Flor de cactus (Cactus Flower, 1969) de Gene Saks

Flor de cactus te hace pasar una buena tarde de primavera. A tres días de mi cumpleaños, me apetecía disfrutar de nuevo de una comedia romántica, que además me permitiera centrarme en una época determinada en Hollywood que me interesa mucho: la de finales de los sesenta.

Una época de transición donde no solo se estaba dando el paso del Viejo al Nuevo Hollywood (tanto en el contenido como en la forma), sino que también las películas se estaban abriendo a temas que no se habían tocado (o no explícitamente), se estaba viviendo la inminente caída del código Hays y se estaba produciendo también un cambio generacional entre los actores y los directores. Además los años sesenta fueron también los de la revolución sexual, suponían también el final de la sociedad americana de los cincuenta, del sueño americano y del conservadurismo. Por otro lado, se estaban produciendo movimientos políticos, económicos, sociales y bélicos que iban mostrando el frágil equilibrio de esa guerra fría que dividía el mundo en dos bloques.

Durante esos años, no faltó tampoco la comedia romántica y Flor de cactus funcionó bastante bien, todo un éxito en taquilla. El texto de origen era una obra teatral francesa con el mismo título de Barrillet y Gredy, que había sido llevada a los escenarios de Broadway por Abe Burrows.

Esa flor de cactus a la que hace referencia el título es una planta que se encuentra en la mesa de Stephanie Dickinson (Ingrid Bergman), ayudante del dentista Julian Winston (Walter Matthau). Stephanie es una mujer trabajadora, madura y solitaria que ha establecido una rutina laboral y una fidelidad profesional hacia su jefe durante más de diez años. Los dos se han hecho a su manera el uno al otro, inconscientemente. En un principio ese cactus se mantiene vivo, pero con sus pinchos siempre alerta, aunque con el paso del tiempo deja salir una bella flor. No es sino la radiografía de Stephanie una mujer aparentemente distante y fría que deja escapar una personalidad atractiva, inteligente, sensual y cálida.

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Los valientes andan solos (Lonely are the brave, 1962) de David Miller

En Los valientes andan solos, un vaquero contra un mundo moderno y deshumanizado.

Los valientes andan solos atrapa desde su primera imagen. Su principio y su demoledor final construyen un triste círculo que enmarca un western crepuscular. La primera secuencia presenta a un cowboy al aire libre que disfruta de la vida y mira al más allá. De pronto, un ruido demoledor. El cielo es rasgado por tres aviones… Nuestro héroe, John W. Jack Burns (Kirk Douglas), no reniega de la vida del salvaje Oeste; por eso en pleno siglo XX es un forajido, un fuera de la ley, pues prefiere continuar siendo un jinete libre con su yegua indomable y cabezota, que someterse a un mundo que progresa, pero cada vez más deshumanizado. Y la última secuencia cierra su historia de manera brutal, un hombre aterrorizado, Jack, tirado en la cuneta, después de haber sido arrollado por un enorme camión, consciente de que su mundo ha terminado, tras oír cómo acallan el sufrimiento de su yegua de un disparo.

Este héroe desubicado nace de las páginas de la novela de Edward Abbey, El vaquero indomable. Su escritor ya es un tipo de película, hijo de la Gran Depresión, pronto amó la naturaleza y luchó siempre contra la influencia dañina de los seres humanos en los paisajes que quería. Abbey era un apasionado de los amaneceres del Oeste y así lo vertió en sus escritos. Entre sus páginas destilaba la filosofía, otra de sus pasiones. Creía en un anarquismo libre contra la violencia institucional y la frialdad de los Estados. No es de extrañar que creara a ese vaquero indomable, un forajido fuera del sistema y de la burocracia. Este material encandiló a Kirk Douglas, y metió en su aventura al guionista Dalton Trumbo y al director David Miller para crear un buen western.

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