Fue la mano de Dios (È stata la mano di Dio, 2021) de Paolo Sorrentino

La familia de Fabietto…

Fue la mano de Dios es un grito, una confesión. Paolo Sorrentino esconde un dolor en su interior que marcó su vida de adolescente. Quizá fue el principio de su camino como cineasta…, porque la realidad no le gustaba. Su alter ego, un adolescente con rizos, el dulce Fabietto Schisa (Filippo Scotti), pasea por el Nápoles de los años 80 y, de golpe, tiene no solo que aprender a mirar, sino emprender un camino. Entre la risa y el desgarro fluctúa el gran secreto de su capacidad creativa.

Muchos cineastas convierten su pasado en una película, en un intento de atrapar el recuerdo y entenderse un poco más. En realidad se puede construir un largo tapiz de autobiografías convertidas en fotogramas, donde cineastas se desnudan ante las cámaras para contar lo más íntimo, y convertirlo en arte.

El viaje merece la pena: Los 400 golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) de François Truffaut, Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) o Amarcord (Amarcord, 1973) de Federico Fellini, El espejo (Zerkalo, 1975) de Andrei Tarkovsky, Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974) o Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) de Ingmar Bergman, Voces distantes (Distant Voices, 1988) de Terence Davies… O, últimamente, Roma (Roma, 2018) de Alfonso Cuarón, Dolor y Gloria (Dolor y Gloria, 2019) de Pedro Almodóvar, Belfast (Belfast, 2021) de Kenneth Branagh…, y Paolo Sorrentino y Fue la mano de Dios. Dicen por ahí que no tardaremos en ver la infancia de Steven Spielberg en pantalla grande, y seguro que merece la pena.

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Un libro sobre Fritz Lang, dos momentos y una reflexión sobre una película

El sitio de Viena. Huellas de Fritz Lang, de Carlos Losilla (Notorius ediciones)

Secreto tras la puerta

A veces caen libros en tus manos con los que te llevas gratas sorpresas. Esta vez estaba buscando información sobre Fritz Lang (y en concreto de una de sus películas, Las tres luces), y consultando en el ordenador los libros sobre este director que tenían en mi biblioteca pública más cercana… me topé con este título: El sitio de Viena. Huellas de Fritz Lang. Cuando vi el nombre de su autor me dije: “Mira, este libro me lo llevo a casa”. De Carlos Losilla leo mensualmente sus críticas de cine en Caimán y me gusta cómo desentraña las películas. Así que no lo dudo y una vez en mi casa con él, lo disfruto.

Porque El sitio de Viena es un análisis laberíntico lleno de pasillos, senderos, caminos y carreteras alrededor de Fritz Lang. Más bien de lo que significa Fritz Lang y su cine… y las huellas de una Europa que se cae en pedazos. Buscar raíces y huellas. Y esas raíces y huellas se buscan tanto en las entrañas de sus películas como en los datos biográficos que se han ido recopilando de Lang… En la documentación, en los libros que se escribieron sobre él tanto en su vida como posteriormente, en las distintas interpretaciones de su obra tanto la de la etapa alemana como de la americana, en sus testimonios, entrevistas, en sus fotografías, incluso en sus apariciones cinematográficas (… en El desprecio de Jean-Luc Godard)… Huellas que se encuentran también en las incógnitas de su vida, en sus contradicciones, en el papel de las mujeres de su vida…, en sus misterios. En la figura privada y en la figura pública…, ¿cuál es la real?¿Hay un Fritz Lang inventado, creado?

Pero sorprendentemente El sitio de Viena no es solo sobre el director… sino sobre la cultura europea y su declive hasta la actualidad. Qué es lo que el bagaje cultural puso en las espaldas del cine Lang. Cuáles fueron sus influencias. Qué acontecimientos históricos arrastraba. Cuál era la complejidad que reflejaba. Qué otros nombres del pasado y del futuro giran alrededor de Lang y su obra.

Y El sitio de Viena sigue siendo un laberinto porque también es una especie de autobiografía sobre el propio Carlos Losilla que habla de sus recuerdos, de su infancia y de su presente, de su trayectoria profesional, y de la cultura que iba absorbiendo, donde también entraban los secretos tras las puertas del cine de Lang.

Entonces el libro se convierte en la historia de una investigación donde no faltan los misterios, las coincidencias, las historias paralelas, los lazos inesperados o los azares del destino. El encuentro con eruditos, la resolución de enigmas, el transcurrir de anécdotas que le llevan siempre a Lang y a su cine con un fondo complejo como el de cada una de sus películas. Donde el propio libro es un enigma a descubrir lleno de intrigantes fotogramas-palabras y donde el lector no puede evitar pasar una página y otra para ver dónde le conduce la siguiente… hasta el final. El sitio de Viena es un viaje apasionante.

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Compositores y directores… hasta el fin de los tiempos

La Strada

Una de las simbiosis más hermosas en el mundo del cine es la que se produce entre un director de cine y un compositor de música determinado. A raíz de recordar la relación profesional entre Krzysztof Kieslowski y Zbigniew Preisner en el post anterior… descubrí que me apetecía escribir sobre otros dúos de la misma índole que cuentan de otra manera la historia del cine.

De estas uniones han nacido imágenes y notas musicales inolvidables. Ocurre que a veces un director de cine descubre que un compositor también cuenta la historia que quiere reflejar con una partitura. Y que la unión entre lo visual y lo musical construye grandes momentos de creación artística. Detrás de estas simbiosis hay historias de amistad o de relaciones profesionales inquebrantables. Dos sensibilidades que chocan (y se complementan) y generan una obra cinematográfica que ubica una inspiración mutua…

Así si nos viene a la cabeza el nombre de Federico Fellini (últimamente muy nombrado por los ecos a su cine que se encuentran en la nueva película de Paolo Sorrentino, La gran belleza) escuchamos irremediablemente las melodías de Nino Rota. Y recordamos la triste balada de Gesolmina en La Strada, el sonido de las calles de Roma en La Dolce Vita, la melodía circense porque la vida debe continuar pase lo que pase de Fellini Ocho y medio o sabemos cómo suenan los recuerdos en Amarcod. Pero además compuso también el universo felliniano de El jeque blanco, Los inútiles, Alma sin conciencia, Las noches de Cabiria, Giulietta de los espíritus, Satiricón, Los payasos, Roma, Casanova y Ensayo de orquesta.

Si pensamos en Sergio Leone, automáticamente escuchamos a Ennio Morricone. Y nos envuelve una música que empapa los espagueti westerns con el rostro de un hombre duro, Clint Eastwood y compañía en parajes desérticos. Así recordamos Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio o El bueno, el feo y el malo. O de pronto nos llega la armónica de Hasta que llegó su hora y el tema de amor de Érase una vez en América, una banda sonora hermosísima de principio a fin.

Hitchcock estaba muy unido a la música de Bernard Herrman… que contribuía al suspense y a crear un mundo sonoro muy especial. Su colaboración empezó en la década de los cincuenta con el divertimento de Pero ¿quién mató a Harry? Pero a partir de ahí regalaron música e imágenes inseparables como el momento de clímax en el teatro de El hombre que sabía demasiado. O el romanticismo fantasmal de Vértigo.  El entretenimiento y la aventura en Con la muerte en los talones. La mezcla de terror y lo siniestro en Psicosis y Los pájaros. O los turbios recuerdos en Marnie, la ladrona.

… Cuando oímos la melodía de la pantera rosa, además de sonreír y de darnos ganas de andar de puntillas, nos golpean suavemente la memoria dos nombres: Blake Edwards y Henry Mancini. Y no sólo crearon imágenes y música para las aventuras y desventuras del inspector Clouseau sino que dejaron el romanticismo de Desayuno con diamantes o la tragedia de Días de vino y rosa, mezclado todo con la locura de El guateque o con el homenaje a la comedia y a la aventura de La carrera del siglo. Y juntos bailarían al compás de éxitos como 10, la mujer perfecta o ¿Victor y Victoria? O Darling Lili que compartieron junto a Julie Andrews (pareja de Edwards).

Steven Spielberg sigue trabajando con John Williams… Spielberg empezó su carrera con Williams. Su mundo sonoro coincidía con lo que él quería contar y ya desde los setenta con Tiburón fue su músico de cabecera. Así todos tarareamos las notas de ET o Indiana Jones… y unimos esas melodías a sus personajes. Nos emocionamos hasta llorar con el violín de La lista de Schindler. Y creemos descubrir a los dinosaurios en Parque Jurásico.  Y en sus últimas películas Caballo de batalla o Lincoln sigue sonando la música épica de John Williams.

… Y ésta es, de nuevo, una historia interminable. Hay algunas uniones (de años y años) que a lo mejor no son tan conocidas entre los espectadores pero sí podemos evocar atmósferas, imágenes, sonidos… Y es lo que ocurre con el canadiense David Cronenberg y su compositor de cabecera, Howard Shore. Los dos han trabajado juntos en prácticamente todas las películas: desde finales de los ochenta hasta Cosmópolis. Los dos han estado presentes para crear un ambiente en Cromosoma 3 o La mosca pasando por Madame Buttefly o en Spider, Una historia de violencia y Promesas de Este.

Las simbiosis entre directores de cine y compositores son como una especie de unión mágica que deja no sólo dúos inolvidables sino un reguero de películas para mirarlas y escucharlas de otra manera… Es otra historia.

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