Joyas del cine clásico latinoamericano (III). El niño y la niebla (1953) de Roberto Gavaldón

El niño y la niebla, un retrato de la locura.

Con El niño y la niebla cerramos el año 2022, pero no este ciclo de joyas del cine clásico latinoamericano. Este fin de año se merece un buen drama de un director brillante de la época de oro del cine mexicano: Roberto Gavaldón. El drama es protagonizado por una de las intérpretes con más carisma de México, Dolores del Río, con una trayectoria larga, interesante e intensa. Durante su juventud la actriz triunfó en Hollywood y luego regresó a su país como una gran dama del cine mexicano. En esta adaptación de una obra de teatro del dramaturgo Rodolfo Usigli, Gavaldón pone de manifiesto su fuerza a la hora de contar historias potentes, con gran hincapié en la psicología de sus personajes. Cada secuencia tiene momentos de puro cine. El largometraje muestra el espíritu de una mujer en llamas, al borde de la locura.

En El niño y la niebla no solo se habla de la salud mental, la eutanasia, el suicidio o el aborto, sino también de la nefasta influencia que pueden tener una madre y un padre sobre un hijo sensible. La película arranca con un incendio en un pozo petrolífero de Poza Rica. Allí viven en una casa acomodada Marta, su esposo Guillermo (Pedro López Lagar) y su hijo Daniel (Alejandro Ciangherotti). A través de las ventanas y la puerta, solo se ven las torres petrolíferas a pleno rendimiento. Daniel mira fascinado las llamas del incendio y Marta vigila horrorizada esa atracción que siente el muchacho. Este último se alarma cuando se entera de que su padre está allá trabajando y luchando contra el incendio y quiere acudir a toda costa por si necesita ayuda. Pese a la prohibición de la madre, el niño acude al encuentro de su progenitor.

Desde el principio se muestra la tirantez de la pareja y su discusión constante alrededor de la educación y los cuidados que debe recibir Daniel. Y el muchacho se encuentra entre los dos, en pura contradicción, y buscando el equilibrio para no hacer daño a ninguno. El crío alimenta cada vez más sus miedos, su confusión y sus monstruos internos.

Sigue leyendo

Nunca canté para mi padre (I Never Sang for My Father, 1970) de Gilbert Cates

Nunca canté para mi padre, una película sobre la vejez y la relación entre padres e hijos.

En Nunca canté para mi padre, título evocador, hay un momento en el que Gene (Gene Hackman) le dice a su futura esposa (Elizabeth Hubbard), cuando ha ido a buscarla al aeropuerto, que, por favor, le prometa que morirán jóvenes, que nunca serán una carga. En otro momento el protagonista le ha explicado a su amante que: «Odio odiarle». Gene no puede romper los lazos con su padre ahora indefenso y frágil, pero manteniendo todavía la personalidad fuerte y difícil que no hizo llevadera su infancia y dificulta encontrar en ese momento una buena solución a su situación.

En la pantalla de cine suelen reflejarse temas sobre la vida como, por ejemplo, que hacerse anciano es un camino sin retorno y muy duro. Si a esto unimos las relaciones familiares, entonces surge un cóctel que remueve por dentro. Una de las últimas películas que provoca herida, pero a la vez es tremendamente humana, es Vortex de Gaspar Noe, sobre los últimos y crudos días de dos ancianos. La vejez ha estado siempre presente en la pantalla con una tradición amplia. Por eso, no deja de ser un hermoso descubrimiento esta película de los años setenta (adaptación de un obra teatral del dramaturgo Robert Anderson, autor también del guion), donde el peso recae en Melvyn Douglas y Gene Hackman, protagonizando una relación paterno filial compleja.

Sigue leyendo

Flor de cactus (Cactus Flower, 1969) de Gene Saks

Flor de cactus te hace pasar una buena tarde de primavera. A tres días de mi cumpleaños, me apetecía disfrutar de nuevo de una comedia romántica, que además me permitiera centrarme en una época determinada en Hollywood que me interesa mucho: la de finales de los sesenta.

Una época de transición donde no solo se estaba dando el paso del Viejo al Nuevo Hollywood (tanto en el contenido como en la forma), sino que también las películas se estaban abriendo a temas que no se habían tocado (o no explícitamente), se estaba viviendo la inminente caída del código Hays y se estaba produciendo también un cambio generacional entre los actores y los directores. Además los años sesenta fueron también los de la revolución sexual, suponían también el final de la sociedad americana de los cincuenta, del sueño americano y del conservadurismo. Por otro lado, se estaban produciendo movimientos políticos, económicos, sociales y bélicos que iban mostrando el frágil equilibrio de esa guerra fría que dividía el mundo en dos bloques.

Durante esos años, no faltó tampoco la comedia romántica y Flor de cactus funcionó bastante bien, todo un éxito en taquilla. El texto de origen era una obra teatral francesa con el mismo título de Barrillet y Gredy, que había sido llevada a los escenarios de Broadway por Abe Burrows.

Esa flor de cactus a la que hace referencia el título es una planta que se encuentra en la mesa de Stephanie Dickinson (Ingrid Bergman), ayudante del dentista Julian Winston (Walter Matthau). Stephanie es una mujer trabajadora, madura y solitaria que ha establecido una rutina laboral y una fidelidad profesional hacia su jefe durante más de diez años. Los dos se han hecho a su manera el uno al otro, inconscientemente. En un principio ese cactus se mantiene vivo, pero con sus pinchos siempre alerta, aunque con el paso del tiempo deja salir una bella flor. No es sino la radiografía de Stephanie una mujer aparentemente distante y fría que deja escapar una personalidad atractiva, inteligente, sensual y cálida.

Sigue leyendo

Labios sellados (Time Limit, 1957) de Karl Malden

“Quien mata a un hombre, mata un mundo entero, ¿cuántos mundos habré matado yo?” es una frase que le escribe el mayor Harry Cargill (Richard Basehart) a su esposa en una carta. Pero no es la única cita que uno retiene cuando ve Labios sellados. Hay una que es clave para entender toda la trama: “Todo hombre tiene un límite, no es un crimen ser humano”. La única película que dirigió el actor Karl Malden, animado por el actor y también coproductor, Richard Widmark, tiene garra, tensión y fuerza. Plantea un dilema moral en tiempos de guerra, y la resolución no es fácil, porque como dice Cargill: “La verdad puede ser destructiva”.

La película cuenta las frenéticas horas y las presiones que vive el coronel William Edwards (Richard Widmark) en unas oficinas del Ejército de los EEUU para lograr averiguar qué ocurrió realmente en un barracón de un campo de concentración de Corea del Norte, pues dependiendo de su investigación se celebrará o no un consejo de guerra. El coronel debe descubrir si realmente el mayor Cargill fue un traidor y se pasó al bando enemigo durante su estancia en el campo.

Hay ciertas cosas que le hacen sospechar que algo ocurrió y que todos los soldados del barracón guardan silencio. La sucesión de los hechos, las declaraciones de los testigos, la muerte de dos compañeros y el poco interés que muestra el mayor en su defensa así como la amargura que arrastra son solo algunos de los motivos por los que cree que le faltan cabos importantes para concluir el informe sobre el caso, antes de que se decida si se celebra el consejo o no.

Pero a la vez recibe presiones para que acabe cuanto antes, pues no es de recibo hacer sufrir más a todos los afectados que ya lo pasaron lo suficientemente mal en el campo de concentración, cuando la mayoría tiene claro que el mayor fue un traidor. Además su superior, el teniente general Connors (Carl Benton Reid) quiere que acabe cuanto antes esta causa y se ocupe de otros asuntos que también son urgentes, que se cumpla estrictamente el código militar, que se guarde la memoria de su hijo, precisamente uno de los fallecidos en el campo, y que se deje en paz a sus compañeros.

Sigue leyendo

Cruzando la calle (Crossing Delancey, 1988) de Joan Micklin Silver

Cruzando la calle…, un momento de felicidad

Hay películas que se te quedan grabadas en la memoria y no sabes muy bien el porqué. Y además no logras volver a verlas después de muchos años. Cruzando la calle es una de ellas. Siempre he recordado el buen sabor de boca que me dejó y nunca he olvidado una réplica: “¿Poesía?”. “Pepinillos”. Es el único largometraje que he visto de su directora Joan Micklin Silver, pero algo me tocó en su día al asomarme a sus fotogramas… y me sigue tocando.

Quizá sea ese Nueva York que presenta o tal vez esa manera delicada y serena de contar una historia de amor. Puede ser ese mismo gusto elegante para mostrar el microcosmos judío en las calles de Manhattan. O sin duda que su protagonista Isabelle (Amy Irving), una treintañera independiente, trabaje en una vieja librería, y pase sus días allí, con sus celebraciones, lecturas y tertulias literarias.

Me envolvió en su día, y me envuelve ahora que la he podido volver a ver. Es una película cercana, respira mucha autenticidad. Me entero que el punto de partida fue una obra de teatro. Las secuencias son como retazos de una vida. No es perfecta, como no son perfectas las nuestras. De hecho, la vida de Isabelle gira alrededor de su trabajo, sus relaciones esporádicas (tiene una aventura con un hombre casado), su enamoramiento idílico de un escritor petulante (qué bien se le dan esos papeles a Jeroen Krabbé), sus amigas y, sobre todo, las visitas a su bubbie, su abuela del alma (Reizl Bozyk).

Sigue leyendo

Breve radiografía de Mel Gibson. Lluvia de películas, recuerdos, reflexiones y un libro

Mel Gibson, como Hamlet.

Mi interés por Mel Gibson es de esos secretos inconfesables… Las ganas por escribir este post empezaron cuando me enteré de la aparición de un libro con el actor de protagonista. Por supuesto, mostré enseguida mis ganas de tenerlo en mis manos, y ya forma parte de mi biblioteca. La publicación en cuestión analiza su trayectoria y se titula: Mel Gibson. el bueno el feo y el creyente, de David Da Silva (Applehead Team, 2020). David Da Silva, un historiador y profesor de cine francés, realiza un análisis interesante sobre el actor australiano, pues construye un camino que conecta sus trabajos y elecciones como actor y director con su vida personal.

Durante años he visto muchas de sus películas, y algunas varias veces. También he leído sobre sus múltiples escándalos. Su vida ha estado marcada por su bipolaridad, el alcoholismo, sus creencias religiosas y su padre (de hecho, un hombre infinitamente más extremo y controvertido en todo que su hijo). En un momento de su vida, donde ya no había sitio para más escándalos y declaraciones sin desperdicio (antisemitas, homófobas, racistas, insultos, exabruptos con cualquiera que se cruzara con él…), y donde su popularidad estaba ya seriamente dañada, resurgió de sus cenizas de la mano de una amiga, Jodie Foster. Esta, que no puede ser más distinta a él en todos sus posicionamientos, le ofreció el papel principal para una pequeña, interesante y extraña película donde era la directora, El castor (2011), y Mel estuvo brillante como un tipo con depresión profunda, que empieza a salir de ella por una marioneta en forma de castor. En una rueda de prensa en el Festival de Cannes, la actriz (que conoció al actor cuando trabajaron juntos en Maverick, 1994) mostró otra imagen de Gibson: “Es amable, leal y puedo estar horas con él hablando por teléfono. Es una persona muy compleja y yo le amo en toda su complejidad y le agradezco que se entregara de corazón a esta película sin pedir nada a cambio”.

No hay duda de su personalidad compleja, y es que Mel es de esos actores que arrastran sobre sus hombros todas sus contradicciones y problemas, que además estos se hacen públicos, pero también marcan su carrera cinematográfica y sus elecciones. Es lo que se dice un hombre políticamente incorrecto. Su carrera está llena de tipos duros al borde del abismo, de la depresión y de la locura, rodeados de violencia y que transitan el lado oscuro, pero muchos de ellos surgen de nuevo como aves fénix. La vida como lucha constante por salir de la oscuridad. Muchos deambulan un mundo apocalíptico y sin esperanza, otros en un mundo en continuo conflicto donde el protagonista trata de aferrarse a los seres más cercanos (padres, hermanos, esposas, hijos…). Los héroes de Gibson son mil veces derrotados, pero también alcanzan la luz o vuelven a ponerse en pie o van dejando una senda. Personajes en lucha constante contra sus demonios.

Sigue leyendo

Buscando antecedentes del terror en la Universal: las películas de Paul Leni

Carl Laemmle, cabeza visible de los estudios de la Universal, buscaba talentos en Europa e invitó a un joven alemán a Hollywood para que dirigiera sus películas. Este hombre fue Paul Leni. Este se había formado como escenógrafo en teatro, con lo cual dominaba los efectos que podía crear con los decorados en el set para contar sus historias, y después, cuando entró a trabajar en el cine, se empapó del expresionismo alemán. Así que pisó los estudios americanos con un buen bagaje a sus espaldas, y rodó dos películas mudas que sembrarían muchas semillas de lo que sería el periodo de oro del cine de terror.

Por una parte una película protagonizada por un monstruo, donde no solo lo humaniza sino que propicia la identificación del público con su desgracia. Y, por otra, la atmósfera y el ambiente de las casas misteriosas y encantadas donde se reúnen un grupo variopinto de personas, así como la mezcla acertada de humor y terror. Para ambas obras cinematográficas buscaría inspiración en libros. En una, una novela de Victor Hugo, y en la otra una popular obra de teatro de John Willard. Por desgracia no se sabe qué rumbo hubiese tomado la carrera de Paul Leni, que empezó de forma tan brillante, pues falleció tempranamente en 1929.

El hombre que ríe (The man who laughs, 1928)

Paul Leni sigue la tradición del monstruo humanizado, hundido en su desgracia.

Conrad Veidt puso rostro a Cesare, el desgraciado coprotagonista de una de las cumbres del cine expresionista, El gabinete del doctor Caligari (1920) de Robert Wiene, y también fue cabeza de cartel en El hombre que ríe como Gwynplaine. La Universal puso en marcha todo su arsenal para llevar al cine la novela de Victor Hugo, y Paul Leni supo mezclar el desgarro del periodo de entreguerras con los locos años 20, para crear un triste y doloroso retrato de un personaje trágico. El guion de la película de Leni apunta un final feliz para su personaje, a pesar de que esto no es así en el libro, donde a Gwynplaine se le arrebatará también el derecho a ser feliz.

El payaso Gwynplaine sigue la tradición ya abierta en la Universal por el gran Lon Chaney de seres monstruosos, pero con una humanidad que rompe. Películas además rodeadas de un romanticismo trágico. Al principio de la película se nos desvela los orígenes aristocráticos del personaje y cómo la venganza de un rey hacia su padre construye la marca de su desgracia. El niño no solo es secuestrado, y privado de una vida de privilegios, sino que es vendido para un negocio de lucro, donde hombres sin escrúpulos desfiguran a los niños entregados para convertirlos en atracciones de ferias o transformarlos en bufones que provoquen la risa continua. A Gwynplaine le dejan una horrible sonrisa perpetua. Abandonado a su suerte, cuando una orden real destierra a los que se dedican a tal negocio, en su deambular solitario se encuentra con una bebé ciega que será el amor de su vida, Dea, y ambos serán acogidos por un artista ambulante al que llaman Ursus, el filósofo. Gwynplaine se transforma en un famoso artista ambulante conocido como el hombre que ríe.

Sigue leyendo

Una mirada particular a Oliver (Oliver, 1968) de Carol Reed

Nancy y Bill, y entre medias de los dos Fagin, su socio en fechorías en Oliver, de Carol Reed. Los dos son protagonistas de una tremenda historia de violencia de género.

Varias obras de Charles Dickens han sido adaptadas al cine, y Oliver Twist en concreto ha tenido varias versiones, quizá las más conocidas sean la de David Lean y Roman Polanski, pero también existió una versión muda con Jackie Coogan, el niño inolvidable en El chico de Charlie Chaplin. Otra de ellas fue este elegante y sobrio musical de Carol Reed que regala momentos inolvidables. Esta película convertía en puro cine el musical de Lionel Bart, que tuvo la osadía de subir a los escenarios y convertir en éxito un drama de Dickens, con canciones y bailes, durante los sesenta tanto en Londres como en Broadway.

Como musical tiene momentos con una enorme fuerza visual, un elegante equilibrio y una belleza especial, como el momento de trabajo y comida de los niños en el orfanato y que sirve además como presentación del personaje de Oliver. Mark Lester se puso en su piel, un actor infantil con una sensibilidad especial que tan solo un año antes había sido uno de los niños de esa película inquietante en su forma de presentar el universo infantil que es A las nueve cada noche, de Jack Clayton. Pero, sobre todo, el número más hermoso es el que acompaña a la canción coral Who will buy?, que representa cómo despierta el barrio rico donde Oliver ha encontrado cierta paz y tranquilidad junto al señor Brownlow (Joseph O’Conor).

Pero durante todo el largometraje mi mirada se ha centrado en dos de sus personajes secundarios y su historia. Lo cierto es que Oliver, de Carol Reed, muestra una historia de violencia de género desgarradora, brutal y triste. Así se ve desde el principio la relación dañina y tóxica entre Nancy (Shani Wallis) y Bill Sikes (Oliver Reed). Ella, dulce, inteligente y vital, está atrapada en una relación que la daña, pero lo ama a pesar de que se sabe maltratada cada día. Así después de un puñetazo de Bill, que la tira al suelo delante de Fagin (Ron Moody), el socio en robos de su amado, y los niños que roban para ellos, cobra un doloroso sentido la canción que canta, una vez que se levanta y sale sola a la calle, As long as he needs me, donde justifica estar junto a él, pues cree que este la necesita. Nancy piensa que nadie podrá quererlo como ella lo hace.

Sigue leyendo

Melodramas desatados (3). A Electra le sienta bien el luto (Mourning Becomes Electra, 1947) de Dudley Nichols

Los Mannon encerrados en su mansión con todas sus miserias en A Electra le siente bien el luto.

Lavinia Mannon (Rosalind Russell), sola, vestida de negro, al pie de las escaleras de la mansión familiar, pide a Seth, un sirviente que ha estado toda la vida con la familia y conoce todos sus secretos, que cierre todas las ventanas y contraventanas. Ella se queda mirando el cielo, y a su espalda se oye la clausura de los batientes. Lentamente entra en la casa, como una condenada a muerte. Sabe que por muchos años esa será su tumba en vida. Cierra la puerta tras de sí. La cámara se va alejando y se vislumbra una panorámica de la fachada, mientras continua el ruido como si fueran los clavos de un ataúd. Este es el final poderoso de un melodrama desatado con ecos de tragedia griega.

El dramaturgo Eugene O’Neill escribió A Electra le sienta bien el luto en el año 1931, y trasladaba a EEUU, tras la guerra de Secesión, la trilogía griega de Esquilo, La Orestiada. El destino trágico no depende de los dioses, sino de las complejidades psicológicas de los seres humanos, así la maldición de la familia Mannon se entiende bajo el influjo de Freud y Jung. Agamenón, Clitemnestra, Egisto, Electra y Orin son sustituidos por Ezra Mannon, Christine Mannon, Adam Brant, Lavinia y Orin Mannon.

En su momento fue un fracaso y un desastre financiero de la RKO. Por eso la productora decidió mutilar más de una hora del mastodóntico proyecto cinematográfico del guionista Dudley Nichols, que también se puso tras la cámara, y de la actriz Rosalind Russell, dispuesta a mostrar su valía dramática (los dos habían trabajado juntos anteriormente en Amor sublime, un biopic de la enfermera Elisabeth Kenny). La película nunca volvió a revalorizarse… No ha vuelto a ser rescatada del olvido, pese a que puede verse el montaje completo de más de tres horas de duración.

Sin embargo, la odisea de los Mannon en tres actos va atrapando poco a poco al espectador y no le suelta, descubriendo una película poderosa capaz de arrastrar a la catarsis final con la soledad de una mujer vestida de negro. A Electra le sienta bien el luto es como los buenos vinos, según van pasando los minutos (en vez de los años), se convierte en mejor película. Incluso sus actores van sintiéndose más cómodos con sus personajes según va avanzando el metraje.

Sigue leyendo

Tiempo de comedia (2). Más extraño que la ficción (Stranger than fiction, 2006) de Marc Forster/ El cielo… próximamente (Defending your life, 1991) de Albert Brooks/Un espíritu burlón (Blithe spirit, 1945) de David Lean

¿Qué es lo que une a Más extraño que la ficción, El cielo… próximamente y Un espíritu burlón? Son tres comedias que indagan en el sentido de la vida y en el más allá. Durante épocas de crisis o de guerra, el cine indaga sobre la vida y la muerte, y nacen películas de corte fantástico como El fantasma y la señora Muir, Su milagro de amor, Jennie, El difunto protesta, La muerte de vacaciones, Liliom…, algunas de ellas en clave de comedia. Los que paseáis por este blog sabéis la predilección de Hildy por este tipo de películas. Por eso en esta serie de Tiempo de comedia, dejo tres más.

Más extraño que la ficción (Stranger than fiction, 2006) de Marc Forster

Más extraño que la ficción, una comedia con mucha poesía sobre la vida.

Cada vez que veo más veces Más extraño que la ficción, más me gusta. Sí, es una comedia melancólica y triste con un personaje gris…, brillante y poético, Harold Crick (Will Ferell). Y nunca mejor dicho, un personaje. Pues Marc Forster cuenta la historia de un inspector de Hacienda solitario que un día oye una voz que está contando su propia vida y que anuncia su muerte inminente e inesperada. Crick lucha desesperadamente por averiguar quién es la narradora y detener su destino. Y para ello busca la ayuda de un profesor de literatura (Dustin Hoffman).

Ante la incertidumbre de esa muerte cercana, Harold Crick empieza a meter el “desorden” en su ordenada y monótona existencia. Se atreve a disfrutar de los pequeños gestos, como comprarse una guitarra, cantar una canción o cuidar más su relación con un compañero de su oficina (algo cercano a la amistad). Y sobre todo se atreve a construir una hermosa historia de amor con una pastelera, Ana Pascal (Maggie Gyllenhaal), a la que le está realizando una inspección de su declaración. Ella es una insumisa de Hacienda. No paga todos los impuestos porque, aunque está de acuerdo y ve que son necesarios los gastos sociales, no apoya contribuir con su dinero a, por ejemplo, la compra de armas. Así que en un principio Crick tiene todas las de perder, la relación empieza desde la confrontación.

Y es conmovedor ver cómo Harold, que ha hecho una de las tareas que le ha puesto el profesor para ver qué tipo de narradora cuenta su vida (dicha tarea es dilucidar si esta es una comedia o una tragedia), corre a comunicarle que su trayectoria es una comedia porque la chica que tanto lo odiaba, ahora lo ama. Pues esa es una de las claves de toda buena screwball comedy.

Sigue leyendo