solo te quedes con algunos recuerdos y unos versos. Aunque te sigas enamorando una y otra vez. Claude Lelouch perpetua la vida de dos de sus personajes. Aquellos que protagonizaron Un hombre y una mujer y se enamoraron al son de la melodía de Francis Lai, que ya nos dejó hace apenas unos meses. Ahora son dos ancianos. Él está en una residencia y apenas retiene los recuerdos, se aferra a un rostro del pasado. Ella sigue la vida apacible, con algún que otro sobresalto, al lado de su hija y su nieta. El hijo de él piensa que no sería mala idea que ella fuese a verlo. Y entonces surge la posibilidad de seguir viviendo más años bellos, aunque sea en sueños, en la imaginación o quizá todo sea real.

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