Barbara Loden (y II). Wanda (Wanda, 1970)

El señor Dennis y Wanda, una pareja de forajidos.

Durante la investigación que realizó Nathalie Léger para su libro Vida de Barbara Loden, contactó con Mickey Mantle, un famoso jugador de béisbol, de los Yankees de Nueva York. Este había conocido a Barbara Loden durante sus inicios, cuando bailaba en el Copacabana, un famoso club nocturno durante la década de los cincuenta. Y el jugador de béisbol le da una definición inesperada y reveladora de la historia que se refleja en Wanda, la única película que dirigió Barbara Loden: «Como ya sabrá, Wanda y el señor Dennis son igual que una pareja de payasos, Ahab y Bartleby viajando juntos —uno empecinado a muerte en hacer algo y otro que preferiría no hacerlo—, una verdadera historia de amor, no se extrañe tanto».

Juego no obstante ante la pantalla para atrapar a «esa pareja» y realizar mi propio análisis. Y el hilo del que tiro es una historia de un par de fugitivos o una pareja fuera de la ley, pero sin el halo heroico y romántico que suele habitar en este tipo de películas en el cine estadounidense. El señor Dennis y Wanda viven en un mundo gris y sin alicientes, sin un futuro al que aferrarse, ni siquiera planifican un sueño. Cuando miran por la ventana, los paisajes con los que se topan no son bonitos, ni tampoco las calles por las que pasean o los hoteles y casas por los que pasan…, es esa América que está muy lejos del sueño, pero que es más real.

El señor Dennis y Wanda no tienen que ver con los protagonistas desesperados, pero enamorados hasta las trancas, de Solo se vive una vez, ni con Los amantes de la noche, ni siquiera con los de El demonio de las armas o con Bonnie y Clyde. No, no se parecen a ellos. Es difícil, incluso sentir alguna empatía hacia ellos o conectar un poco. Pero Barbara Loden termina realizando una triste historia de dos fuera de la ley y del sistema…, de dos fracasados. Una película que llega, que toca hondo, que no se olvida, que marca. La realizadora logra que lo que les ocurre nos conmueva. Sí, hace una desencantada historia de amor de dos seres sin futuro. Wanda y el señor Dennis no dejan indiferentes, conmueven.

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Corre, corre. Licorice Pizza, Un polvo desafortunado o porno loco y Tailor

Licorice Pizza, Un polvo desafortunado o porno loco y Tailor: en estas tres películas, sus personajes se mueven, corren y corren o vuelan para cambiar sus vidas y transformarlas o simplemente dar un paso más o hundirse en la miseria para siempre. Con ráfagas de palabras y frases cortas, corriendo, dejaré mis impresiones. Corre, corre… o vuela.

Licorice Pizza (Licorice Pizza, 2021) de Paul Thomas Anderson

Corre, corre… dice Alana a Gary y Gary a Alana.

Licorice Pizza me fue conquistando cada vez más según avanzaba el metraje.

Sé que la voy a disfrutar más todavía la segunda vez que la vea.

Es como si hubiese puesto un disco de vinilo de los 70 y nacieran Alana y Gary, que corren y corren y corren sin parar por el Valle de San Fernando (Los Ángeles).

Paul Thomas Anderson rescata un espíritu y una manera de hacer cine…, es como si él mismo se hubiese trasladado a los primeros años del Nuevo Hollywood, y hubiese rodado junto a otros realizadores que estaban respirando una época a través de sus cámaras.

Así nacieron Harold y Maude, Conocimiento carnal o Bob, Carol, Ted y Alice.

Por cierto, ¿he dicho que es una historia de amor?

Y que da igual que él tenga quince años y ella diez más.

Alana Haim y Cooper Hoffman (el hijo de Philip Seymour Hoffman que sigue sus pasos con talento) desprenden química, mucha, y corren tan bien… el espectador va con gusto detrás de ellos, pero no quiere atraparlos. Los prefiere libres y confundidos. Con todos sus errores a cuestas, vitales.

¡Cuántos guiños a los 70 en Los Ángeles y al año donde transcurre la acción: 1973!

Justo ese año William Holden rodó una película que dirigió Clint Eastwood: Primavera en otoño (Breezy), donde un ejecutivo maduro se enamora de una hippy. ¡Paul Thomas Anderson crea su propia versión con Sean Penn!

Tampoco falta un episodio loco con un tipo que tiene una relación con Barbra Streisand.

Y ese tipo es ni más ni menos que un peluquero que se convirtió en productor… ¡y estuvo doce años junto a Barbra Streisand! Durante aquellos años del Nuevo Hollywood se inspiraron en él para una comedia que adoro: Shampoo.

¡Bendito Bradley Cooper!

Dicen que así llamaban a los discos de vinilo durante aquellos años: Licorice Pizza.

Y así es la película un disco de vinilo que no para de dar vueltas.

Alana y Gary corren sin parar…

Te quiero… son las últimas palabras que oímos.

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La casa Gucci (House of Gucci, 2021) de Ridley Scott

La casa Gucci, puro entretenimiento, un culebrón como una farsa.

Con 84 años Ridley Scott no deja de rodar. Durante 2021 ha hecho doblete: primero con El último duelo, una película ambientada en la Edad Media, y ahora con La casa Gucci, que abarca la historia de la familia italiana dedicada al mundo de la moda desde finales de los setenta hasta los noventa. Las dos películas a mi parecer tremendamente entretenidas. En La casa Gucci no solo se lo ha pasado bien rodando, sino que narra con pulso e incluso arriesga con la propuesta.

¿Cómo? Cuenta en tres horas el asesinato de Maurizio Gucci por parte de unos sicarios contratados por su exmujer Patrizia Reggiani, la viuda negra italiana, el 27 de marzo de 1995. Pero ¿cómo decide contarlo? Pone en pie un culebrón melodramático, donde todo exceso es admitido, con aires de ópera bufa, y dirige con una puesta en escena, un sentido del ritmo y del montaje similar a una película de gánsteres de Martin Scorsese o de El padrino de Francis Ford Coppola.

Ridley Scott ha buscado un reparto llamativo y carismático, pero no hay ningún actor italiano. Todos hablan en perfecto inglés y de vez en cuando dejan escapar alguna expresión italiana o tratan de imitar el acento… ¡Puro Hollywood! La casa Gucci es pura representación y mascarada con unas gotitas de esperpento. Entretenimiento puro y duro. No es de extrañar que los herederos de la familia Gucci no estén muy satisfechos, la película ficciona todo lo que puede y más (aunque parece ser que la base es el libro de una periodista). Los personajes son pura farsa. Aun así suelta verdades como puños sobre familias poderosas y sus relaciones, imperios económicos del mundo de la moda y de lo que un ser humano es capaz de hacer solo impulsado por la ambición.

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Sesiones dobles para tardes de verano (5). Kenji Mizoguchi y la prostitución: Los músicos de Gion / La calle de la vergüenza

Kenji Mizoguchi quedó muy marcado por ciertas vivencias de la infancia y por el comportamiento de su padre ante los problemas económicos, el maltrato que sufrió su madre y la venta de su hermana mayor como geisha. Por otra parte, a principios de los años veinte, uno de sus primeros trabajos dentro del cine fue el de oyama, un joven varón que interpretaba papeles femeninos tanto en los escenarios teatrales como en la pantalla de cine. Sin embargo, en cuanto se levantó la prohibición y las mujeres pudieron interpretar en la pantalla distintos papeles, Mizoguchi perdió su trabajo y se dedicó a otras labores cinematográficas hasta que llegó a la dirección. Siempre estuvo muy unido a la sensibilidad femenina.

Conocía el mundo de los burdeles, no solo porque vivió en un barrio rodeado de estos locales y porque estaba muy unido a su hermana, sino porque también él acudía a los servicios de las geishas. Tuvo una vida sentimental turbulenta. No obstante, en sus películas logra reflejar un mundo femenino especial y contar la situación de las mujeres en Japón. Varios de sus personajes, como en las dos películas que vamos a analizar en esta sesión doble, eran prostitutas.

Desde su juventud simpatizó con la revolución rusa y los principios comunistas. De alguna manera en su cine se une una sensibilidad poética especial con un realismo crudo. No era amante del montaje y, por eso, prefería un buen plano secuencia o una escena larga y estática, llena de detalles (su famosa máxima: una escena, un plano). Así la pantalla a veces se convertía en un lienzo donde Mizoguchi creaba con su cámara un cuadro en movimiento. Así se convirtió en un buen retratista de mujeres y reflejó un periodo determinado en varias películas: el de la posguerra. Después de la Segunda Guerra Mundial se iba desmoronando poco a poco un Japón tradicional para dar entrada a otro más moderno, y las mujeres también eran protagonistas de este cambio, en un mundo lleno de contradicciones.

Los músicos de Gion (Gion bayashi, 1953)

Con una sensibilidad especial, Kenji Mizoguchi refleja un mundo que conoce. Parte de la sencillez para presentar todos los matices posibles de un tema complejo: el de las geishas. Cuenta con dos protagonistas, que solo encuentran su libertad en su apoyo mutuo. La película se convierte en un temprano relato cinematográfico de sororidad. Las dos realizan un viaje emocional para descubrir que están en un callejón sin salida, pero son conscientes de que deben sobreponerse y sobrevivir en un mundo donde su única salida es ayudarse la una y la otra y donde siempre van a estar sometidas al poder de los hombres que las rodean y donde sus derechos van a estar comprometidos.

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Cóctel de curiosidades cinéfilas: Incerta Glória, El olvido que seremos, Falso testigo y otros asuntos

En Incerta Glória, una de las historias de amor más bonitas que he visto últimamente.

1. La más bonita historia de amor que he visto últimamente. El otro día pusieron en televisión Incerta Glória, de Agustí Villaronga, película que no tuve oportunidad de ver en su día en el cine, y que me quedé con bastantes ganas. He de decir que me fascinó este largometraje por muchos motivos.

Sin embargo, de momento solo me apetece comentar uno de ellos: hacía tiempo que no sentía tanta emoción por el reflejo de una historia de amor imposible. Lo hace en tan solo dos secuencias.

El amor de Trini (Bruna Cusi) con Solerás (Oriol Pla), el mejor amigo de su esposo. Este último además es uno de esos personajes complejos y fascinantes (otra de las cosas por las que me quedo con Incerta Glória: por el personaje de Pla, y por el de la Carlana, con el rostro de la actriz Nuria Prims). Solerás y Trini protagonizan una de las historias de amor más bonitas que he visto últimamente. Los personajes solo se encuentran en dos secuencias, pero ambas son tan hermosas, que la película me ganó totalmente.

Una transcurre en un vagón de metro y en la estación: ahí se establece el vínculo entre ambos personajes. Un soplo en la nuca, un reflejo en una ventana. Un nombre al aire: Trini. Una carrera, un abrazo y una sonrisa. Posteriormente, en casa de Trini, Solerás le regala una extraña piedra. Ella sabe de geología y dice que analizará la piedra, pero lo recibe como el regalo más bonito que ha tenido nunca.

La otra secuencia, cuando ya es demasiado tarde para la felicidad y la gloria, incorpora a los dos amantes subidos a un caballo que corre en el interior de una iglesia en ruinas. Allí, transcurre un diálogo maravilloso sobre lo efímero de la felicidad y lo imposible de su historia. Por lo menos, les quedará que miraron las estrellas, una sonrisa y un beso. Ella le dice que analizó la piedra y él le interroga sobre qué ha descubierto: “Es de otro planeta, como tú”.

Por cierto, cómo me ha apetecido de repente indagar en la historia y en los personajes de la película… Creo que voy a leerme la novela de Joan Sales, que Villaronga adapta.

2. El retrato de un padre. Últimamente lo reconozco, estoy excesivamente sensible. Se me saltan las lágrimas en numerosas ocasiones. Por ejemplo, no paré de llorar mientras leía el mes pasado El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Me pareció el retrato más hermoso que un hijo puede hacer sobre su padre, un hombre bueno.

Así que me dirigí a la sala de cine a ver la película de Fernando Trueba. Y reconozco que también lloré lo mío, pero porque hacía poco que había leído la novela e iba conectando todo lo que veía con las palabras que había disfrutado. No sé si este mismo efecto le pasa a uno cuando no la ha leído. Creo que la relación padre e hijo sí que está conseguida, pero siento que el detalle con el que se esboza la situación política y el posicionamiento del padre en la novela no está del todo plasmada en el largometraje.

Ese rosal sobre el que un hombre bueno se arrodilla; ese niño que prefiere ir al infierno si ahí va a ir su padre; esa familia mayoritariamente de mujeres que rodean a padre e hijo; la lectura de un cuento por la noche en la cama, El ruiseñor y la rosa, de Oscar Wilde (uno de mis favoritos); el éxtasis del padre ante Muerte en Venecia y esa persecución de la belleza… y, sobre todo, esos besos sonoros que propina el padre a ese niño que le adora son algunos momentos que hacen que no retires la mirada de la pantalla.

En la película se me quedaron también unas palabras que suelta ese padre a un colega sobre lo que todo niño debe tener en su infancia. Todo niño tiene que tener cubiertas las cinco “A”: Aire, Agua, Alimento, Abrigo y Afecto… Y creo que razón no le falta.

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Fuego en las calles (Flame in the Streets, 1961) de Roy Ward Baker

En Gran Bretaña, seis años antes de la película estadounidense Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner), Fuego en las calles presentaba de una forma más cruda y compleja el mismo conflicto. Roy Ward Baker, que terminaría especializándose en el género de terror, realiza una obra cinematográfica de puro cine social con personajes llenos de matices. Si bien es cierto que el conflicto racial que plantean ambos títulos se desarrolla en dos países diferentes con contextos distintos (de hecho, en uno de los diálogos de este film se hace alusión a esto), los puntos en común entre ambas generan una interesante sesión doble. Es mucho más popular la película de Stanley Kramer y más fácil acceder a ella. Fuego en las calles ha caído totalmente en olvido, pero, sin embargo, creo que aporta mucha miga al asunto. Es una película más incómoda, menos amable, más cruda. Quizá menos exquisita en su realización, pero no carente de interés, y también con unas interpretaciones a tener en cuenta.

En un momento dado, el profesor jamaicano Peter Lincoln (Johnny Sekka) dice al padre de su prometida, Jacko Palmer (John Mills), unas palabras reveladoras para entender el conflicto: “Cuando me enamoré, no pensé en los prejuicios. Esperaba que todo fuera como lo había soñado. Kathie y yo, sin barreras. Señor Palmer, su hija es distinta a usted. Usted piensa lo que debe creer. Y Kathie, en cambio, siente lo que cree”.

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Falling (Falling, 2020) de Viggo Mortensen

Padre e hijo en un continuo campo de batalla verbal en Falling.

En una cocina, sentados a una mesa, mientras comen, un padre provoca continuamente a su hijo a través de la palabra ofensiva, que duele. Y el hijo se ha hecho la promesa de no estallar. Lo intenta. Porque la relación con su padre se ha convertido en un campo de batalla interminable. Mientras, en una pequeña televisión a la que apenas hacen caso emiten Río Rojo de Howard Hawks, justo la secuencia del enfrentamiento final entre los personajes encarnados por John Wayne y Montgomery Clift. Y tiene todo su sentido. Estos dos actores representaron en esa historia dos tipos de masculinidad. La tiránica, conservadora y ruda de Wayne, el patriarcado de la vieja escuela; la sensible, progresista y conciliadora de Clift, un nuevo modelo masculino. Pero, sin embargo, los personajes del western construían y conservaban un vínculo, pese al conflicto. Lograban ver las virtudes del otro y, por lo menos, convivir. Ese mismo choque es el que tienen el padre (un emocionante Lance Henriksen) y el hijo (Viggo Mortensen). Y los dos, a pesar de los pesares, tienen ese vínculo.

La bienvenida del padre al hijo, cuando este es un bebé, ya aporta el tono Falling que se balancea entre lo incómodo y lo bello. Un hombre se queda cuidando un rato a su pequeño encima de la mesa, mientras espera su cambio de pañales. De pronto, el rostro enorme del padre se acerca al crío y le dice: “Siento haberte traído a este mundo para que luego tengas que morir”. Y el bebé se pone a llorar.

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Melodramas desatados (3). A Electra le sienta bien el luto (Mourning Becomes Electra, 1947) de Dudley Nichols

Los Mannon encerrados en su mansión con todas sus miserias en A Electra le siente bien el luto.

Lavinia Mannon (Rosalind Russell), sola, vestida de negro, al pie de las escaleras de la mansión familiar, pide a Seth, un sirviente que ha estado toda la vida con la familia y conoce todos sus secretos, que cierre todas las ventanas y contraventanas. Ella se queda mirando el cielo, y a su espalda se oye la clausura de los batientes. Lentamente entra en la casa, como una condenada a muerte. Sabe que por muchos años esa será su tumba en vida. Cierra la puerta tras de sí. La cámara se va alejando y se vislumbra una panorámica de la fachada, mientras continua el ruido como si fueran los clavos de un ataúd. Este es el final poderoso de un melodrama desatado con ecos de tragedia griega.

El dramaturgo Eugene O’Neill escribió A Electra le sienta bien el luto en el año 1931, y trasladaba a EEUU, tras la guerra de Secesión, la trilogía griega de Esquilo, La Orestiada. El destino trágico no depende de los dioses, sino de las complejidades psicológicas de los seres humanos, así la maldición de la familia Mannon se entiende bajo el influjo de Freud y Jung. Agamenón, Clitemnestra, Egisto, Electra y Orin son sustituidos por Ezra Mannon, Christine Mannon, Adam Brant, Lavinia y Orin Mannon.

En su momento fue un fracaso y un desastre financiero de la RKO. Por eso la productora decidió mutilar más de una hora del mastodóntico proyecto cinematográfico del guionista Dudley Nichols, que también se puso tras la cámara, y de la actriz Rosalind Russell, dispuesta a mostrar su valía dramática (los dos habían trabajado juntos anteriormente en Amor sublime, un biopic de la enfermera Elisabeth Kenny). La película nunca volvió a revalorizarse… No ha vuelto a ser rescatada del olvido, pese a que puede verse el montaje completo de más de tres horas de duración.

Sin embargo, la odisea de los Mannon en tres actos va atrapando poco a poco al espectador y no le suelta, descubriendo una película poderosa capaz de arrastrar a la catarsis final con la soledad de una mujer vestida de negro. A Electra le sienta bien el luto es como los buenos vinos, según van pasando los minutos (en vez de los años), se convierte en mejor película. Incluso sus actores van sintiéndose más cómodos con sus personajes según va avanzando el metraje.

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Melodramas desatados (1). La noche deseada (Hurry Sundown, 1967) de Otto Preminger

Uno de los momentos más desatados de La noche deseada.

Las últimas películas de Otto Preminger fueron cada vez más denostadas por crítica y público. El “ogro” fue poco a poco abandonado por Hollywood hasta tal punto que su última película El factor humano no la rodó allí, contó con poco presupuesto y tuvo que ser prácticamente financiada por él. La última obra en la que manejó todavía un gran presupuesto y un reparto estelar fue un melodrama desatado, La noche deseada. Eligió para ello un tema provocativo y polémico, como era de esperar en él. Estaba a punto de nacer el nuevo cine americano, que también suponía un cambio generacional (de hecho, Preminger descubrió a Faye Dunaway, que triunfaría ese mismo año en Bonnie and Clyde); el sistema de estudios estaba en un periodo de decadencia y el código de censura contra el que había luchado durante años llegaba a su fin.

Como punto de partida para la película, un best seller, Hurry Sundown, de K.B. Gilden (el pseudónimo que empleaba el matrimonio Katya y Bert para escribir sus novelas). La noche deseada, en plena época del movimiento por los derechos civiles, recrea un melodrama sureño, donde se apuesta por una relación interracial entre dos granjeros, uno blanco y otro negro, para combatir contra los todopoderosos que quieren arrebatarles sus granjas para especular con los terrenos, además con su actitud colaborativa levantan más los odios en la sociedad en la que viven.

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10 razones para amar El club de los poetas muertos (Dead poets society, 1989) de Peter Weir

El profesor Keating dejando su semilla del saber en El club de los poetas muertos.

Razón número 1: Carpe Diem. Por qué me marcó la primera vez que la vi

Me recuerdo en un cine al aire libre, adolescente total, hace muchos años… Un cine de verano en un destino de playa. Y yo totalmente hipnotizada frente a El club de los poetas muertos. En mi oído retumbando una expresión latina: Carpe Diem. Así como su significado: “Aprovecha el momento”. Y repensarla posteriormente una y otra vez hasta ir reconvirtiéndose a lo largo del camino en “vive cada momento con pasión, como si fuera el último”.

Me viene a la mente cómo de toda esa pandilla de adolescentes, me quedé con el más tímido, aquel que no puede expresarse, pero que desea gritar. Y a partir de esta película no he dejado de seguirlo: Ethan Hawke. Me visualizo deseando que se cruzara en mi camino un profesor como Keating (Robin Williams) con conocimientos apetecibles (adoraba la asignatura de literatura) y que me transmitiese tanta pasión por la vida y el saber (y he de decir que unos pocos buenos profesores y profesoras se cruzaron por mi camino de enseñanza —antes y después de la película—, también variso bastante malos). Digamos que El club de los poetas muertos fue de esas películas que en un momento de tu vida ves y no olvidas.

Pero la rememoro también visualmente, sus imágenes se quedaron en mi retina. A Peter Weir ya le puse a partir de aquel momento nombre y apellido. De hecho ya me había fascinado con Único testigo. Luego vinieron La Costa de los Mosquitos (otra película que me dejó huella), Matrimonio de conveniencia (que aumentó mi lista de comedias románticas imprescindibles) o El show de Truman. Poco después descubrí sus primeras películas australianas (alguna me queda todavía por visionar), la primera Gallipoli y luego vendría Picnic en Hanging Rock.

Pero sobre todo El club de los poetas muertos ha quedado vinculada para siempre a dos palabras: Carpe Diem, y a lo que me hicieron pensar en ese momento y ahora.

Razón número 2: Me sigue gustando en todos los visionados que hago

Hay películas que no vuelves a ver porque no surge la oportunidad (o porque es difícil volver a acceder a ellas) y otras que repites en distintas pantallas, dispositivos, formatos… Este último caso es el de El club de los poetas muertos, pues la he visto varias veces (la última antes de realizar este texto). Curiosamente es una película que va cosechando una legión de detractores, y alrededor de ella se han escrito críticas y análisis negativos que también tienen interés y ofrecen otras miradas de dicha obra cinematográfica. Por no seguir hablando de las parodias alrededor de ciertas secuencias como la última (todos subidos a las mesas) o la repetida coletilla: “¡Oh capitán, mi capitán!”. Se ataca su “sensiblería”, el “reflejo falso” de lo que tiene que ser un buen profesor, la “superficialidad” de la propuesta, el “guion flojo y previsible”, que qué tipo de “rebeldía” es la que desarrolla, que es una historia de “niños elitistas y pudientes” en un instituto privado, etcétera, etcétera. Y leyendo los argumentos que se exponen no puedo decir que algunos de ellos no sean ciertos, pero para mí continúa siendo una película que me aporta. No solo me parece que esté bien rodada por Peter Weir o bien interpretada, sino que me cala más profundamente. Hay algo en el interior de El club de los poetas muertos que me llega. Es una película con un corazón que late.

Quizá el secreto esté en cómo refleja ese aplastamiento de los anhelos y sueños a través del poder y la sumisión, instrumentos de un sistema que quiere a todo el mundo de color gris, sin colores. Todo esto plasmado en una América conservadora de los años 50 y en una institución de enseñanza de élite (recinto cerrado) donde sus trasnochados principios: tradición, honor, disciplina y excelencia, son transmitidos a sus alumnos, que serán los que ocupen futuros puestos de poder para continuar perpetuando un mundo no solo gris, sino sin posibilidad de cambio. Tipos que a su vez aplastarán los sueños, anhelos y ganas de cambio y mejora de otros ciudadanos. Y en esa América por supuesto todo lo que huela a sensibilidad, empatía, poesía, rebeldía, cultura, arte, teatro, libros…, todo aquello que haga volar la imaginación del hombre… es sospechoso. Pero ¿solo ocurre en ese instituto de élite y en esa América de los 50?

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