Joyas del cine clásico latinoamericano (IV). Vidas secas (Vidas secas, 1963) de Nelson Pereira dos Santos

Vidas secas, película fundacional del Cinema Novo.

Vidas secas. Un paisaje desierto, infinito, con unos pocos arbustos y ramas secas, de fondo una banda sonora sin música posible, tan solo un ruido insistente, es la presentación del sertão brasileño. Una paisaje hosco y duro. Unas figuras avanzan a lo lejos y se van acercando. Lo primero que vemos es a una perrilla inteligente que avanza y corretea y poco a poco aparecen uno a uno los miembros de una familia: Fabiano, Vitória y sus dos niños. Entre sus escasas pertenencias tienen un loro y a la perrita Baleia. Son supervivientes, campesinos que intentan sobrevivir a la inclemencia de la sequía, el hambre, la pobreza y las condiciones económicas, políticas y sociales. Van de un sitio a otro intentando arraigarse y ser gente normal, como ellos expresan una y otra vez. Solo quieren un trabajo, una cama en condiciones y un hogar en el que permanecer.

Nunca un título estuvo tan adecuado. Vidas secas. Nelson Pereira dos Santos ofrece un retrato de la miseria desolador. La familia trata de arraigarse, pero todo se va complicando. No solo es la desolación del paisaje y la dureza de los periodos de sequía. Son las diferencias de clase, las condiciones laborales del patrón, el poder corrupto de los que lo ostentan… Sus personajes protagonistas son un matrimonio cada vez más duro y desesperado, pero sin fuerza para la rebelión. Viven humillados y ellos mismos eliminan de sus vidas los sentimientos (solo hay ciertos destellos, no han perdido la capacidad de desear un futuro mejor), necesitan acarrear fuerzas para seguir avanzando y buscar el lugar adecuado. No hay sitio para debilidades.

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Bosco (Bosco, 2020) de Alicia Cano Menoni

Orlando Menoni, contador de historias del Bosco.

El anciano Orlando Menoni desde el patio de su casa en Salto, Uruguay, es un contador de historias. Desde su silla giratoria, que le permite una visión de 360 º, atraviesa las fronteras espaciales y temporales. Desde la existencia de la palabra, la fuerza de la tradición oral ha estado presente y se ha transmitido de generación en generación. Orlando guarda en su memoria las raíces familiares, los orígenes de los Menoni, y sus historias no se pierden porque él las cuenta. Y esas raíces le llevan siempre a Bosco di Rossano, un pequeño pueblo italiano, escondido entre montañas y castaños. Él nunca ha estado ahí, pero lo conoce como la palma de su mano. Y es más, lo ama. Es la tierra donde reposa la memoria familiar, Orlando lleva en su cabeza su Innisfree particular.

Sin embargo, ocurre algo precioso, porque esa tierra amada y soñada es real, y su nieta, Alicia Cano Menoni, cineasta, tiene una cámara para atraparla. Cuando hace trece años, tuvo la oportunidad de ir a estudiar a Italia, su mayor deseo era encontrar el pueblo de Bosco, el protagonista de todas las historias que le contaba su abuelo cuando era niña en el patio de Salto. Alicia no solo localizó la aldea, sino que durante trece años atrapó la esencia de ese pueblo, convivió con sus apenas trece habitantes durante sus estancias allá, captó su espíritu… y se dio cuenta de que el pueblo soñado y transmitido por su abuelo existía, era de carne y hueso. Las palabras de su abuelo fueron su guía… y allá se encontró con sus pobladores, guardianes de memoria, que también guardaban sus historias y conservaban sus formas de vida. No hay olvido.

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Diccionario cinematográfico (237). Supermercados

En Blue Jay, un encuentro en un supermercado puede permitir aquellas palabras que una pareja nunca se dijo…

Supermercados. Pues esta palabra me ha venido a la cabeza por dos motivos. Uno, porque hace dos meses me pasé por delante de dos cines emblemáticos de Madrid que se llamaban los Roxy A y B y que cerraron en 2013, pero que no construían nada en los locales, y cual fue mi gran tristeza al ver que ya se habían convertido en dos supermercados. Y es que ese es el destino de muchos cines emblemáticos. Mismamente el supermercado donde compro, fue un cine al cual iba de niña, una sala que durante los ochenta proyectaba unas originales sesiones dobles de actores, directores o géneros.

El otro motivo por el que elijo esta palabra es que no hace mucho vi una pequeña película que logró conquistarme. La historia de una mujer y un hombre de unos cuarenta que se encuentran después de muchos años en un supermercado. Y a partir de ese momento pasan todo un día juntos y vamos reconstruyendo todo lo que vivieron y lo que les depara la vida ahora. Los dos se enamoraron de adolescentes… y luego por circunstancias y obstáculos se fueron separando. Pero les quedaron cosas por decirse y después de varios años pueden hacerlo gracias a un encuentro casual en el supermercado. Blue Jay de Alexandre Lehmann es de esas sorpresas inesperadas. Solo dos personajes, Jim (Mark Duplass) y Amanda (Sarah Paulson), unos pocos escenarios y los recuerdos.

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Ráfaga de películas que no tuvieron un texto propio

Siempre hay una alfombra roja de películas que una va viendo y se quedan sin texto propio. En un verano que no he parado, también he sacado tiempo para ver largometrajes que me apetece confesar qué huella me han dejado. He decidido ir nombrándolas e ir destacando algo de ellas para que no caigan en olvido en mi memoria. Tal vez alguna de ellas en un futuro tenga su propio texto. Pero por si acaso, aquí va una breve presencia en el blog. No voy a seguir orden alguno, iré escribiendo sobre ellas según las vaya recordando.

Nop de Jordan Peele, con un héroe de rostro inmutable (un estupendo Daniel Kaluuya).

La primera es para recordarme que tengo que volver al ritmo habitual de pisar la sala de cine, pues además hay varias que espero no perderme próximamente. Me apetecía ver Nop de Jordan Peele, ya que no me he perdido las dos anteriores: Déjame salir y Nosotros. Pues bien en ese cine espectáculo donde hay idas de olla, fuerza visual, amor al cine, un héroe en estado de shock con rostro imperturbable (un estupendo Daniel Kaluuya), influencias de cine de terror, de western, de cine serie B, de aventuras, de ciencia ficción…, yo me lo pasé de miedo. No buscaba más, por cierto. Lo mejor para mí es lo que más controversia genera: el chimpacé Gordy.

Una de las películas que me faltaba para completar la filmografía de Ingrid Bergman era Las campanas de Santa María (Bells of St. Mary’s, 1945) de Leo McCarey. Después del éxito de Siguiendo mi camino (Going My Way, 1944), sobre las aventuras del padre padre O´Malley (Bing Crosby) en una parroquia, McCarey decide continuar sus andanzas con una secuela. Dicho padre llega a un colegio de monjas, donde la madre superiora es ni más ni menos que Bergman. Leo sabía filmar con emoción, y esta película tiene una secuencia reveladora de este arte: el ensayo de una representación navideña alrededor del portal de Belén por un grupo de pequeños alumnos, que terminan cantando el cumpleaños feliz alrededor del nacimiento.

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Festival de Venecia, 2022. Cortometraje Carta a mi madre para mi hijo de Carla Simón

Carla Simón en Carta a mi madre para mi hijo.

Una carta, una canción y un cuento son la columna vertebral de un cortometraje de la realizadora Carla Simón. El cine como forma de expresión de lo más íntimo. Para indagar en la memoria, en el pasado. Lo filmado para indagar en lo autobiográfico. La directora, justo cuando se dispone a rodar, está viviendo un momento especial: va a ser madre. Y decide a través de las imágenes escribir una carta a su progenitora ausente. «Querida mamá, quiero contarte que voy a ser madre». Lo que se va revelando es pura sensibilidad y emoción.

Su madre ausente es un referente para Carla Simón. Así lo dejó ver en su largometraje Verano 1993, una obra de ficción donde espolvoreaba entre los fotogramas recuerdos de su infancia. La realizadora perdió a sus padres cuando tan solo era una niña. Ambos fueron víctimas del sida. Cuando tenía tres años, falleció su padre. Tres años después, su madre. La pequeña Carla fue adoptada por sus tíos maternos.

A través de Carta a mi madre para mi hijo la directora logra a través de un cuento para su hijo recuperar a la madre ausente. Y es tan emocionante como triste poder ver ese encuentro. El cortometraje es un grito silencioso sobre su lucha para reconstruir a la madre que no conoció y que no quiere olvidar. Carla Simón no olvida a Neus Pipó Simón, su madre. «¿Cómo podrá Manel conocerte si apenas te conocí yo?».

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Cortometrajes. 28º Festival Ibérico de Cine. Palmarés

Mejor cortometraje del Festival Ibérico de Cine: Farrucas

Riqueza de historias y matices. De formas de contar una historia. Todo tipo de géneros. El cortometraje es una puerta a la creatividad. Durante el mes de julio, se ha celebrado en Extremadura este festival de referencia en el mundo del cortometraje. Y el palmarés ha dejado entrever la variedad, pero también una lectura diversa del mundo actual.

Si bien es cierto que el cortometraje tiene difícil su distribución y proyección, muestra, sin embargo, un abanico de creatividad y de formas de expresión con fuerza. ¿Por qué no volver a proyectar un cortometraje antes del largometraje en las salas de cine? ¿Por qué no crear una sala de exhibición solo para cortometrajes? En un momento crítico, donde hay que incentivar la sala de cine como lugar idóneo para ver películas, ¿por qué no atraer también con el mundo cortometraje? Iniciativas como el Festival Ibérico de Cine muestra su buena salud. Un paseo por su palmarés deja al descubierto un ramillete de propuestas cinematográficas que tienen siempre algo que merece la pena analizar.

Premio Onofre al mejor cortometraje. Farrucas de Ian de la Rosa

Juego con espejos. Las protagonistas se miran. De frente. Hadoum, Fátima, Sheima y Sokayna son cuatro jóvenes hispano-marroquíes que viven en el barrio de El Puche en Almería. Se reúnen para el cumpleaños de una de ellas. La mayoría de edad, 18 años.

El Puche es un protagonista más. Al igual que la casa donde se reúnen. Lo más interesante no es solo ese espejo donde se miran sin miedo. Ni tampoco el sentimiento de sororidad que hay entre ellas. Lo que más destaca es la mirada de dos ellas. La mirada hacia su futuro, la realidad social. Es mostrar que son conscientes del mundo que las rodea. Y las dos miradas son realistas.

Una aspira a soñar, quiere trabajar en París en lo que ella desea.

La otra cree que es imposible salir del barrio, que su origen las marca.

Las demás son testigos de las miradas contrapuestas.

Lo importante: trenzar las dos miradas. Ser conscientes de los obstáculos, pero estar dispuestas a volar sobre ellos.

Ian de la Rosa ofrece un cortometraje de realismo social que destila no solo naturalidad y frescura, sino un halo poético. Las farrucas avanzan al atardecer.

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Alcarràs (Alcarràs, 2022) de Carla Simón

Alcarràs, tierra de melocotones

Una niña, Iris (Ainet Jounou), está organizando una representación familiar en un día de lluvia, entonces se pone seria y entona una cançó de pandero que su abuelo le ha enseñado. Una canción que guarda la memoria oral, que cuenta una historia lejana que aún tiene una huella profunda. Además la letra guarda entre líneas el amor a la tierra, al trabajo y la traición del terrateniente. Poco a poco miembros de la familia protagonista, la familia Solé, van tatareando o uniéndose al canto de la niña. De pronto, la cámara viaja hasta lo que enmarca una ventana: los árboles de melocotones, la tierra. Todo bajo una lluvia que alimenta, que nutre.

Carla Simón logra un momento emocionante y de gran belleza. Lo que hace en Alcarràs es un delicado ejercicio de atrapar una realidad: un mundo que se acaba, una forma de vida que termina. Durante un verano, una familia de payeses en Lleida se va dando cuenta de que lo que han hecho durante tres generaciones, recoger melocotones de sus tierras, es algo que se les escapa para siempre. Su manera de vivir está a punto de transformarse.

Lo que cuenta la realizadora de Estiu 1993 es una historia íntima y pequeña, pero termina escapándose también la Historia con mayúsculas. Una película suave y hermosa, pero que no calla. Lo político y lo social partiendo de lo íntimo. Pues al final poco ha cambiado el panorama. Los poderosos siguen siendo los mismos y salen adelante llevándose todo por delante si hace falta, y los que tienen que ir adaptándose a los designios y transformaciones son los trabajadores que se dejan la piel en su día a día. Y muchos pensarán que es una manera simplista de ver la realidad, pero es que así de simple es el asunto.

Tal y como ocurrió en su debut, Simón parte de un mundo que conoce. Si Estiu 1993 era un largometraje con mucho de autobiográfico. En Alcarràs sabe del mundo que filma, no le es ajeno. No le resulta complicado mirarse en el espejo.

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Fue la mano de Dios (È stata la mano di Dio, 2021) de Paolo Sorrentino

La familia de Fabietto…

Fue la mano de Dios es un grito, una confesión. Paolo Sorrentino esconde un dolor en su interior que marcó su vida de adolescente. Quizá fue el principio de su camino como cineasta…, porque la realidad no le gustaba. Su alter ego, un adolescente con rizos, el dulce Fabietto Schisa (Filippo Scotti), pasea por el Nápoles de los años 80 y, de golpe, tiene no solo que aprender a mirar, sino emprender un camino. Entre la risa y el desgarro fluctúa el gran secreto de su capacidad creativa.

Muchos cineastas convierten su pasado en una película, en un intento de atrapar el recuerdo y entenderse un poco más. En realidad se puede construir un largo tapiz de autobiografías convertidas en fotogramas, donde cineastas se desnudan ante las cámaras para contar lo más íntimo, y convertirlo en arte.

El viaje merece la pena: Los 400 golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) de François Truffaut, Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) o Amarcord (Amarcord, 1973) de Federico Fellini, El espejo (Zerkalo, 1975) de Andrei Tarkovsky, Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974) o Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) de Ingmar Bergman, Voces distantes (Distant Voices, 1988) de Terence Davies… O, últimamente, Roma (Roma, 2018) de Alfonso Cuarón, Dolor y Gloria (Dolor y Gloria, 2019) de Pedro Almodóvar, Belfast (Belfast, 2021) de Kenneth Branagh…, y Paolo Sorrentino y Fue la mano de Dios. Dicen por ahí que no tardaremos en ver la infancia de Steven Spielberg en pantalla grande, y seguro que merece la pena.

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Belfast (Belfast, 2021) de Kenneth Branagh

Belfast es la reconstrucción de los recuerdos de la infancia y un canto de amor al cine.

Belfast no es solo una ciudad de Irlanda del norte, sino un lugar mítico del que hay que irse para siempre. Hay películas en las que un corazón late y se nota en cada fotograma. Una de ellas es Belfast. Kenneth Branagh bucea en el niño que fue y reconstruye el pasado que dejó en Belfast, su ciudad natal, el país de su infancia. Pero escoge un camino para ello y toma una decisión de puesta en escena determinada.

La reconstrucción de sus recuerdos, del espíritu de una época de su vida, los filma como si de una película clásica se tratase. Rescata en Belfast una de las pasiones de niño, la cual no solo la ha conservado toda su vida, sino que ha moldeado su camino: ir a ver películas a la sala de cine. Branagh propone un juego: la mirada de su alter ego, Buddy (Jude Hill), observa la vida a su alrededor como una película clásica de Hollywood.

El conflicto político y religioso no es el tema principal, sino lo que supone la situación y la violencia que brota en la calle donde vive Buddy para que su familia tome una decisión que cambiará el rumbo de su existencia: abandonar o no Irlanda del Norte. El punto de vista es además el de Buddy, un niño de nueve años, que no analiza ni entiende del todo lo que está pasando, solo se da cuenta de cómo cambia su vida, la de sus seres queridos y la de los vecinos de su calle.

Todo empieza durante una apacible tarde de verano en 1969 en una calle de la ciudad irlandesa. Buddy es un niño feliz que juega con sus vecinos cuando, de pronto, oye la llamada de su madre para que vuelva a casa, mientras regresa al hogar, en unos segundos su tranquila calle cambia y se ve sumergida en una ola de violencia que el niño mira con horror, sin entender nada. La convivencia pacífica entre vecinos católicos y protestantes salta por los aires. Su vida pega un giro de 180 grados.

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La casa Gucci (House of Gucci, 2021) de Ridley Scott

La casa Gucci, puro entretenimiento, un culebrón como una farsa.

Con 84 años Ridley Scott no deja de rodar. Durante 2021 ha hecho doblete: primero con El último duelo, una película ambientada en la Edad Media, y ahora con La casa Gucci, que abarca la historia de la familia italiana dedicada al mundo de la moda desde finales de los setenta hasta los noventa. Las dos películas a mi parecer tremendamente entretenidas. En La casa Gucci no solo se lo ha pasado bien rodando, sino que narra con pulso e incluso arriesga con la propuesta.

¿Cómo? Cuenta en tres horas el asesinato de Maurizio Gucci por parte de unos sicarios contratados por su exmujer Patrizia Reggiani, la viuda negra italiana, el 27 de marzo de 1995. Pero ¿cómo decide contarlo? Pone en pie un culebrón melodramático, donde todo exceso es admitido, con aires de ópera bufa, y dirige con una puesta en escena, un sentido del ritmo y del montaje similar a una película de gánsteres de Martin Scorsese o de El padrino de Francis Ford Coppola.

Ridley Scott ha buscado un reparto llamativo y carismático, pero no hay ningún actor italiano. Todos hablan en perfecto inglés y de vez en cuando dejan escapar alguna expresión italiana o tratan de imitar el acento… ¡Puro Hollywood! La casa Gucci es pura representación y mascarada con unas gotitas de esperpento. Entretenimiento puro y duro. No es de extrañar que los herederos de la familia Gucci no estén muy satisfechos, la película ficciona todo lo que puede y más (aunque parece ser que la base es el libro de una periodista). Los personajes son pura farsa. Aun así suelta verdades como puños sobre familias poderosas y sus relaciones, imperios económicos del mundo de la moda y de lo que un ser humano es capaz de hacer solo impulsado por la ambición.

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