Prisioneros del bucle. Treinta años de Atrapado en el tiempo y otros días de la marmota (Applehead Team, 2023) de Santiago Alonso e Isabel Sánchez

Prisioneros del bucle es un ensayo sobre la influencia de Atrapado en el tiempo treinta años después de su estreno.

Los procesos creativos hasta que una idea va adquiriendo forma son apasionantes, con curvas, giros, obstáculos, tensiones, magia, descubrimientos, conocimientos y casualidades… Ya estamos en la fase final y preparados para anunciar la aparición de un nuevo libro de cine: Prisioneros del bucle. De hecho, si me atrevo a escribir sobre ello, es porque ya se puede ir encargando en la página de la editorial: luego, ya es una realidad cercana. La elaboración de un libro está lleno de momentos, ideas y detalles que ir cuidando, porque el objetivo final es compartir con los lectores aquello que nos apasiona.

Un instante clave en el proceso es la elaboración del texto de contraportada, porque ahí es donde puedes intentar captar el alma del libro para atraer, como el canto de la sirena, a posibles futuros lectores. Ahí va el nuestro:

«Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993), de Harold Ramis, un renovador capital de la comedia estadounidense de los años setenta y ochenta, ha cumplido treinta años. El largo invierno de Phil Connors, el protagonista de esta historia, continúa seduciendo e intrigando a los espectadores. La película se ha convertido, tal y como quería el guionista Danny Rubin, en todo un clásico. También es uno de los trabajos más recordados, si no el que más, de su pareja protagonista, Bill Murray y Andie MacDowell.

Además de aportar un análisis crítico del largometraje, el ensayo Prisioneros del bucle señala su importancia en el género de la comedia romántica y los ingredientes que emplea de la ciencia ficción. También qué papel tuvieron el guionista, el director y el actor principal en el proceso de creación o las diferentes interpretaciones que ha generado. Todas estas son alguna de las razones por las que la cinta se ha granjeado tan alta consideración y mantiene su frescura.

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La sencillez de La Jetée (1962) de Chris Marker

La jetée y la sencillez de una historia de amor más allá del tiempo y el espacio.

La Jetée es ante todo la historia de un recuerdo y un amor más allá del tiempo y el espacio. Una sucesión de fotografías en blanco y negro, un montaje especial, una voz en off y una banda sonora de música y sonidos son suficientes para que Chris Marker cree un cortometraje de ciencia ficción sobre bucles temporales que ha influenciado en varias películas posteriores.

Veintiocho minutos de una historia poética sobre un prisionero que, tras la III Guerra Mundial, le convierten en sujeto de un experimento para viajar en el tiempo y conseguir así salvar a la humanidad, que vive bajo tierra por el peligro de las radiaciones. Los científicos le eligen porque creen que posee un cerebro fuerte y por la fijación que tiene de un recuerdo de su infancia en una terminal de un aeropuerto.

Sus padres le llevaron allí para que pudiese ver los aviones, pero retuvo el rostro de una mujer y cómo este se iba transformando por un suceso. Un hombre moría a sus pies.

Esa mujer es la llave que emplean los investigadores para que el experimento sea un éxito y el hombre elegido pueda viajar y moverse con facilidad entre el pasado y el futuro. Lo que quieren lograr es que se abra un agujero en el tiempo para que a través de él le puedan facilitar recursos para sobrevivir.

El experimento es un éxito cuando por fin penetra en el futuro y consigue una placa de energía tan potente como para reactivar otra vez a la humanidad.

Pero, en realidad, lo que le ha pasado es que durante los distintos viajes que ha realizado al pasado, en las diferentes fases del experimento, nuestro protagonista ha logrado conectar de manera especial con esa desconocida que forma parte de su recuerdo infantil. Los dos se encuentran bien juntos, su relación fluye. Ambos han construido una intimidad. Él es feliz con ella y ella admite sin preguntas las apariciones y desapariciones de ese hombre que la visita inesperadamente en distintas ocasiones.

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Ráfaga de películas que no tuvieron un texto propio

Siempre hay una alfombra roja de películas que una va viendo y se quedan sin texto propio. En un verano que no he parado, también he sacado tiempo para ver largometrajes que me apetece confesar qué huella me han dejado. He decidido ir nombrándolas e ir destacando algo de ellas para que no caigan en olvido en mi memoria. Tal vez alguna de ellas en un futuro tenga su propio texto. Pero por si acaso, aquí va una breve presencia en el blog. No voy a seguir orden alguno, iré escribiendo sobre ellas según las vaya recordando.

Nop de Jordan Peele, con un héroe de rostro inmutable (un estupendo Daniel Kaluuya).

La primera es para recordarme que tengo que volver al ritmo habitual de pisar la sala de cine, pues además hay varias que espero no perderme próximamente. Me apetecía ver Nop de Jordan Peele, ya que no me he perdido las dos anteriores: Déjame salir y Nosotros. Pues bien en ese cine espectáculo donde hay idas de olla, fuerza visual, amor al cine, un héroe en estado de shock con rostro imperturbable (un estupendo Daniel Kaluuya), influencias de cine de terror, de western, de cine serie B, de aventuras, de ciencia ficción…, yo me lo pasé de miedo. No buscaba más, por cierto. Lo mejor para mí es lo que más controversia genera: el chimpacé Gordy.

Una de las películas que me faltaba para completar la filmografía de Ingrid Bergman era Las campanas de Santa María (Bells of St. Mary’s, 1945) de Leo McCarey. Después del éxito de Siguiendo mi camino (Going My Way, 1944), sobre las aventuras del padre padre O´Malley (Bing Crosby) en una parroquia, McCarey decide continuar sus andanzas con una secuela. Dicho padre llega a un colegio de monjas, donde la madre superiora es ni más ni menos que Bergman. Leo sabía filmar con emoción, y esta película tiene una secuencia reveladora de este arte: el ensayo de una representación navideña alrededor del portal de Belén por un grupo de pequeños alumnos, que terminan cantando el cumpleaños feliz alrededor del nacimiento.

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Sesiones dobles de verano (III). Homenaje a James Caan. Rollerball (Rollerball, 1975) de Norman Jewison / Jardines de piedra (Gardens of Stone, 1987) de Francis Ford Coppola

James Caan en Ladrón de Michael Mann, antes de dejar durante años la pantalla.

Adiós, James Caan. A principios de mes nos enteramos de su muerte. Solo hace falta mirar fotografías del actor de finales de los sesenta y principios de los setenta para ver su semblante de tipo duro, con sonrisa socarrona, pelo en pecho y exudando sexualidad a raudales. Para muchos está entre los inmortales del cine por su recreación de Sonny Corleone en El Padrino.

Sonny, el hermano mayor de la familia. Visceral y bravucón, partiría la cara a cualquiera que tocara un solo pelo a un miembro de su familia. Vividor, divertido y buen amigo. Es impulsivo, pero también capaz de reírse y disfrutar de la vida (algo que le faltará a Michael). Su personaje es tan fuerte y bien construido que, aunque desaparece en la primera parte, estará muy presente en toda la trilogía.

Pero la carrera de Caan fue mucho más que Sonny. Howard Hawks le dio sus primeros protagonistas y estuvo maravilloso como el joven pistolero de El Dorado. No fue la última vez que estuvo magnífico en un western, también merece la pena verlo en Llega un jinete libre y salvaje. No paró de trabajar en los ochenta y ya empezaba fuerte los ochenta con Ladrón de Michael Mann.

Pero circunstancias y dramas de la vida le hicieron retirarse de las cámaras. No regresó hasta finales de la década. Y de la mano de uno de sus directores fetiche: Francis Ford Coppola. Así se le recuerda también en Misery o Dogville, pero no volvió al esplendor de los setenta.

En esta sesión doble, homenaje al actor, se puede disfrutar de uno de sus éxitos de los setenta, una película de ciencia ficción sobre un mundo distópico, y también del largometraje de Coppola que le haría volver de nuevo a las pantallas. Francis regresa a Vietnam, pero desde la retaguardia.

Rollerball (Rollerball, 1975) de Norman Jewison

James Caan, durante los años setenta, en la cumbre de su éxito.

Rollerball se desarrolla en un mundo distópico, donde no hay naciones ni líderes, sino grandes corporaciones que proporcionan seguridad, confort y comodidad a través de energía, transporte, lujo, vivienda, comunicación y alimentos. Hay un frío y frágil equilibrio en el mundo, atrás quedaron las guerras. Ahora los habitantes del mundo andan dominados por los privilegios, las pastillas que toman y que manipulan sus estados de ánimos y la información audiovisual.

Todo el conocimiento está controlado por un ordenador central, al que nadie hace mucho caso ni presta excesivo interés. No importa si se pierde todo un siglo y de los libros circulan tan solo resúmenes, además no hay mucho interés por proporcionarlos ni por consultarlos. Las decisiones las toman las grandes corporaciones. Nadie destaca. A las masas las calman con unos nuevos gladiadores, los jugadores de un deporte violento: el rollerball. Cada equipo lleva el nombre de una ciudad, sede de una corporación.

El problema surge cuando en uno de los equipos, el Houston, hay un jugador que es ya toda una estrella: Jonathan E (James Caan). De pronto, el director de la corporación de la energía, el señor Bartholomew (John Houseman), le ofrece que se retire con todas las comodidades del mundo, a pesar de estar en uno de sus momentos más brillantes. Lo que no se esperan es que Jonathan piense y quiera entender los motivos del retiro. Y es más, se niegue a obedecer.

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Sesiones dobles para tardes de verano (2). La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel / La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978), de Philip Kaufman

Que en estos tiempos salga una nueva revista de cine y en papel es una temeridad maravillosa. Así ha ocurrido con Solaris. Textos de cine. Una revista que lleva ya cinco números (tres al año). Cada publicación se centra en una película determinada o en un tema muy concreto, que es abordado por profesionales especializados en distintas áreas. El último ejemplar que ha salido a la venta analiza desde diversas miradas La invasión de los ultracuerpos, de Philip Kaufman.

Una vez devorados los distintos artículos, me apeteció visitar dos de las versiones cinematográficas: obviamente, la de Kaufman y la de Don Siegel, en los cincuenta. De hecho, esta última es de esas películas que ves de niña y te marcan. Nunca he podido olvidar la película de las vainas… Son películas que no pierden su vigencia. De hecho, uno de los aspectos que llama la atención en el análisis de Solaris es como estas películas han recobrado toda su actualidad en el contexto COVID.

Así que pensé que no podía haber mejor sesión doble para tarde de verano que esta. Y si de paso apetece ahondar más, no viene mal conocer la revista Solaris, pues el periodo estival no es mala época para descubrir nuevas lecturas. La revista se ha centrado en sus anteriores números en temas y películas tan interesantes como De Arrebato a Zulueta, Trilogía del apartamento de Roman Polanski, Eyes wide shut y Cine que hoy no se podría rodar.

Por otra parte, hay otra sesión doble con este mismo tema que puede complementar a esta que propongo aquí. La novela de corta de Jack Finney, que publicó en el año 1955, tiene otras dos versiones cinematográficas a tener en cuenta, como bien se deja ver a lo largo de varios de los análisis de la revista: Secuestradores de cuerpos (1993), de Abel Ferrara e Invasión (2007), de Oliver Hirschbiegel.

La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel

La invasión de los ladrones de cuerpos. Pánico y paranoia en los cincuenta.

En las distintas versiones cinematográficas, una de las cosas evidentes de la “invasión” que se produce es que la historia tiene una doble lectura según la situación social y política de EEUU. De tal manera, que la película de Don Siegel es pura ciencia ficción de los años cincuenta, pero también hay ecos del momento histórico que se está desarrollando en ese momento. El doctor Miles J. Bennell (Kevin McCarthy) y su prometida Becky Driscoll (Dana Wynter) se van dando cuenta en su pequeño pueblo, Santa Mira, de que todos sus habitantes están siendo suplantados por unos dobles, que nacen de unas vainas gigantes, y que crean una sociedad de individuos sin sentimientos ni emociones, que actúan en masa.

Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, EEUU vive en una continua tensión política por la Guerra Fría, donde el enemigo a batir son la URSS y los países que orbitan alrededor de esta potencia. Además también se establece un modo de vida, un estado de bienestar, conservador e inmutable, que se vende como el “sueño americano”. Este sueño teme hasta la paranoia todos aquellos que puedan quebrantarlo, entre ellos, como no, los comunistas. Aunque se da una paradoja o una doble interpretación de esta película según los ojos con que se mire: el terror a la posible invasión comunista (uno de los grandes miedos de la Guerra Fría) o el pánico a sucumbir al sueño americano, sin poder disentir y con el miedo a ser denunciado como sospechoso de comunismo (es el periodo álgido de la Caza de Brujas y del senador Joseph McCarthy).

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Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine, de Antonio Santos (Cátedra —Signo e imagen—, 2019)

En Tiempos de ninguna edad subimos a Naves silenciosas.

La imagen poderosa de Freeman Lowell (Bruce Dern), una especie de eremita jardinero y astronauta, en unas naves que salvaguardan la vida vegetal y algunas especies animales en mitad de la inmensidad espacial, con la esperanza de que algún día la tierra pueda volver a convertirse en un paraíso, asalta mi mente. Este jardinero espacial, desterrado del planeta, tiene una obsesión: cuidar y proteger los gigantescos invernaderos espaciales para asegurar un futuro próximo. Y por salvar la naturaleza será capaz de todo, incluso de la soledad más absoluta, aliviada por la compañía de tres rústicos robots. Freeman Lowell es uno de los protagonistas del último capítulo de Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine, de Antonio Santos. Si en el primer ensayo ya analizado (Tierras de ningún lugar) proporcionaba un recorrido especial por la utopía y el cine, esta vez el camino a seguir lleva al lector a las distintas distopías que se han reflejado en la pantalla blanca. La distopía como advertencia o espejo del mundo hacia el que nos dirigimos con la mirada en el presente.

De hecho, Freeman Lowell, que abre el capítulo «La humanidad desterrada», se encuentra lejos de una tierra que ha destruido sus recursos naturales. Lowell, protagonista de la película Naves misteriosas (Silent Running, 1972) de Douglas Trumbull, es un soñador obsesivo: «¿Y no creéis que es hora de que alguien vuelva a soñar? ¿No es el momento de que alguien sueñe con un mundo mejor?». Y el ensayo de Antonio Santos está poblado de soñadores que tratan de rebelarse contra el sistema político y social generado en la distopía que habitan.

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Doble sesión en el puente de mayo. La casa junto al mar (La villa, 2017) de Robert Guédiguian/Un lugar tranquilo (A Quiet Place, 2018) de John Krasinski

La casa junto al mar (La villa, 2017) de Robert Guédiguian

La casa junto al mar

Tres hermanos en una casa junto al mar…

Cuando vi en los noventa Marius y Jeannette, Robert Guédiguian entró a formar parte de la nómina de directores a los que seguiría su trayectoria sin remedio y siempre que pudiera, de manera fiel. Marius y Jeannette por un motivo u otro me deslumbró. Así ya no me separé del director y de su trío protagonista: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan (y de otros actores frecuentes en sus películas como Jacques Boudet). La última donde volví a verlos juntos fue en Las nieves del Kilimanjaro en 2011. Cuando Guédiguian les hace vivir en su amada Marsella, cuando pone sobre la mesa la dificultad de ser coherente y fiel a un ideario político de izquierdas, cuando habla de ilusiones perdidas, cuando se muestra contrariado por el paso del tiempo y el cambio en los paisajes físicos y mentales, cuando expone a través de los actos de los personajes que nada está perdido…, que se pueden perseguir los ideales y los sueños, que la lucha continúa…, que uno puede equivocarse y cansarse, pero que siempre uno puede levantarse, que la solidaridad no es una palabra vacía, vieja o sin sentido, que sigue existiendo la buena gente…, que hay rebeldes, románticos e idealistas, que las distintas generaciones pueden chocar y tener distintas miradas sobre la realidad, pero que pueden caminar juntos, incluso llegar a entenderse y comprenderse, cuando muestra un sentido tragicómico de la vida; entonces este director particularmente me emociona y me llega a lo más profundo. Y La casa junto al mar reúne todas esas condiciones.

La sensación de estar viendo rostros amigos y de vivir sensaciones que te hacen salir de la sala de cine con una tranquilidad vital, como si realmente pudieras quedarte en esa casa junto al mar, hace que la película pueda dejar al espectador un poso profundo. Robert Guédiguian tiene una manera muy peculiar y elegante de ir a contracorriente con los tiempos que corren. Es encantador ver una secuencia en que de pronto todos los personajes piden un cigarrillo (aunque no fumen o lo hayan dejado) y todos se ponen a fumar tranquilamente, con placer, frente a un balcón, mirando el mar. En un momento en el que en la pantalla de cine no es políticamente correcto ver fumar a personajes que viven en nuestro presente. Y todo después de un momento sobrecogedor.

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Los hilos entre Blade Runner 2049 (Blade Runner 2049, 2017) de Denis Villeneuve y Blade Runner (Blade Runner, 1982) de Ridley Scott

Nota: es un texto hasta arriba de spoilers, NO LEER BAJO NINGÚN CONCEPTO si aún no has visto Blade Runner 2049.

Blade Runner 2049

Dos blade runner: K y Deckard

De Deckard a K. El nuevo y solitario blade runner se llama K. Como Deckard (treinta años antes), es solitario, serio y desencantado. Pero son muchos más sus paralelismos. Y son tan fuertes que incluso en un hilo de la historia podemos creer que son padre e hijo. Pero es que realmente como personajes de ficción actúan y funcionan como un padre y como un hijo.

Los dos acaban siendo rebeldes y se plantean su existencia e identidad, además de darse cuenta de que están atados con cadenas a su trabajo: la persecución y muerte de replicantes. Los dos son redimidos por el amor y la muerte.

Pero lo más curioso de este padre e hijo, es que K, como un personaje kafkiano va por el laberinto de la memoria y del mundo en el que vive, hasta tratar de encontrar un sentido… es un replicante consciente de su esclavitud, que busca su humanidad. Y pese a la controversia de la verdadera naturaleza de Deckard, él actúa como un ser humano sin alma (como los replicantes que elimina), que busca su esencia, volver a sentir amor y miedo a la muerte.

K y Deckard están condenados a encontrarse en una ciudad devastada (que era símbolo del entretenimiento y el juego) donde solo quedan fantasmas u hologramas. Y, allí, se miran a los ojos, se reconocen en sus rituales… y la camaradería que comparten es la de un padre y un hijo. Una relación de amor-odio, de echar en cara y finalmente de unión irreductible.

Y curiosamente lo que diferencia a K y a Deckard son sus destinos. Deckard siempre camina o se aferra a una esperanza. Deckard logra amar intensamente. Y deja una huella en el mundo. Siempre hay esperanza para él, treinta años después también. K es consciente de su esclavitud, su amor es imposible y truncado, sus sueños artificiales rotos en pedazos… y su rebeldía y despertar le llevan a una muerte bajo la nieve. Y la muerte le hace libre. En su muerte se acerca más a la “filosofía” del replicante que fue el mayor enemigo de Deckard y también su salvador: Roy Batty.

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La llegada (Arrival, 2016) de Denis Villeneuve

La llegada

Parece que la humanidad necesita que vengan de las estrellas para darnos un toque de atención. Y en momentos convulsos Robert Wise dirigió Ultimátum a la tierra (1951); y ahora que todo está revuelto, Denis Villeneuve dirige La llegada. Y en ambos films no son muy bien recibidos los seres del más allá, son percibidos como amenaza. Y en ambas hay que entender un mensaje. Y en las dos hay algún que otro ser humano que trata de arriesgarse, acercarse y comprender. La primera era sencilla e inocente… La segunda sofisticada dentro de la sencillez, y continúa con una cierta inocencia. Denis Villeneuve, director con una visión pesimista de la humanidad, lanza un rayo de luz. Pero sigue siendo perturbador y maravilloso en la consecución de atmósferas y ambientes.

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En algún lugar del tiempo (Somewhere in Time, 1980) de Jeannot Szwarc

A Bet, la chica del parasol blanco. Ella me puso tras la pista de esta película

En algún lugar del tiempo

Hay películas que nacen y con el tiempo se va desarrollando una mitología alrededor de ellas. Películas que, de pronto, generan una legión de seguidores que conectan con lo que cuentan y cómo lo cuentan. En su momento incluso pudieron ser un fracaso de público y crítica. Tampoco hay que buscar que sean totalmente perfectas, o demasiado complejas u obras maestras, sino que tienen un algo que las convierte en inolvidables. Es difícil de explicar. Una de esas películas es En algún lugar del tiempo. Empieza con una frase: “Vuelve a mí”. Y estas palabras las pronuncia una anciana a un joven dramaturgo, mientras esta le entrega un precioso y antiguo reloj de bolsillo. Es el año 1972, Richard Collier acaba de triunfar con el estreno de una obra y le espera un futuro brillante. Está de celebración con la novia, sus amigos, y admiradores… De pronto en la penumbra vemos a una anciana que empieza a avanzar hacia el dramaturgo que está de espaldas… Y casi no se percibe, pero es como si realmente el tiempo se parara. El joven se da la vuelta, ella pronuncia sus palabras, se miran, ella le da el reloj… y hace una salida de escena, como si de una obra se tratara. Ya no hay vuelta atrás. Volvemos con Richard ocho años después de este acontecimiento… y es un dramaturgo con crisis existencial y creativa…

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