“En la celda siempre es atardecer como en el corazón es siempre medianoche”. Esta es una de las bellas frases que se puede encontrar en una carta que habla sobre el dolor, el sufrimiento, la belleza y el amor. Una carta que escribió desde la cárcel Oscar Wilde a su amante, sir Alfred Douglas. Una carta que se publicaría póstumamente bajo el título De profundis. Hay muchas alusiones al corazón humano. Así el escritor reconoce que “en otro tiempo mi corazón estaba siempre en primavera” o hace una afirmación trágica (pero cierta): “los corazones están hechos para romperse”. Y esto es porque Oscar Wilde desnuda su alma y escribe a corazón abierto, al igual que Rupert Everett lleva a cabo esta obra cinematográfica como director, guionista y actor principal. Con todo el corazón.
La importancia de llamarse Oscar Wilde cuenta los últimos tres años de Wilde (Rupert Everett), tras su salida de prisión. Las secuencias son pinceladas, retazos, reflexiones visuales que se escapan de la mirada y la mente de un hombre a punto de irse del mundo. A veces esa mirada se distorsiona bajo la fiebre o recuerda ciertas partes de la vida como una pesadilla y, otras veces, toca momentos felices. Está tan cerca de la muerte que también tiene visitas de personas amadas que acaban de abandonar la vida o recrea muy vivamente a personas pasadas. Oscar Wilde fue un hombre que estuvo en la cumbre, y también en los infiernos, en la caída. Pero que nunca dejó de amar: ni a su familia más cercana, a su esposa Constance (Emily Watson) y a sus dos hijos; ni a sus buenos amigos (algunos le acompañaron hasta el final, como Reggie Turner —Colin Firth— o Robert Robbie Ross —Edwin Thomas—); ni al hombre que precipitó su caída, su joven amante sir Alfred Douglas (Colin Morgan). Y nunca dejó de intentar atrapar la belleza en cada instante, incluso de lo más horrible.