Paul Newman y Joanne Woodward al desnudo. The Last Movie Stars (2022) de Ethan Hawke

Paul Newman y Joanne Woodward en Esperando a Mr Bridge de James Ivory.

The Last Movie Stars es una serie documental de seis capítulos que parte exactamente del mismo material que el libro La extraordinaria vida de un hombre corriente. Una autobiografía (Libros Cúpula, 2022) del que ya escribí en su día. El resultado no puede ser más diferente. Mientras tenía mis «peros» con la publicación, aunque me parecía reveladora en varios aspectos su lectura, la serie ha logrado atraparme totalmente.

Lo que me ocurrió con el libro es que sentía que había material suficiente para haber realizado una publicación muy atractiva e innovadora a la hora de abarcar la vida de un actor. Era necesario abordar un trabajo complejo de selección y estructura de las transcripciones de las entrevistas que grabaron Paul Newman y el guionista Stewart Stern para escribir finalmente una buena biografía del actor. Ahí es donde yo sentí que había predominado quizá la prisa por publicar en vez del cuidado. Había que dar forma a una polifonía de voces de personas que habían acompañado durante toda su trayectoria al actor y conseguir así un libro novedoso, pero ese objetivo a mi parecer no se conseguía del todo.

Con ese material se requería tiempo de reflexión sobre cómo manejar el material y hacía falta mucho cariño. De haber sido así, se podría haber construido un texto de una calidad extraordinaria jugando con el ensayo cinematográfico y la autobiografía. No ocurrió así. Sin embargo, en la serie planteada por Ethan Hawke sí se nota no solo la reflexión para presentar dicho material, sino también el cariño hacia el proyecto. Y no solo eso, también puede advertirse la acertada búsqueda de material audiovisual que acompaña todo este empeño.

Así The Last Movie Stars son seis horas gozosas que giran alrededor de un matrimonio de actores de Hollywood y cómo cada uno abordó su vida y carrera de maneras totalmente distintas: Paul Newman y Joan Woodward. Esa es la idea central de la que parte y así encuentra la estructura perfecta de la historia que quiere contarnos.

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Extraña forma de vida (2023) de Pedro Almodóvar

Jake y Silva se reencuentran veinticinco años después en Extraña forma de vida de Pedro Almodóvar.

Muchos westerns empiezan con la llegada de un extraño a caballo a un pueblo polvoriento. Es la primera señal de Extraña forma de vida de que Almodóvar va a seguir todas las pautas de dicho género para su particular mediometraje. Sinceramente, a mí me atrapa desde el minuto cero: western, melodrama, romanticismo extremo, una química especial entre sus protagonistas, un fado y puro Almodóvar. ¿Con estos ingredientes cómo no iba a gustarme? Y a pesar de todos estos ingredientes la historia que plantea Almodóvar y cómo la aborda es absolutamente sencilla.

Parece que el director manchego ha encontrado un formato ideal, el mediometraje, para creaciones libres y nuevas exploraciones en su manera de contar historias. Pequeños delicatessen. Tanto en La voz humana (The human voice, 2020) como en Extraña forma de vida da rienda suelta al amor. Sus personajes principales aman y penan. Pero también estas películas son un canto de amor al cine y a las influencias cinematográficas de Almodóvar. En las dos ha contado con rostros internacionales que todavía tienen un halo de esas estrellas del Hollywood clásico.

Si en el mediometraje con Tilda Swinton apostaba por la modernidad para liberar a la mujer abandonada de su pena de amor para que resurgiese cual ave fénix de sus cenizas. En su corto con Ethan Hawke y Pedro Pascal se mete de lleno en el clasicismo del western para contar una trágica historia de amor crepuscular. Si en La voz humana el centro era una de sus icónicas mujeres almodovarianas, en Extraña forma de vida solo hay presencia de hombres, aunque es una mujer (que no aparece, siempre nombrada) la que crea el conflicto. Y en las dos historias está presente la esencia Almodóvar, con la huella de sus películas.

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10 razones para amar El club de los poetas muertos (Dead poets society, 1989) de Peter Weir

El profesor Keating dejando su semilla del saber en El club de los poetas muertos.

Razón número 1: Carpe Diem. Por qué me marcó la primera vez que la vi

Me recuerdo en un cine al aire libre, adolescente total, hace muchos años… Un cine de verano en un destino de playa. Y yo totalmente hipnotizada frente a El club de los poetas muertos. En mi oído retumbando una expresión latina: Carpe Diem. Así como su significado: “Aprovecha el momento”. Y repensarla posteriormente una y otra vez hasta ir reconvirtiéndose a lo largo del camino en “vive cada momento con pasión, como si fuera el último”.

Me viene a la mente cómo de toda esa pandilla de adolescentes, me quedé con el más tímido, aquel que no puede expresarse, pero que desea gritar. Y a partir de esta película no he dejado de seguirlo: Ethan Hawke. Me visualizo deseando que se cruzara en mi camino un profesor como Keating (Robin Williams) con conocimientos apetecibles (adoraba la asignatura de literatura) y que me transmitiese tanta pasión por la vida y el saber (y he de decir que unos pocos buenos profesores y profesoras se cruzaron por mi camino de enseñanza —antes y después de la película—, también variso bastante malos). Digamos que El club de los poetas muertos fue de esas películas que en un momento de tu vida ves y no olvidas.

Pero la rememoro también visualmente, sus imágenes se quedaron en mi retina. A Peter Weir ya le puse a partir de aquel momento nombre y apellido. De hecho ya me había fascinado con Único testigo. Luego vinieron La Costa de los Mosquitos (otra película que me dejó huella), Matrimonio de conveniencia (que aumentó mi lista de comedias románticas imprescindibles) o El show de Truman. Poco después descubrí sus primeras películas australianas (alguna me queda todavía por visionar), la primera Gallipoli y luego vendría Picnic en Hanging Rock.

Pero sobre todo El club de los poetas muertos ha quedado vinculada para siempre a dos palabras: Carpe Diem, y a lo que me hicieron pensar en ese momento y ahora.

Razón número 2: Me sigue gustando en todos los visionados que hago

Hay películas que no vuelves a ver porque no surge la oportunidad (o porque es difícil volver a acceder a ellas) y otras que repites en distintas pantallas, dispositivos, formatos… Este último caso es el de El club de los poetas muertos, pues la he visto varias veces (la última antes de realizar este texto). Curiosamente es una película que va cosechando una legión de detractores, y alrededor de ella se han escrito críticas y análisis negativos que también tienen interés y ofrecen otras miradas de dicha obra cinematográfica. Por no seguir hablando de las parodias alrededor de ciertas secuencias como la última (todos subidos a las mesas) o la repetida coletilla: “¡Oh capitán, mi capitán!”. Se ataca su “sensiblería”, el “reflejo falso” de lo que tiene que ser un buen profesor, la “superficialidad” de la propuesta, el “guion flojo y previsible”, que qué tipo de “rebeldía” es la que desarrolla, que es una historia de “niños elitistas y pudientes” en un instituto privado, etcétera, etcétera. Y leyendo los argumentos que se exponen no puedo decir que algunos de ellos no sean ciertos, pero para mí continúa siendo una película que me aporta. No solo me parece que esté bien rodada por Peter Weir o bien interpretada, sino que me cala más profundamente. Hay algo en el interior de El club de los poetas muertos que me llega. Es una película con un corazón que late.

Quizá el secreto esté en cómo refleja ese aplastamiento de los anhelos y sueños a través del poder y la sumisión, instrumentos de un sistema que quiere a todo el mundo de color gris, sin colores. Todo esto plasmado en una América conservadora de los años 50 y en una institución de enseñanza de élite (recinto cerrado) donde sus trasnochados principios: tradición, honor, disciplina y excelencia, son transmitidos a sus alumnos, que serán los que ocupen futuros puestos de poder para continuar perpetuando un mundo no solo gris, sino sin posibilidad de cambio. Tipos que a su vez aplastarán los sueños, anhelos y ganas de cambio y mejora de otros ciudadanos. Y en esa América por supuesto todo lo que huela a sensibilidad, empatía, poesía, rebeldía, cultura, arte, teatro, libros…, todo aquello que haga volar la imaginación del hombre… es sospechoso. Pero ¿solo ocurre en ese instituto de élite y en esa América de los 50?

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Juliet, desnuda (Juliet, naked, 2018) de Jesse Peretz

Juliet, desnuda

La sonrisa, entre encantadora y pícara, de Ethan Hawke.

Hay días para determinado tipo de películas. La que esto escribe tiene especial querencia por los caminos inescrutables de la comedia romántica. Y esos caminos todavía llevan a paradas agradables, como ocurre con Juliet, desnuda. Parada agradable, con más fondo del que aparenta. ¿Qué pasa cuando parece que, por distintas circunstancias, hemos dejado pasar como un suspiro quince o veinte años de nuestra vida… y ya estamos en la cuarentena? ¿Se puede partir de cero de nuevo? ¿Se puede dejar la zona de confort y atreverse, quizá, a mejores oportunidades? ¿Uno puede tomar de nuevo el rumbo? ¿Volver a reconstruirse? ¿Hay cosas que pueden repararse? Estas preguntas acompañan a los dos protagonistas de Juliet, desnuda. Y quizá para alguna encuentren respuestas, pero una vez que uno se cruce en la vida del otro y viceversa. La película adapta una novela de Nick Hornby, que es un autor cuyos libros han sido llevados varias veces a la pantalla blanca (Alta fidelidad o Mejor otro día) y que también ha escrito guiones (An education o Brooklyn). Hornby tiene querencia por construir personajes con pasiones muy fuertes y que, sin embargo, arrastran desencantos, pero a la vez estos tienen la posibilidad de reconstruirse o la vida les ofrece segundas oportunidades ante las caídas.

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