10 razones para amar ¡Qué ruina de función! (Noises off, 1992) de Peter Bogdanovich

¡Qué ruina de función! o cómo entender la comedia en el cine.

Razón número 1: Qué difícil es hacer reír

De ¡Qué ruina de función!, de Peter Bogdanovich, ya escribí un texto hace años en el blog, pero la semana pasada, volví a verla y supe que es de esas películas que amo con locura, así que vuelvo de nuevo a ella para dictar diez motivos por los que merece la pena dejarse llevar y disfrutarla en cada visionado. Y el primero de ellos es constatar una premisa: qué difícil es hacer reír. Creo que la comedia es de las artes más complicadas. Sin duda, provocar una lágrima es más fácil que lograr una carcajada.

Para mí el poder de ¡Qué ruina de función! es que la puedo ver una y otra vez y termino siempre llorando de la risa y ahogándome, porque las carcajadas no me dejan respiro. Pero es que además me atrevería a decir que es una comedia perfectamente construida, una reliquia de la risa y un mecanismo sin fisuras.

Razón número 2: Diversidad de comedia

¿Qué tipos de comedia hay? ¿Qué es lo que provoca la risa? ¿Cuáles son sus secretos? ¿Cómo se construye una comedia? En ¡Qué ruina de función!, Peter Bogdanovich, director de cine, da toda una lección de este género y deja muchas claves para entenderlo. ¿Cómo se provoca una carcajada? Nos puede hacer reír la situación planteada: unos actores que cada función que realizan es un puro desastre. O nos genera risa la actitud del propio personaje ante la vida, su manera de moverse o de recibir una noticia; por ejemplo, la vena cómica de actores como Carol Burnett o John Ritter que a través de su forma de actuar son capaces de generar la risa.

También hay un tipo de interpretación, todo un arte en el cine mudo, que practicaban genios como Chaplin, que podía estar al servicio de la risa: la pantomima, el arte de la representación mediante la mímica, contar algo tan solo con gestos y expresiones. Entre bambalinas, cuando se está representando una obra es necesario el silencio…, todos se tienen que comunicar por mímica…

Pero además el cine ha permitido dentro de la comedia vertientes insospechadas, y todas están reunidas en la película de Bogdanovich. Desde los orígenes del cine, se supo aprovechar la risa que provoca una caída, un buen empujón, un tortazo… Así en el cine mudo, el slapstick puso de relieve la fuerza del humor físico. Lo bien que funciona una buena caída por algo que el personaje es incapaz de esquivar (un sillón) o porque es protagonista de una broma pesada (le atan los cordones de los zapatos).

Y durante los años treinta, cuando ya se dominaba el arte del diálogo en la pantalla, se encontró la eficacia del screwball comedy, la comedia alocada, de conversaciones rápidas y chispeantes, de ritmo acelerado, situaciones absurdas y un sentido del caos muy pronunciado.

Además ¡Qué ruina de función! está dentro de esas películas que tratan el género del teatro dentro del cine… Y la trama principal son unos actores de gira en distintas ciudades y subiéndose a los escenarios con una comedia de enredos, donde la clave es buscar un conflicto por el que los personajes se muevan en el continuo malentendido o equívoco.

Y así podríamos continuar escribiendo y escribiendo sobre cómo Peter Bogdanovich con esta película realiza un verdadero tratado de la comedia. De hecho, en varios de los siguientes puntos que amo de esta película se visibiliza cómo emplea las distintas herramientas que permiten construir una comedia a través del lenguaje cinematográfico.

Razón número 3: El juego que da un plato de sardinas

En esta comedia maravillosa todo arranca con un plato de sardinas. Sí, la obra de teatro que están representando este grupo de actores tiene como motivo cómico un plato de sardinas. Un gag es un recurso, un efecto cómico, que cuando funciona, en este caso dentro de esta película, provoca la carcajada. Y este en concreto es un gag repetitivo. Nunca un plato de sardinas dio tanto juego.

Ese plato de sardinas es un elemento del atrezo, pero a la vez motiva, por repetición y por las distintas maneras para lo que se emplea, que se convierta en un recurso cómico… y según aparece el famoso plato de sardinas, provoca situaciones varias y la risa va en aumento. El plato de sardinas se olvida, está cuando no tiene que estar y viceversa, se cae al suelo o las sardinas terminan encima de la cabeza de alguien… ¡¡¡El espectador está preocupado y expectante por saber qué va a pasar la próxima vez con el bendito plato de sardinas!!!

Lo que pasa es que estamos ante una comedia virtuosa y hay otros tipos de gags sonoros, visuales, repetitivos que hacen su visionado un deleite. También se juega en un momento dado con una botella de alcohol o hay una secuencia divertidísima que se construye con un micrófono y el mensaje repetitivo que avisa al público de cuándo va a dar comienzo la obra…

Razón número 4: Tres niveles

Peter Bogdanovich emplea la estructura clásica de una obra, los tres actos, para construir la película. Así los tres momentos fundamentales que sustentan la historia son: el ensayo general, la representación de la obra entre bambalinas y la representación desastre, donde todo salta por los aires. Cada vez todo es más caótico y, después del caos, regresa el orden y el triunfo, porque el espectáculo siempre debe continuar. Lo bonito de este grupo de actores con su director de obra y los sufridos profesionales y técnicos que están entre bambalinas (los que están detrás del telón para que todo salga adelante) es que siempre representan hasta el final, hasta que baja el telón, aunque todo esté siendo un auténtico desastre.

Pero también hay tres niveles de significado cuando vemos la película y asistimos a cada una de las representaciones. Por una parte, está lo que el público está viendo encima de los escenarios: una obra de enredos. Después, todo lo que acontece entre bambalinas, qué es lo que ocurre tras el telón, durante los momentos de espera hasta que un actor tiene que salir, cómo solucionan problemas que tienen que ir improvisando para salir adelante…, etcétera. Y, por último, está el elemento humano y lo que va haciendo que todo se convierta en un auténtico caos, las relaciones que se establecen entre los actores y también con otros profesionales vinculados, y cómo afecta a las representaciones. Porque además no solo son relaciones profesionales o de amistad, sino que también juega el amor y el desamor.

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Sesión doble de Bryan Forbes. Plan siniestro (Séance on a Wet Afternoon, 1964) / Las esposas de Stepford (The Stepford Wives, 1975)

El universo de Bryan Forbes como director y guionista indaga en las zonas oscuras y ambigüedades de sus personajes con una visión pesimista del ser humano, pero siempre dejando ver su capacidad de supervivencia. Forbes no se pasea por la zona de confort y sus películas se mecen en la incomodidad.

Plan siniestro (Séance on a Wet Afternoon, 1964)

Bryan Forbes y su universo oscuro e incómodo en Plan siniestro.

Plan siniestro abre y cierra con dos sesiones de espiritismo, donde la figura central es Myra (Kim Stanley), la médium. Myra es un personaje femenino complejo, pues nunca sabemos si es una fría farsante, si es una persona con graves problemas de salud mental y aires de grandeza, si es alguien marcada por un fuerte trauma, si realmente tiene ese don de comunicarse con el más allá o si se enfrenta día a día con los fantasmas y uno muy cercano domina su vida. De una sesión a otra, hay una historia, pero Myra continuará siendo un enigma.

Esta historia es brutal e inquietante (que se disfruta más si no se sabe nada de la trama), porque Myra además vive una relación de absoluta dependencia emocional con su esposo Billy (Richard Attenborough), un hombre apocado y enfermizo (con un asma que le impide trabajar), que termina siempre arrastrado por todas las decisiones de su mujer, tampoco sabemos si llevado por la debilidad o por un amor desesperado y mal entendido.

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Historias veraniegas (4). Por qué el cine me sigue gustando

 

Por qué me gusta el cine: A Gena Rowlands, igual la admiro en cine independiente puro y duro como Una mujer bajo la influencia que en un cine más comercial como El diario de Noa.

A veces una necesita seguir reforzándose y preguntarse una y otra vez por qué le gusta el cine. Y, bueno, hoy se me ocurren diez puntos.

1. Me entero de la muerte de la actriz Gena Rowlands a sus 94 años. Musa de su esposo y de su hijo. La intérprete fue el rostro del cine independiente puro y duro de la mano de John Cassavetes. Y también fue el rostro de uno de los títulos más taquilleros de su hijo Nick Cassavetes, un drama romántico alejado totalmente del cine que hacía su padre. Pues bien, soy capaz de deleitarme con la Rowlands maravillosa de Una mujer bajo la influencia, una intérprete que arriesga en cada secuencia.

Y derretirme y emocionarme con esa mujer aquejada de alzhéimer (lo que finalmente padeció en la vida real) en El diario de Noa, protagonizando un drama romántico en El diario de Noa. Me gusta el cine que arriesga y el que forma parte de lo que llaman cultura popular, que también hay de la buena. Me gusta acercarme a las películas sin prejuicio alguno y solo a partir de ahí analizarlas.

2. El otro día me apetecía desconectar totalmente del mundo y pude hacerlo a través de dos películas que me hicieron recordar lo que me entusiasma el género de aventuras cuando está bien hecho. Así me ocurrió ante Los tres mosqueteros: D’ Artagnan y Los tres mosqueteros: Milady de Martin Bourboulon. Cómo me gusta el cine de género, cuánto puedo disfrutar de él y qué maravilla cuando se hace bien. Aventuras, buena ambientación, una galería de actores de esas que no dejas de decir: «¡Anda!, pero mira quién está aquí»…

En el momento del estreno, se decía que sí que eran buenas, pero que Bourboulon no aportaba nada al género y, qué queréis que os diga, en este caso no me importó en absoluto la no innovación, solo buscaba pasármelo bien. En este doblete además también uno puede analizar ese complejo mundo que es el de las adaptaciones literarias a la pantalla. ¿El director capta el espíritu del libro? ¿Qué aporta? ¿Y si aporta, merece la pena? De nuevo, como ocurre en otras versiones cinematográficas, el personaje más atractivo y con el que más se atreve a innovar esta adaptación cinematográfica es con Milady… No solo desconecté, sino que no respiré durante horas enganchada a la historia que me estaban contando en la pantalla.

3. Últimamente no estoy pudiendo ir mucho a la sala de cine a ver producciones de estreno. El otro día me acerqué a un cine y decidí apostar por un director al que suelo ser fiel siempre que puedo: Robert Guédiguian. Le prometí fidelidad eterna cuando le descubrí con Marius y Jeanette en 1997. Pues bien ha estrenado Que la fiesta continúe. Es una de las películas que rueda en su adorada ciudad de Marsella sobre la buena gente que sigue creyendo en cambiar el mundo, en vivir en comunidad y en las virtudes de la militancia social.

Durante décadas lleva trabajando con su esposa Ariane Ascaride y sus amigos Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan como intérpretes, así como una troupe de actores que se van incorporando en las distintas producciones. ¿La disfruté? Sí, mucho. Bajo esa columna donde descansa el busto de Homero (el leitmotiv de su nuevo largometraje), Guédiguian es otro poeta épico de los que normalmente no suelen ser portada de los periódicos ni encabezan las noticias a no ser que formen parte de las estadísticas.

Por qué me gusta el cine: Dadme una buena película de aventuras (como la última versión de Los tres mosqueteros) que me desconecte del mundo y hacedme feliz.

4. Durante este mes de agosto, estoy escribiendo distintos textos de cine, si no es para el blog para otros proyectos que van surgiendo o para la única red social donde se me puede encontrar. Siempre por placer. Y aunque a veces sufro o me agobio, porque me gustaría que los días tuviesen más horas y los años más meses, cuando estoy en el proceso de escribir un texto de cine es cierto que lo disfruto a tope. Me encanta desde la concepción de la idea hasta su plasmación en papel y el proceso creativo para ir dándole forma.

Y sea cual sea el resultado: unas veces, bueno; otras, regular y otras, malo…, esas horas que estoy concentrada en la creación soy feliz. Y si tiene que ver con el cine y todo lo que le rodea más aún. Sí, el cine me inspira y me hace escribir. Y eso para mí es bueno. Además sé que todavía no he hecho ese texto o ese libro que diga esto es el top, es realmente bueno. Bastante suerte he tenido con haber podido publicar (siempre intentando hacerlo lo mejor que puedo y tomándomelo muy en serio), porque solo escribiendo y escribiendo, se aprende. Estoy orgullosa de muchas cosas de las que he escrito, pero sé que todavía puedo dar mucho más.

5. Sigo la estela del punto anterior. Casi el mismo placer que me provoca escribir sobre cine, me lo provoca leer un buen ensayo, reportaje, entrevista, texto, novela, cuento que trate este tema en cuestión. Hay textos de cine que para mí han supuesto no solo un disfrute, sino pequeñas revelaciones. Sería capaz de realizar una enorme lista con literatura cinéfila u obras cinematográficas que me han hecho pasar buenos momentos. Todo empezó hace muchísimos años cuando disfruté de un coleccionable de Diario 16 sobre la historia del cine o mi madre me conseguía los artículos que escribía cada semana Terence Moix sobre actores y sobre historia del cine. Estos textos fomentaron mi gusto por leer todo lo que cayera en mis manos relacionado con el séptimo arte.

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Historias veraniegas (2). Camelot, un musical extremadamente romántico

Lancelot, Arturo y Ginebra, los tres protagonistas de Camelot. Los reyes de la utopía y el germen de la destrucción…

Sí, Camelot es un musical extremadamente romántico y también amado, porque cada vez que lo revisito me envuelve primero una alegría sin igual para hundirme después en una tristeza trágica. Así he vuelto hacerlo en una calurosa tarde de verano. Y su visionado me hizo llorar. Camelot es una celebración que después se convierte en una sinfonía de traición, muerte y desolación. Solo queda una especie de esperanza final, porque sobrevive la leyenda. La idea de la utopía.

Lo dirigió Joshua Logan en 1967, un director que siempre ha dejado huella de un romanticismo extremo en las pocas películas que dirigió. Imposible no dejarse llevar por el trotamundos y la joven pueblerina en Picnic, por la cabaretera de poca monta y el vaquero paleto en Bus Stop, por el militar estadounidense que se enamora hasta las trancas de una bailarina japonesa en plena guerra de Corea en Sayonara, por la joven del puerto y el marinero que la abandona en Fanny o ese trío especial que logran cierta convivencia pacífica en el lejano oeste en La leyenda de la ciudad sin nombre.

Camelot, el musical, fue todo un éxito en los escenarios de Broadway. Un libreto de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, que arrasó con sus tres protagonistas: la voz maravillosa de Richard Burton, una jovencísima Julie Andrews y el bello Robert Goulet. Ahí estaban el rey Arturo, Ginebra y Lancelot consiguiendo que el público se empapara con cada una de sus canciones y se sumergieran en ese mundo de leyenda que suponía Camelot.

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Hunted (Hunted, 1952) de Charles Crichton

Hunted, una película que muestra una relación especial, con química, entre un niño y un delincuente.

Hunted, cazado, cazar una buena película. De pronto en la filmografía de algunos directores se encuentran perlas perdidas. Al realizador británico Crichton se le recuerda, sobre todo, por sus grandes comedias con el sello de los estudios Ealing. La divertidísima Oro en barras o Los apuros de un pequeño tren. De hecho, se despidió del cine a finales de los ochenta con una gran comedia, Un pez llamado Wanda. Sin embargo, al echar un vistazo a su obra se descubre otro hilo conductor interesante. En varias de sus películas los niños y los adolescentes tienen un protagonismo especial.

Y entre esas películas se encuentra Hunted. Es un filme breve e intenso, donde no falta ni sobra nada, y su secreto es la química y la relación íntima que se establece entre Robbie (Jon Whiteley), un asustadizo niño de seis años, y Chris (Dirk Bogarde), un marinero que ha asesinado a un hombre.

En ochenta y cuatro minutos y con una economía narrativa envidiable, Crichton, de manera maestra, cuenta la historia de Chris y Robbie. Dos seres humanos maltratados por la vida, solitarios e inadaptados que se encuentran por las calles de un Londres de posguerra y emprenden una huida hasta Escocia. Los dos solitarios aprenden no solo a acompañarse, sino también a quererse de una manera auténtica. Chris trata de huir para eludir responsabilidades por el asesinato cometido y detrás va Robbie, que también huía del hogar de sus padres adoptivos.

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Brighton Rock (Brighton Rock, 1947) de John Boulting

Brighton Rock, una llave para entrar en el universo cinematográfico de Graham Greene.

Brighton Rock o también Young Scarface es una película que me ha interesado por varios motivos. Primero, la oportunidad de conocer una de las obras cinematográficas de los gemelos Boulting, John y Roy, dos hermanos que contribuyeron a un episodio creativo bastante desconocido del cine británico. Segundo, la relación del novelista Graham Greene con el mundo del cine, no solo por la adaptación de sus novelas a la pantalla, sino también por su conexión directa con el medio y su implicación en los guiones. En este este caso es una adaptación de la obra que inauguraría sus novelas con temática católica y dilemas morales, pero además el escritor estuvo implicado en la película y en la construcción del guion.

Tercero, la oportunidad de seguir descubriendo a Richard Attenborough como actor, puesto que su papel más popular fue en Parque Jurásico, cuando ya era bastante mayor, y muchas veces no se tiene en cuenta que tenía una larga trayectoria como intérprete en el cine británico. Y cuarto y último motivo, pese a no ser una película redonda (con algunos cabos sueltos), es un buen ejemplo de puro cine negro británico con momentos muy interesantes cinematográficamente hablando y acompañaba esa tristeza y desesperanza de un país que acababa de salir de una dura guerra.

Graham Greene publica Brighton Rock en 1938 y nueve años después la novela es adaptada para una pantalla de cine. No obstante, la novela se había convertido ya en obra teatral y había subido a un escenario teatral británico en 1943. Es más, el Pinkie del escenario fue el mismo que protagonizó la película: un joven Richard Attenborough. Al novelista no le gustó el trabajo del actor en el teatro y no estaba muy contento con que este fuese también elegido para la película. Sin embargo, cuando vio el largometraje, quedó tan encantado con la composición del personaje por parte de Attenborough, que le escribió una carta haciéndoselo saber.

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Redescubriendo clásicos (6). Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990) de Peter Weir / La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994) de Roman Polanski

Matrimonio de conveniencia y La muerte y la doncella; sí, hay películas de los años noventa que fui a ver al cine y desde ese momento me han acompañado toda la vida, aunque muchos años después no haya podido volver a adentrarme en ellas. Últimamente he tenido la oportunidad de disfrutar de nuevo de ellas y comprobar además que han vuelto a entusiasmarme. Curiosamente, no son las más recordadas de las filmografías de ambos realizadores, tanto de Weir como de Polanski, pero se quedaron para siempre en mi cabeza.

La primera está dentro de ese género tan denostado, pero que yo reivindico, y una de sus épocas doradas: la comedia romántica moderna. El boom llegó definitivamente con Hechizo de luna y, sobre todo, Cuando Harry encontró a Sally. Peter Weir deleitó con una comedia romántica muy especial.

La segunda es una adaptación de una obra de teatro y profundiza en la naturaleza humana más oscura y en las relaciones de poder extremas. A mi parecer es una de las joyas de la filmografía de Polanski.

Por último, las dos películas, Matrimonio de conveniencia y La muerte y la doncella, sirven también para debatir sobre un tema extremadamente interesante y complejo: la obra creativa y sus creadores. ¿En qué sentido? ¿El comportamiento, pensamientos, ideología, acciones de un creador invalidan su obra? No es un tema nada fácil. El actor Gérard Depardieu y Roman Polanski son dos artistas que han generado durante años kilómetros de informaciones controvertidas alrededor de su vida privada, que ha provocado un alejamiento del análisis y percepción de su obra como intérprete y director.

Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990) de Peter Weir

Dedicado especialmente a Tren de sombras

Matrimonio de conveniencia es una comedia romántica de los noventa que pide a gritos una reivindicación.

La estructura de Matrimonio de conveniencia es una delicia. La historia transcurre en la ciudad de Nueva York, pero el leitmotiv que une a los dos personajes es África. Los títulos de crédito arrancan con un poderoso solo de percusión de un joven afroamericano con un cubo de pintura y unas baquetas en el metro. Es la llamada a dejarse llevar por impulsos humanos, poderosos e inevitables. La protagonista escucha esa llamada mientras compra una flor en un puesto lleno de colores naturales. Brontë (Andie MacDowell) se sube al tren y acude a una cita que cambiará su vida: se dirige al café Afrika. Allí ha quedado con un amigo para celebrar un matrimonio por conveniencia con George Faurè (Gérard Depardieu), un inmigrante francés.

Los motivos para este matrimonio de conveniencia obviamente son muy diferentes. Ella necesita un certificado matrimonial para que los conservadores propietarios le concedan el alquiler de un ático de ensueño con un invernadero y una terraza que le permiten el cuidado de plantas y flores, su pasión y profesión. Él quiere emprender una nueva vida en Nueva York y necesita cuanto antes el permiso de residencia. Formalizan el matrimonio para no verse nunca más, solo les interesa el papel. Obviamente no será así: una inspección de dos funcionarios del departamento de inmigración les unirá de nuevo durante un fin de semana para prepararse una entrevista y demostrar que no están juntos por conveniencia. Esta preciosa comedia romántica está servida.

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Redescubriendo clásicos (5). Barreras invisibles (Invisible Stripes, 1939) de Lloyd Bacon / El camino del pino solitario (The Trail of the Lonesome Pine, 1936) de Henry Hathaway

Barreras invisibles (Invisible Stripes, 1939) de Lloyd Bacon

En Barreras invisibles dos amigos con amistad leal y transparente se nos presentan de una manera muy especial… En la ducha antes de conseguir la libertad.

Lloyd Bacon se pone al frente de una entretenida historia con un montón de detalles que enriquecen la propuesta. Es un largometraje con tintes sociales, habituales en la Warner, y con dos potentes tramas principales: una de amistad y otra fraternal. Es una película con apariencia de puro cine de gánsteres, en su ritmo y personajes, pero con mucho más fondo.

Barreras invisibles está muy bien contada y tiene un reparto, sobre todo masculino, del que se extrae mucho jugo. El trío protagonista está formado por dos tipos duros y un joven actor en ciernes que tardaría en alcanzar el estrellato, pero que desde sus primeras apariciones dejaba ver su versatilidad y carisma. George Raft, Humphrey Bogart y un jovencísimo William Holden se empapan de tres personajes que dan rienda suelta a un montón de emociones por parte del espectador.

La historia arranca con la salida de la cárcel después de una estancia larga de dos delincuentes: Cliff Taylor (George Raft) y Charles Martin (Humphrey Bogart). Ya dice mucho la manera de presentarlos. Dándose una ducha, totalmente desnudos para todos, mostrando una amistad basada en la confianza mutua y en la transparencia. Toman caminos diferentes, pero no se traicionarán y serán leales el uno al otro. Cliff trata de incorporarse a la sociedad buscando un trabajo honrado. Charles sabe que no tiene oportunidad alguna y no duda en que va a delinquir de nuevo.

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10 razones para amar Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, 1954) de Stanley Donen

Siete novias para siete hermanos. Las novias esperando la primavera en una cabaña aislada.

Razón número 1: Un disco de vinilo

Mi infancia está unida a muchos recuerdos bonitos. Y uno de ellos tiene que ver con un vinilo. Los domingos por la mañana mis hermanos y yo dormíamos hasta más tarde. Mis padres para que fuéramos abriendo los ojos nos ponían música y uno de los vinilos más empleados era el de la banda sonora de Siete novias para siete hermanos. Según íbamos amaneciendo al son de las canciones, también nos llegaba desde la cocina el delicioso olor de las tortillas francesas con bonito que nos estaban preparando para desayunar.

Razón número 2: Un recuerdo materno

Uno de los recuerdos de la infancia de mi madre tiene que ver con Siete novias para siete hermanos. Mis abuelos la llevaban mucho al cine y aquel día eligieron para ir con ella el musical de Stanley Donen. Compraron las entradas en taquilla y se disponían a pasar felices una tarde de cine… Entonces en la puerta, recriminaron a mi abuelo que cómo era tan imprudente de llevar a una niña a una película así, que sus protagonistas salían en ropa interior, que cómo se atrevía… Así que mis abuelos se murieron de la vergüenza y mi madre se quedó sin ver la película.

Razón número 3: Stanley Donen

Es uno de mis directores amados, porque varias de sus películas han fomentado mi amor por el cine clásico. ¡¡¡Está detrás de Cantando bajo la lluvia!!! Me sorprendió otra vez cuando descubrí hace doce años Juego de pijamas, un musical a mi parecer innovador donde los protagonistas son los empleados de una fábrica que se pone en huelga para conseguir mejoras laborales. Hubo una época que me vi prácticamente toda la filmografía de Audrey Hepburn y Donen tienen tres títulos con ella que figuran entre mis favoritos: Charada, tremendamente divertida; Una cara con ángel, estéticamente impecable y, por supuesto, una de las comedias románticas que más amo, Dos en la carretera. Pero también Donen fue un pionero en el tratamiento de ciertos temas y en 1969 contó la historia de dos hombres que son pareja desde hace treinta años en La escalera.

Siete novias para siete hermanos. Cada uno de los intérpretes de esta película consiguieron no caer en olvido por esta película.

Razón número 4: De cantantes y bailarines

Siete novias para siete hermanos tiene un reparto de cantantes y bailarines que dejan un buen recuerdo. De hecho los siete hermanos Pontipee forman parte de los recuerdos cinéfilos de los que amamos el género. Los siete atractivos solteros que viven aislados en plena naturaleza, rudos, salvajes y maleducados, que, de pronto, «aprenden» a comportarse en sociedad tienen rostros de cantantes y bailarines (menos uno del que hablaremos en el próximo apartado).

El primogénito, Adam, es Howard Keel. De los musicales de Broadway como cantante saltó a la Metro y prestó su voz a más de un musical clásico (Magnolia o Bésame, Kate), aunque también trabajó en muchas películas que no alcanzaron tal estatus. Curiosamente adquirió la mayor popularidad de su carrera cuando trabajó en la serie Dallas. El hermano pequeño, Gideon, es el popular y magnífico bailarín Russ Tamblyn. Sería también el inolvidable Jeff en West Side Story, pero también es recordado como actor en melodramas como Vidas borrascosas o en la serie Twin Peaks.

Mi hermano Pontipee favorito, Frank, fue un gran bailarín, Tommy Rall. Se puede seguir su pista en Mi hermana Elena o también Bésame, Kate. Los otros tres hermanos: Caleb, Daniel y Ephraim fueron también tres bailarines con interesantes carreras en este campo: Matt Mattox (parece ser que fue considerado un experto en la disciplina de danza jazz), Marc Platt y Jacques d’Amboise.

Entre las novias destacan, la esposa de Adam, Milly. El papel fue para Jane Powell, cantante y bailarina. También estuvo presente en otro recordado musical, Bodas reales, donde Fred Astaire bailaba hasta en los techos… Las otras novias también tenían como profesión el baile, el canto o solo la actuación, pero tan solo una de ellas alcanzó cierto recuerdo (como veremos en el próximo apartado). Ellas fueron Ruta Lee (Ruth), Virginia Gibson (Liza), Nancy Kilgas (Alice), Betty Carr (Sarah) y Norma Doggett (Martha).

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Redescubriendo clásicos (4). 36 horas (36 Hours, 1965) de George Seaton /La llave (The key, 1958) de Carol Reed

Estas dos películas no son redondas, pero proponen dos miradas diferentes hacia la Segunda Guerra Mundial, cuentan con unos repartos atractivos y además tienen momentos de buen cine, sobre todo porque atrapan durante su visionado. Es una manera de valorar las labores en la dirección de dos realizadores, George Seaton y Carol Reed, de los que no se suele hablar o escribir en exceso (un poco más reconocido Carol Reed, sobre todo porque es recordado por El tercer hombre).

36 horas (36 Hours, 1965) de George Seaton

Una trepidante aventura de espionaje bajo la dirección de George Seaton.

36 horas es una entretenida película de espías, donde no molesta nada lo inverosímil del relato. Te atrapa tanto, que te metes de lleno en la trampa. La idea parte de un relato corto de Roald Dahl, Cuidado con el perro, que luego se adapta libremente. George Seaton ya había mostrado su buen hacer con el cine de espías con Espía por mandato y aquí vuelve otra vez a deleitarnos con una propuesta ingeniosa.

La premisa es muy curiosa y te va atrapando desde el minuto uno. Tan solo quedan unos días para el desembarco de Normandía y los altos cargos militares de los servicios de inteligencia americanos están preocupados por si los servicios de espionaje alemanes logran finalmente dar con sus planes y con la fecha prevista. Uno de los oficiales viaja hasta Portugal, como si estuviese haciendo su trabajo habitual, para no levantar sospechas, pero una vez allí es drogado y secuestrado por los alemanes. ¿El motivo? Montan un dispositivo increíble para que el oficial crea al despertar que está en un hospital militar americano y que hace ya unos cuántos años que ha terminado la guerra, pero que sufre un tipo amnesia del que se está recuperando.

De esta manera y ganándose su confianza la enfermera que le cuida y el doctor que le trata, pretenden sonsacarle toda la información posible sobre los planes para el desembarco de Normandía. Pero nuestro oficial poco a poco va percibiendo algunos detalles que le van haciendo dudar y la aventura ya está servida.

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