10 razones para amar ¡Qué ruina de función! (Noises off, 1992) de Peter Bogdanovich

¡Qué ruina de función! o cómo entender la comedia en el cine.

Razón número 1: Qué difícil es hacer reír

De ¡Qué ruina de función!, de Peter Bogdanovich, ya escribí un texto hace años en el blog, pero la semana pasada, volví a verla y supe que es de esas películas que amo con locura, así que vuelvo de nuevo a ella para dictar diez motivos por los que merece la pena dejarse llevar y disfrutarla en cada visionado. Y el primero de ellos es constatar una premisa: qué difícil es hacer reír. Creo que la comedia es de las artes más complicadas. Sin duda, provocar una lágrima es más fácil que lograr una carcajada.

Para mí el poder de ¡Qué ruina de función! es que la puedo ver una y otra vez y termino siempre llorando de la risa y ahogándome, porque las carcajadas no me dejan respiro. Pero es que además me atrevería a decir que es una comedia perfectamente construida, una reliquia de la risa y un mecanismo sin fisuras.

Razón número 2: Diversidad de comedia

¿Qué tipos de comedia hay? ¿Qué es lo que provoca la risa? ¿Cuáles son sus secretos? ¿Cómo se construye una comedia? En ¡Qué ruina de función!, Peter Bogdanovich, director de cine, da toda una lección de este género y deja muchas claves para entenderlo. ¿Cómo se provoca una carcajada? Nos puede hacer reír la situación planteada: unos actores que cada función que realizan es un puro desastre. O nos genera risa la actitud del propio personaje ante la vida, su manera de moverse o de recibir una noticia; por ejemplo, la vena cómica de actores como Carol Burnett o John Ritter que a través de su forma de actuar son capaces de generar la risa.

También hay un tipo de interpretación, todo un arte en el cine mudo, que practicaban genios como Chaplin, que podía estar al servicio de la risa: la pantomima, el arte de la representación mediante la mímica, contar algo tan solo con gestos y expresiones. Entre bambalinas, cuando se está representando una obra es necesario el silencio…, todos se tienen que comunicar por mímica…

Pero además el cine ha permitido dentro de la comedia vertientes insospechadas, y todas están reunidas en la película de Bogdanovich. Desde los orígenes del cine, se supo aprovechar la risa que provoca una caída, un buen empujón, un tortazo… Así en el cine mudo, el slapstick puso de relieve la fuerza del humor físico. Lo bien que funciona una buena caída por algo que el personaje es incapaz de esquivar (un sillón) o porque es protagonista de una broma pesada (le atan los cordones de los zapatos).

Y durante los años treinta, cuando ya se dominaba el arte del diálogo en la pantalla, se encontró la eficacia del screwball comedy, la comedia alocada, de conversaciones rápidas y chispeantes, de ritmo acelerado, situaciones absurdas y un sentido del caos muy pronunciado.

Además ¡Qué ruina de función! está dentro de esas películas que tratan el género del teatro dentro del cine… Y la trama principal son unos actores de gira en distintas ciudades y subiéndose a los escenarios con una comedia de enredos, donde la clave es buscar un conflicto por el que los personajes se muevan en el continuo malentendido o equívoco.

Y así podríamos continuar escribiendo y escribiendo sobre cómo Peter Bogdanovich con esta película realiza un verdadero tratado de la comedia. De hecho, en varios de los siguientes puntos que amo de esta película se visibiliza cómo emplea las distintas herramientas que permiten construir una comedia a través del lenguaje cinematográfico.

Razón número 3: El juego que da un plato de sardinas

En esta comedia maravillosa todo arranca con un plato de sardinas. Sí, la obra de teatro que están representando este grupo de actores tiene como motivo cómico un plato de sardinas. Un gag es un recurso, un efecto cómico, que cuando funciona, en este caso dentro de esta película, provoca la carcajada. Y este en concreto es un gag repetitivo. Nunca un plato de sardinas dio tanto juego.

Ese plato de sardinas es un elemento del atrezo, pero a la vez motiva, por repetición y por las distintas maneras para lo que se emplea, que se convierta en un recurso cómico… y según aparece el famoso plato de sardinas, provoca situaciones varias y la risa va en aumento. El plato de sardinas se olvida, está cuando no tiene que estar y viceversa, se cae al suelo o las sardinas terminan encima de la cabeza de alguien… ¡¡¡El espectador está preocupado y expectante por saber qué va a pasar la próxima vez con el bendito plato de sardinas!!!

Lo que pasa es que estamos ante una comedia virtuosa y hay otros tipos de gags sonoros, visuales, repetitivos que hacen su visionado un deleite. También se juega en un momento dado con una botella de alcohol o hay una secuencia divertidísima que se construye con un micrófono y el mensaje repetitivo que avisa al público de cuándo va a dar comienzo la obra…

Razón número 4: Tres niveles

Peter Bogdanovich emplea la estructura clásica de una obra, los tres actos, para construir la película. Así los tres momentos fundamentales que sustentan la historia son: el ensayo general, la representación de la obra entre bambalinas y la representación desastre, donde todo salta por los aires. Cada vez todo es más caótico y, después del caos, regresa el orden y el triunfo, porque el espectáculo siempre debe continuar. Lo bonito de este grupo de actores con su director de obra y los sufridos profesionales y técnicos que están entre bambalinas (los que están detrás del telón para que todo salga adelante) es que siempre representan hasta el final, hasta que baja el telón, aunque todo esté siendo un auténtico desastre.

Pero también hay tres niveles de significado cuando vemos la película y asistimos a cada una de las representaciones. Por una parte, está lo que el público está viendo encima de los escenarios: una obra de enredos. Después, todo lo que acontece entre bambalinas, qué es lo que ocurre tras el telón, durante los momentos de espera hasta que un actor tiene que salir, cómo solucionan problemas que tienen que ir improvisando para salir adelante…, etcétera. Y, por último, está el elemento humano y lo que va haciendo que todo se convierta en un auténtico caos, las relaciones que se establecen entre los actores y también con otros profesionales vinculados, y cómo afecta a las representaciones. Porque además no solo son relaciones profesionales o de amistad, sino que también juega el amor y el desamor.

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Robin Williams, una batalla contra el miedo

Robin Williams en su batalla contra el miedo en El mejor padre del mundo.

En el reciente documental El deseo de Robin (Robin’s Wish, 2020), de Tylor Norwood, en un momento determinado se menciona uno de los deseos que tuvo el actor para la posteridad: “Quiero ayudar a la gente a tener menos miedo”. Ese es el legado que quería transmitir. Y, de pronto, fui consciente de que la carrera de Williams podía analizarse y construirse a través de esa premisa. Combinó su carrera de actor cinematográfico con los escenarios, donde se subía como rey de la improvisación en el arte de los monólogos cómicos (stand up). Sus instrumentos de trabajo eran su voz, su mente veloz, y la transformación constante de su rostro y cuerpo para los personajes que llevaba a cabo. Todo al servicio de batallar contra los miedos humanos. Una batalla a la que tuvo que enfrentarse él mismo durante sus últimos años cuando sufrió una enfermedad que no le fue diagnosticada hasta después de su fallecimiento, en trágicas circunstancias: un tipo de demencia degenerativa (demencia con cuerpos de Lewy).

Uno de sus últimos trabajos cinematográficos más impactantes y valientes fue una triste e irreverente tragicomedia negra, muy negra: El mejor padre del mundo (World’s Greatest Dad, 2009), de Bobcat Goldthwait. La película cuenta la historia de un hombre fracasado, Lance Clayton, cuyo mayor miedo es la soledad. Lance es un tipo con una existencia gris: su convivencia con su hijo Kyle, es de todo menos idílica. El adolescente es oscuro, desagradable y absolutamente demoledor con su padre, además de ser bastante odiado, a pulso, en el instituto. Por otra parte, Lance es un profesor de poesía, en absoluto popular, con clases vacías y un frustrado escritor, que nada de lo que plasma en papel es publicado. Tiene una relación con una profesora, pero esta prefiere que se mantenga en secreto. Y sus relaciones con el director y otros compañeros del centro nunca saltan a mayores, pero no son fáciles. De pronto su vida tiene el giro más trágico que uno pueda imaginar, pero este paradojicamente le permite cumplir muchos de sus sueños, sustentados por una mentira. Al final del recorrido, tiene un momento absolutamente liberador, donde Robin Williams se desnuda ante la cámara (en todos los sentidos), para descubrir que es “mejor estar solo que rodeado de personas que te hagan sentir solo”.

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Tiempo de comedia (3). Rufufú (I soliti ignoti, 1958) de Mario Monicelli / Atraco a la tres (1962) de José María Forqué

Rufufú (I soliti ignoti, 1958) de Mario Monicelli

Rufufú, o la narración del robo de un grupo de entrañables perdedores italianos.

No hay duda, los italianos son muy buenos en la tragicomedia. Y un buen ejemplo es Mario Monicelli y Rufufú. El director italiano maneja un guion donde se modela y se quiere a cada uno de sus personajes: humildes, de los bajos fondos, pícaros y supervivientes, cada uno a su manera. Y los coloca en su hábitat natural, la ciudad: nos colamos en sus viviendas, en las callejuelas, en las cárceles, en los orfanatos, en lo alto de los edificios (sus terrazas)… Durante un poco más de hora y media formamos parte de la vida de Peppe, Cosimo, Capannelle, Mario, Tiberio, Dante, Michele…

Cada uno con su historia particular: un boxeador sin éxito, un ladrón de poca monta en la cárcel con aires de mafioso, un huérfano que sobrevive con trabajos precarios y chanchullos, un fotógrafo sin empleo y padre de familia, un abuelo superviviente y otro que es un ladrón de la vieja escuela… También hay una galería de damas que les acompañan en la supervivencia: la hermana encerrada en casa para garantizar una buena boda, las empleadas del orfanato que son improvisadas madres, la pareja del ladrón de poca monta, la sirvienta que sirve de cebo (pero que enamora a uno de ellos), la esposa encarcelada por traficar con tabaco…

Como indica la traducción del título al castellano, una de sus fuentes es Rififí, de Jules Dassin, o, mejor dicho, todas aquellas películas de cine negro de atracadores que tratan de llevar a cabo un plan… y sus aciagos destinos (La jungla de asfalto o Atraco perfecto), todo un género en sí mismo. Pero también se inspira muy libremente en un relato corto de Italo Calvino (que puede leerse en Internet), Robo en una pastelería.

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Las mariposas son libres (Butterflies are free, 1972) de Milton Katselas

Las mariposas son libres

Jill y Don crean su propio universo nada más conocerse.

Hay películas pequeñas y olvidadas que de pronto las ves una tarde y te la alegran. Y eso es lo que me ha pasado con Las mariposas son libres. La película es una adaptación de una obra de teatro de Leonard Gershe, y este mismo escribió también el guion. De hecho parte del equipo repitió aventura en la pantalla blanca (el dramaturgo, el director de la obra de teatro y dos de sus actores). Del escenario de teatro a las salas de cine. Los protagonistas de la película son Goldie Hawn, que se estaba convirtiendo en toda una estrella; Edward Albert, que logró buenas críticas en su primer papel protagonista y que he descubierto que era el hijo de un actor al que tengo gran cariño, Eddie Albert, al que recordaréis como el amigo fotógrafo del personaje de Gregory Peck en Vacaciones en Roma; y Eileen Heckart, una secundaria de lujo, que ganó un oscar por su papel en esta película. Si hablo de los actores es porque en este tipo de películas son la clave, y las conversaciones y las relaciones que establecen entre sí son lo que hacen avanzar la trama. En este caso, los personajes nos conducen por una comedia romántica con alguna lágrima. Y los tres están maravillosos como Jill, una chica de 19 años, divertida y alocada, que en su día fue hippy y con un miedo atroz a atarse y al compromiso; como Don, un joven ciego de 21 años, que trata de vivir su vida e independizarse de su madre y que sueña con ser cantante; y la señora Baker, madre de Don, que no lleva bien el desapego de un hijo al que ha protegido y cuidado siempre y que no querría que sufriera por nada del mundo.

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Minicríticas. Un paseo por rostros del cine clásico

Sidney Poitier. Los lirios del valle (Lilies of the field, 1963) de Ralph Nelson

Una canción de gospel, Amen; un buscavidas negro y baptista con un coche por vivienda; y cinco monjas que han huido de la Alemania del Este sin un duro y tratando de aprender inglés se encuentran en un desértico paisaje de Arizona, frontera con México. Son los ingredientes de Los lirios del valle, una película sencilla, de miradas y silencios y diálogos certeros. Homer Smith se queda sin agua para su coche y para en una humilde granja; allí la madre María lo ve como un enviado del cielo para construir una capilla. Ralph Nelson rueda una pequeña parábola humanista alrededor de unos versículos de San Mateo: “Y del vestido, ¿por qué os preocupáis? Observad cómo crecen los lirios del campo, no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos”. Y Sidney Poitier despliega todo su encanto como un tipo vital que se termina implicando con las hermanas y con las personas de los alrededores para levantar una pequeña capilla, sin contar con apenas medios. En torno a Homer y las hermanas, surgen personajes secundarios que conforman una atractiva galería: el dueño de un bar, el sacerdote irlandés o el constructor (que tiene el rostro del propio director de la película). Poitier con su papel de Homer ganó un Oscar de la academia como protagonista. Un Oscar histórico, pues fue el primero concedido a un actor negro en el rol de protagonista. Un actor que apostó por romper con los estereotipos de representación de los afroamericanos en las pantallas de cine. Habían pasado más de treinta años desde que Hattie McDaniels recibió uno como secundaria por su papel en Lo que el viento se llevó.

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Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Senjo no Merry Christmas, 1983) de Nagisa Ôshima

Feliz Navidad, Mr Lawrence

Un beso que provoca un tsunami emocional en Feliz Navidad, Mr Lawrence

“Feliz Navidad, Mr. Lawrence”, grita un sonriente sargento Hara (Takeshi Kitano) al comandante Lawrence (Tom Conti). Sus ojos parecen que van a llorar, pero se contiene. Y su imagen se queda congelada. Así termina Feliz Navidad, Mr. Lawrence, una película del japonés Nagisa Ôshima, que transcurre en un campo de prisioneros en la isla de Java durante la Segunda Guerra Mundial. Pero durante cerca de dos horas muchas cosas han ocurrido hasta que acontece toda la emocionante y triste secuencia final. Y ni el sargento Hara ni el coronel Lawrence son los mismos. La situación ha cambiado desde que se dijeron la última vez “Feliz Navidad”, pero en ese cambio de roles de poder…, nada es tan fácil de comprender. Así cuando Hara le dice que no entiende su condena, pues sus crímenes no fueron distintos a los de otros; con pena, el humanista coronel, que ha tratado de entender a unos y a otros, le dice: “Es usted una víctima de los hombres que creen tener la razón, al igual que un día usted y el capitán Yonoi pensaron que la poseían. Y la verdad es que nadie tiene razón”. Feliz Navidad, Mr. Lawrence es de esas películas extrañas, que son imperfectas, pero que tienen un halo hipnotizador que no permite retirar la vista de ellas y que dejan un poso, una huella, que las convierte en inolvidables.

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Superproducciones a la española. Palmeras en la nieve (2015) de Fernando González Molina/La sombra de la ley (2018) de Dani de la Torre

Cuáles son los ingredientes de toda superproducción que se precie, además de un gran presupuesto. Una gran historia con épica y amor. Puede ser una adaptación de la última novela de éxito o una historia de creación propia (con guion original). Si tiene varios escenarios, ambientación de lujo y bella música de fondo…, mejor que mejor. Una historia particular e íntima enmarcada en grandes acontecimientos…, por ejemplo. En el reparto no pueden faltar las estrellas ni los buenos secundarios que creen personajes inolvidables. La búsqueda de la emoción, que el público se enganche a cada una de sus secuencias y que no importe verla una y otra vez. Una superproducción clásica por antonomasia es Lo que el viento se llevó de Victor Fleming. Contiene todos los ingredientes. Por otra parte, una buena superproducción es una historia muy bien contada que desarrolla todo un universo alrededor de ella, que tiene alma.

En estos últimos años hay dos superproducciones españolas, una actualmente en cartelera, que muestran un buen envoltorio, pero en las que faltan unos cuantos ingredientes para crear obras totalmente compactas. No existe el alma de la superproducción… o ese toque de varita mágica que hace que todo funcione.

Palmeras en la nieve (2015) de Fernando González Molina

Palmeras en la nieve

Amor en tiempos difíciles en una Guinea convulsa.

Palmeras en la nieve tenía el atractivo de un tema que no ha sido muy tocado ni en la historia de nuestro cine ni en la de la literatura: Guinea Ecuatorial como colonia española (1885 a 1968). La película transcurre en la isla de Fernando Poo en una finca donde se cultiva cacao durante los últimos años de la colonia, de 1959 hasta 1968. La película es una adaptación de un best seller de Luz Gabás, del mismo título, donde la autora ficcionaba recuerdos familiares.

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Sin salir de estos lares. Todos lo saben (2018) de Asghar Farhadi/El reino (2018) de Rodrigo Sorogoyen/Viaje al cuarto de una madre (2018) de Celia Rico

Todos lo saben (2018) de Asghar Farhadi

Todos los saben

Todos lo saben, un mapa emocional con caminos intrincados…

El universo de Asghar Farhadi está presente en Todos lo saben, pero además el director iraní es camaleónico. Me explico. Sus películas iraníes son cien por cien de su país de origen, obviamente. Pero cuando rodó en Francia El pasado, sin perder su identidad como cineasta, la película era francesa cien por cien. Y ahora le ocurre lo mismo en Todos lo saben, ahí está su universo y puntos comunes con otras películas de su filmografía, pero es todo un melodrama castellano, seco. Es decir, Farhadi se empapa del país que mira a través de su cámara. Capta su esencia y lo atrapa con sus ojos, con su mirada especial.

Todos los saben se mete en el corazón de un pueblo castellano. Y como en todo el universo Farhadi se van desenredando unas relaciones cada más complejas, que trazan un mapa emocional donde sus personajes se embarcan para un recorrido que los transformará de principio a fin y dejará ver esa parte oscura que siempre tratamos de ocultar. En ese pueblo castellano se celebrará una boda y llegará desde Argentina, Laura, con sus dos hijos, una adolescente y un niño. Su marido Alejandro no la acompaña. Así Laura se encuentra con su pueblo, con sus calles y con su familia. Y también con aquel que fue su amor de juventud, Paco, que vive con su actual pareja, una maestra.

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Parpadeo de Theodore Roszak (Pálido fuego, 2017). Novela en seis parpadeos

Parpadeo

Parpadeo tras parpadeo, historias ocultas del cine

Primer parpadeo. El Classic, una catacumba. El protagonista de la novela, Jonathan Gates, recibe su educación sentimental y cinéfila en una sala de cine muy especial, una catacumba, la destartalada Classic, en Los Ángeles. Como si del mito de la caverna de Platón se tratase, Gates aprende a mirar la vida con las sombras proyectadas en la sala de cine y con las palabras de una de las fundadoras de la sala, futura crítica cinematográfica, Clarissa Swann. El Classic evoluciona de la exquisitez y el cuidado en la selección de lo proyectado por Clarissa, que crea adeptos y escuela, a ser refugio del cine alternativo y underground, donde el gusto no es lo más importante, y sí lo que puede suponer un fenómeno o causar sensación o polémica. Curiosamente bajo el mandato de Clarissa, el Classic tiene un halo de reducto decadente y romántico, de última aventura cinéfila, donde cuesta conseguir las copias adecuadas, donde se trabaja cada papel con comentarios sobre las películas que van a verse, y donde se proyecta con rigor. Cuando se convierte en el local de moda, que proyecta lo que está en los márgenes, no solo sufre una remodelación que le hace perder su encanto decadente, sino que sus salas se llenan y convierten todo lo proyectado en fenómeno. Al frente continúa la antigua pareja de Clarissa, Sharkey, un apasionado y colgado de todo el cine serie B, underground o experimental… De todo lo que esté al margen.

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Los condenados no lloran (The Damned Don’t Cry, 1950) de Vincent Sherman

Joan Crawford en los brazos de Steve Cochran.

Joan Crawford en los brazos de Steve Cochran.

Los condenados no lloran gira alrededor del rostro de Joan Crawford. Y ese rostro tiene dos momentos clave en esta película que revolotea entre el buen cine negro y el gran melodrama con una enorme sombra de pesimismo envolviéndolo todo. El primer rostro es el de una madre que ve cómo su vida se parte en dos, cuando pierde a la persona que más quiere en este mundo. Es el rostro del desgarro. A partir de ese momento, abandona una vida de sometimiento y decide subir escalones sociales y una posición sea como sea… Aunque tenga que perder su nombre y su origen. Y el segundo rostro es el de una mujer golpeada con violencia, que es consciente de que ya todo está perdido, que de nada le ha servido la huida. Que estaba siendo igualmente sometida. Que sabe que volverá otra vez a sus orígenes y que recupera su identidad a golpes. Es el rostro de la derrota.

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