Flor de cactus (Cactus Flower, 1969) de Gene Saks

Flor de cactus te hace pasar una buena tarde de primavera. A tres días de mi cumpleaños, me apetecía disfrutar de nuevo de una comedia romántica, que además me permitiera centrarme en una época determinada en Hollywood que me interesa mucho: la de finales de los sesenta.

Una época de transición donde no solo se estaba dando el paso del Viejo al Nuevo Hollywood (tanto en el contenido como en la forma), sino que también las películas se estaban abriendo a temas que no se habían tocado (o no explícitamente), se estaba viviendo la inminente caída del código Hays y se estaba produciendo también un cambio generacional entre los actores y los directores. Además los años sesenta fueron también los de la revolución sexual, suponían también el final de la sociedad americana de los cincuenta, del sueño americano y del conservadurismo. Por otro lado, se estaban produciendo movimientos políticos, económicos, sociales y bélicos que iban mostrando el frágil equilibrio de esa guerra fría que dividía el mundo en dos bloques.

Durante esos años, no faltó tampoco la comedia romántica y Flor de cactus funcionó bastante bien, todo un éxito en taquilla. El texto de origen era una obra teatral francesa con el mismo título de Barrillet y Gredy, que había sido llevada a los escenarios de Broadway por Abe Burrows.

Esa flor de cactus a la que hace referencia el título es una planta que se encuentra en la mesa de Stephanie Dickinson (Ingrid Bergman), ayudante del dentista Julian Winston (Walter Matthau). Stephanie es una mujer trabajadora, madura y solitaria que ha establecido una rutina laboral y una fidelidad profesional hacia su jefe durante más de diez años. Los dos se han hecho a su manera el uno al otro, inconscientemente. En un principio ese cactus se mantiene vivo, pero con sus pinchos siempre alerta, aunque con el paso del tiempo deja salir una bella flor. No es sino la radiografía de Stephanie una mujer aparentemente distante y fría que deja escapar una personalidad atractiva, inteligente, sensual y cálida.

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Una joven prometedora (Promising Young Woman, 2020) de Emerald Fennell

Una joven prometedora me ha suscitado reflexiones desde que la vi en la sala de cine y ofrece una mirada determinada que dota de sentido toda la película, incluido su tono. La vi hace varios días y sigo dándole vueltas. Voy a intentar explicarme. Ahora mismo estoy disfrutando de lo lindo con un enorme volumen de Cuentos de hadas (Impedimenta, 2016) de Angela Carter, donde la escritora recopila una ristra de cuentos tradicionales de todas las partes del mundo con un nexo común: están protagonizados por mujeres. Como dice en la introducción: “pese que este sea un libro de cuentos maravillosos o cuentos de hadas, entre sus páginas vas a encontrar pocas hadas”…, lo que encuentras, sin embargo, es todo tipo de mujeres.

La traductora Consuelo Rubio Alcover en un Prefacio a la antología facilita una definición certera de este tipo de cuentos del historiador y filósofo rumano Mircea Eliade: “según el cual estos cuentos proponen ‘modelos de comportamiento humano’ que, por lo tanto, dotan de ‘sentido y validez’ a la vida”. Pues bien en estos cuentos nuestras heroínas se encuentran protagonizando situaciones límites y en ellos hay violencia, sexo, muerte, dolor, desengaño… y también litros y litros de humor negro.

¿Y por qué esta introducción? Porque es como debe tomarse Una joven prometedora, como un cuento contemporáneo protagonizado por una mujer. La heroína se enfrenta a un mundo donde la violencia contra las mujeres está no solo bien enraizada, sino donde los lobos pueden tener piel de cordero, además de ser protegidos, cuidados y exonerados de culpa por la sociedad. ¿No suena algo de esto con echar un vistazo a un periódico y leer alguna de sus noticias? Pero nuestra protagonista se pone el mundo por montera con dosis de amargura y trata de sobrevivir en un mundo cruel. El cuento presenta un mundo de colorines, con canciones de Paris Hilton o Britney Spears, para mostrar en realidad su reverso oscuro. Y ese tono genera momentos incómodos, además de aderezarlos con dosis de humor negro.

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Labios sellados (Time Limit, 1957) de Karl Malden

“Quien mata a un hombre, mata un mundo entero, ¿cuántos mundos habré matado yo?” es una frase que le escribe el mayor Harry Cargill (Richard Basehart) a su esposa en una carta. Pero no es la única cita que uno retiene cuando ve Labios sellados. Hay una que es clave para entender toda la trama: “Todo hombre tiene un límite, no es un crimen ser humano”. La única película que dirigió el actor Karl Malden, animado por el actor y también coproductor, Richard Widmark, tiene garra, tensión y fuerza. Plantea un dilema moral en tiempos de guerra, y la resolución no es fácil, porque como dice Cargill: “La verdad puede ser destructiva”.

La película cuenta las frenéticas horas y las presiones que vive el coronel William Edwards (Richard Widmark) en unas oficinas del Ejército de los EEUU para lograr averiguar qué ocurrió realmente en un barracón de un campo de concentración de Corea del Norte, pues dependiendo de su investigación se celebrará o no un consejo de guerra. El coronel debe descubrir si realmente el mayor Cargill fue un traidor y se pasó al bando enemigo durante su estancia en el campo.

Hay ciertas cosas que le hacen sospechar que algo ocurrió y que todos los soldados del barracón guardan silencio. La sucesión de los hechos, las declaraciones de los testigos, la muerte de dos compañeros y el poco interés que muestra el mayor en su defensa así como la amargura que arrastra son solo algunos de los motivos por los que cree que le faltan cabos importantes para concluir el informe sobre el caso, antes de que se decida si se celebra el consejo o no.

Pero a la vez recibe presiones para que acabe cuanto antes, pues no es de recibo hacer sufrir más a todos los afectados que ya lo pasaron lo suficientemente mal en el campo de concentración, cuando la mayoría tiene claro que el mayor fue un traidor. Además su superior, el teniente general Connors (Carl Benton Reid) quiere que acabe cuanto antes esta causa y se ocupe de otros asuntos que también son urgentes, que se cumpla estrictamente el código militar, que se guarde la memoria de su hijo, precisamente uno de los fallecidos en el campo, y que se deje en paz a sus compañeros.

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Cruzando la calle (Crossing Delancey, 1988) de Joan Micklin Silver

Cruzando la calle…, un momento de felicidad

Hay películas que se te quedan grabadas en la memoria y no sabes muy bien el porqué. Y además no logras volver a verlas después de muchos años. Cruzando la calle es una de ellas. Siempre he recordado el buen sabor de boca que me dejó y nunca he olvidado una réplica: “¿Poesía?”. “Pepinillos”. Es el único largometraje que he visto de su directora Joan Micklin Silver, pero algo me tocó en su día al asomarme a sus fotogramas… y me sigue tocando.

Quizá sea ese Nueva York que presenta o tal vez esa manera delicada y serena de contar una historia de amor. Puede ser ese mismo gusto elegante para mostrar el microcosmos judío en las calles de Manhattan. O sin duda que su protagonista Isabelle (Amy Irving), una treintañera independiente, trabaje en una vieja librería, y pase sus días allí, con sus celebraciones, lecturas y tertulias literarias.

Me envolvió en su día, y me envuelve ahora que la he podido volver a ver. Es una película cercana, respira mucha autenticidad. Me entero que el punto de partida fue una obra de teatro. Las secuencias son como retazos de una vida. No es perfecta, como no son perfectas las nuestras. De hecho, la vida de Isabelle gira alrededor de su trabajo, sus relaciones esporádicas (tiene una aventura con un hombre casado), su enamoramiento idílico de un escritor petulante (qué bien se le dan esos papeles a Jeroen Krabbé), sus amigas y, sobre todo, las visitas a su bubbie, su abuela del alma (Reizl Bozyk).

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Quiéreme o déjame (Love me or Leave me, 1955), de Charles Vidor

Quiéreme o déjame, una película más en la que James Cagney deja una interpretación para el recuerdo.

Cuando escribí un breve artículo en el blog con motivo de la muerte de Doris Day (el 13 de mayo de 2019), varios lectores y amigos mencionastéis una película que aún no había visto, Quiéreme o déjame. Y se me quedó la copla. Ya sabéis que pienso que hay películas que nos llaman y llegan hasta nosotros por diferentes caminos. Esa fue la primera llamada que tuve con la película de Vidor.

Hace poco en una de mis vueltas por una librería, no pude resistir la tentación de comprarme una nueva edición de un libro de cine de François Truffaut, Las películas de mi vida (Cult Books, 2021). Curiosamente en esta recopilación de críticas de Truffaut se encontraba una sobre esta producción. Y en un momento del texto, el crítico y cineasta francés recuerda una frase de Jean Renoir para explicar su mirada sobre Quiéreme o déjame: “No hay realismo en el cine americano. Nada de realismo, sino algo que importa mucho más: una gran verdad” y entonces añade que en el musical sobre la cantante Ruth Etting se narra la historia de una pareja con “una crueldad desgarradora y tiene una sonoridad más trágica, más atroz. En definitiva, suena a más real y toca más el corazón”.

No hace mucho acudí a una tienda de DVD, que para todo amante del cine clásico es una gozada. Y cuando me puse a mirar películas, escogí a voleo una de sus múltiples torres hasta arriba de carcasas. Y, de repente, al retirar la primera película me topé con el dvd de Quiéreme o déjame. Y no perdí ni un segundo, cogí el dvd y me lo llevé. No podía ser de otra manera.

Ya la he visto dos veces, y sé que no será la última. Su análisis no es fácil. Efectivamente, hay una verdad que sobrecoge, y que se convierte en totalmente creíble gracias a cómo se construye y se refleja la relación que establecen Ruth Etting (Doris Day) y el gánster Martin Snyder (James Cagney). Pero además James Cagney consigue un milagro con su interpretación, pues nos sobrecogemos al empatizar con un hombre con todas las características para tacharlo sin ningún escrúpulo: chantajista, matón, violento, machista, maltratador, capaz de humillar al otro una y otra vez… Pero a la vez se dibujan otros aspectos del personaje que nos hacen entender cómo es (que no justificarlo) y también destaca la energía indestructible que tiene para lo bueno y para lo malo.

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Así ama la mujer (Sadie McKee, 1934) de Clarence Brown

Joan Crawford como Sadie McKee, toda una heroína pre code en una buena película de Clarence Brown.

Hay infinitos caminos para llegar a una película y verla. ¿Cómo he llegado a Así ama la mujer? A través de un título de culto, mítico: ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), de Robert Aldrich. En la primera secuencia, después del prólogo donde se nos presenta a las hermanas Hudson, Blanche (Joan Crawford) mira emocionada en la televisión una reposición de una de sus películas. Justo cuando era una estrella dorada del Hollywood de los años treinta y no estaba postrada en una silla de ruedas. Ahora, durante los sesenta, Blanche vive aislada en una mansión junto a su hermana Jane (Bette Davis), una antigua niña prodigio. Baby Jane, este fue su apodo, posee una frágil salud mental, que además se agrava por el alcohol.

En unos momentos frente al televisor, Blanche vuelve a revivir sus momentos de gloria. Incluso expresa en voz alta algunas cosas que hubiese mejorado de su actuación, pero está satisfecha porque ve una buena película. Pues bien, los fragmentos de ese largometraje corresponden al largometraje pre code de Clarence Brown que hoy reseñamos, protagonizado por una joven y vital Joan Crawford, ya con todos los ingredientes que la harían famosa.

Y es que Clarence Brown ya ha visitado más de una vez este blog, pues cuenta con títulos de lo más interesante en su filmografía. Si bien pueden no ser redondos del todo, como este que estamos analizando, presentan motivos argumentales para pararse en ellos despacio. Además cuenta con algunas secuencias que dejan patente el domino de Brown para el lenguaje cinematográfico. Por otro lado mira a sus heroínas de forma especial al representarlas en pantalla, y en este caso es evidente con Joan Crawford. Con unos primeros planos que realzan su rostro especial, y que actúa como una especie de faro luminoso que hace posible la identificación con el personaje además de construir la imagen de una diva del cine dorado.

El título original se refiere al nombre propio y el apellido de mujer en concreto, Sadie McKee, poniendo el énfasis en un carácter concreto. Sadie es la hija de una cocinera de la adinerada familia Alderson. Esta, mientras les sirve durante una comida, se rebela cuando Michael (Franchot Tone), el hijo de los Alderson, que acaba de regresar después de estudiar derecho y que va camino de convertirse en un prestigioso profesional, menosprecia delante de todos a su novio Tommy (Gene Raymond). Sadie escucha cómo dudan de su honradez como trabajador en la empresa familiar, además ha sido recientemente despedido. Antes de este incidente, sin embargo, hemos sido testigos de la complicidad existente desde la infancia entre Michael y Sadie, que vuelve a renacer cuando se reencuentran después de unos años.

No obstante, Sadie dolida por cómo han dudado del hombre que ama, y que en concreto haya sido atacado con frialdad por su amigo de la infancia, toma una decisión: huye con Tommy a Nueva York para buscarse la vida allí y casarse. Pero las cosas no salen como Sadie espera. Su novio la abandona en cuanto le sale la oportunidad de trabajar como cantante con una artista de variedades que conoce en la pensión donde se hospedan la primera noche. Sin embargo, Sadie decide no regresar a casa, y gracias a una nueva amiga, consigue un trabajo como bailarina en un club nocturno. A los pocos días conoce a Brennan (Edward Arnold), un millonario alcohólico, que se queda prendado de ella y que además, casualmente, tiene como abogado a Michael.

Así iremos conociendo las vicisitudes de Sadie con los tres hombres de su vida: Tommy, Brennan y Michael. Y como ella no se amilana para hacer lo que realmente piensa, para ser independiente en sus decisiones y equivocarse o acertar. Al final, lo que tiene claro es que hay que salir adelante en la vida, así como ser absolutamente sincera con sus sentimientos, aunque no sea fácil.

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La última estación de Christopher Plummer

Christopher Plummer, todo un galán de un cine clásico para siempre eterno.

El viernes murió el actor Christopher Plummer y, en seguida, casi todo el mundo lo identificó con un personaje: el del capitán Von Trapp en la película de Robert Wise, Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965). Lo cierto es que desde 1958, año en que debutó en el cine, hasta la actualidad no dejó de actuar en la pantalla grande. La ironía del asunto es que Plummer no tenía demasiado cariño a su capitán Von Trapp. Pero con ese papel fue lo más cerca que estuvo de ser una estrella de Hollywood, tal y como se “fabricaban” en el sistema de estudios. La caída del sistema y la personalidad fuerte y díscola de Christopher Plummer no dejaron tras de sí a una estrella, pero sí un actor versátil con varias interpretaciones mucho más allá de Von Trapp.

Curiosamente, su papel en este musical deja ver alguna de sus cualidades como actor. No sería el último papel que haría de hombre recto, serio e incluso antipático, que, sin embargo, se rompe en un momento dado y deja ver su vulnerabilidad y romanticismo. Según fue haciéndose más mayor, fue creciendo su imagen de caballero elegante. De hecho en una de sus últimas películas, dejó una imagen reveladora. Fue en el remake americano a la película argentina Elsa y Fred. Al final le vemos elegante y bello como un Fred de ochenta años, ataviado como Marcello Mastroianni en La dolce vita, en la Fontana de Trevi, cumpliendo el sueño de Elsa (Shirley MacLaine) de ser por un día Anita Ekberg. Plummer, en blanco y negro, se transformaba en todo un galán que evocaba ese cine clásico para siempre eterno.

Nunca despreció un papel por ser secundario; de hecho, su carrera está llena de secundarios o antagonistas memorables. No se le daban nada mal los villanos, pero tampoco los duros vulnerables. Y cuando le dieron un protagonista lo bordaba. Tampoco le asustó arriesgarse ni moverse para actuar por Gran Bretaña, EEUU o Canadá (su país de origen) en películas de todo tipo. Durante su vejez se convirtió en un intérprete imprescindible e incluso ganó un óscar por Beginners (2010), siendo el actor más mayor que recibió dicho galardón. En esta película era Hal, un hombre que vivía a tope sus últimos años, incluso atreviéndose a salir del armario.

Si su Von Trapp era un hombre complejo, el propio Plummer también lo era, y lo dijo en ocasiones durante sus entrevistas. En un momento de su vida se dejó llevar por el alcohol y los excesos. Al final, en los setenta, encontró estabilidad en su vida sentimental con su tercera esposa, la actriz Elaine Taylor, y también llegó a recuperar su relación perdida con su única hija, fruto de su primer matrimonio, Amanda (nunca la olvidaré en El rey pescador).

Debutó en los años cincuenta de la mano de Sidney Lumet y Nicholas Ray y su última película fue en 2019 en un divertido whodunit de Rian Johnson, Puñales por la espalda. Fue protagonista indiscutible de una filmografía extensa, combinando protagonistas con secundarios de carácter, aunque nunca dejó de ser un imprescindible gran desconocido. También tuvo una sólida trayectoria como actor de teatro. Debutó antes en el escenario que en la pantalla. Al final, queda en la cabeza que se ha ido todo un elegante caballero, una leyenda de un Hollywood que ya no existe.

Un recorrido particular por la filmografía de Plummer

Repaso su filmografía y construyo mi personal recorrido. Y le recuerdo como el todopoderoso productor Raymond Swan que trata de controlar la imagen y la vida de una joven promesa que va para actriz de éxito, Daisy Clover. El productor es una especie de personalidad vampírica que va despojándola de todo y la va succionando la sangre poco a poco hasta convertirla en un títere. Este cuento de cine dentro del cine termina cuando Daisy decide declarar la guerra al príncipe de las tinieblas… Me refiero a La rebelde (1965) de Robert Mulligan.

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Breve radiografía de Mel Gibson. Lluvia de películas, recuerdos, reflexiones y un libro

Mel Gibson, como Hamlet.

Mi interés por Mel Gibson es de esos secretos inconfesables… Las ganas por escribir este post empezaron cuando me enteré de la aparición de un libro con el actor de protagonista. Por supuesto, mostré enseguida mis ganas de tenerlo en mis manos, y ya forma parte de mi biblioteca. La publicación en cuestión analiza su trayectoria y se titula: Mel Gibson. el bueno el feo y el creyente, de David Da Silva (Applehead Team, 2020). David Da Silva, un historiador y profesor de cine francés, realiza un análisis interesante sobre el actor australiano, pues construye un camino que conecta sus trabajos y elecciones como actor y director con su vida personal.

Durante años he visto muchas de sus películas, y algunas varias veces. También he leído sobre sus múltiples escándalos. Su vida ha estado marcada por su bipolaridad, el alcoholismo, sus creencias religiosas y su padre (de hecho, un hombre infinitamente más extremo y controvertido en todo que su hijo). En un momento de su vida, donde ya no había sitio para más escándalos y declaraciones sin desperdicio (antisemitas, homófobas, racistas, insultos, exabruptos con cualquiera que se cruzara con él…), y donde su popularidad estaba ya seriamente dañada, resurgió de sus cenizas de la mano de una amiga, Jodie Foster. Esta, que no puede ser más distinta a él en todos sus posicionamientos, le ofreció el papel principal para una pequeña, interesante y extraña película donde era la directora, El castor (2011), y Mel estuvo brillante como un tipo con depresión profunda, que empieza a salir de ella por una marioneta en forma de castor. En una rueda de prensa en el Festival de Cannes, la actriz (que conoció al actor cuando trabajaron juntos en Maverick, 1994) mostró otra imagen de Gibson: “Es amable, leal y puedo estar horas con él hablando por teléfono. Es una persona muy compleja y yo le amo en toda su complejidad y le agradezco que se entregara de corazón a esta película sin pedir nada a cambio”.

No hay duda de su personalidad compleja, y es que Mel es de esos actores que arrastran sobre sus hombros todas sus contradicciones y problemas, que además estos se hacen públicos, pero también marcan su carrera cinematográfica y sus elecciones. Es lo que se dice un hombre políticamente incorrecto. Su carrera está llena de tipos duros al borde del abismo, de la depresión y de la locura, rodeados de violencia y que transitan el lado oscuro, pero muchos de ellos surgen de nuevo como aves fénix. La vida como lucha constante por salir de la oscuridad. Muchos deambulan un mundo apocalíptico y sin esperanza, otros en un mundo en continuo conflicto donde el protagonista trata de aferrarse a los seres más cercanos (padres, hermanos, esposas, hijos…). Los héroes de Gibson son mil veces derrotados, pero también alcanzan la luz o vuelven a ponerse en pie o van dejando una senda. Personajes en lucha constante contra sus demonios.

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Momento inolvidable de El hombre de La Mancha (Man of La Mancha, 1972) de Arthur Hiller

El hombre de La Mancha es uno de los musicales más tristes que uno puede ver. Detrás de la realidad más negra, surge una canción hermosa. En 1965 Broadway estrenó este musical creado por Dale Wasserman; siete años después Arthur Hiller convirtió el espectáculo en película. Los protagonistas fueron Peter O’Toole como Cervantes, que consigue perpetuarse en el caballero de la triste figura, y Sophia Loren como Aldonza, una prostituta desencantada por la dureza de la vida que se transforma en la señora enamorada del Quijote, Dulcinea.

Ambos personajes cantan a los sueños imposibles, esos que hacen avanzar y levantarse del barro, aunque a veces todo se vea borroso. La película refleja la importancia de la mirada, y como el arte puede contribuir a mirar el mundo con otros ojos. Si se mira de determinada manera la vida puede ser más llevadera. Mejor la luz que la oscuridad. O, mejor dicho, a través de la oscuridad, un rayo de luz es más hermoso. Como dice el caballero de la triste figura a una Dulcinea rota: Vengo a un mundo de hierro para hacer un mundo de oro.

La canción más bonita sin duda es The impossible dream, su letra me parece un buen regalo de Reyes, y también una manera certera de empezar el año en este blog.

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Diccionario cinematográfico (235). Flores II

Flores en Stefan Zweig. Adiós a Europa, de Maria Schrader.

Cada vez me gustan más los ramos de flores. Me apetece entrar en casa y que me reciba uno de colores. Las flores están relacionadas con la vida, con el amor, con la muerte… Son regalo y detalle. Recuerdo y celebración. Tienen un lenguaje propio… Y para el cine son tremendamente visuales.

No puedo olvidar una flor. La de la hija pequeña de George Bailey, que la trae del colegio. Por no estropearla, no se abriga bien y coge un resfriado. Esa flor que se le caen los pétalos, y que su padre agotado trata de recomponer. Esos pétalos que luego están en su bolsillo… y que tanto significado tienen al final de Qué bello es vivir, de Frank Capra.

Me conmueven las flores de cáctus encima de la tumba solitaria de Tom Doniphon en la maravillosa La muerte de Liberty Valance, de John Ford. Detrás de ese tiesto humilde hay toda una historia de amor.

Loreak, de José María Goenaga y Jon Garaño, cuenta una historia triste que gira alrededor de varios ramos de flores, como los que se dejan en la carreteras cuando se ha producido un accidente para que los fallecidos no caigan en olvido. La inspiración: El ramito de violetas, esa canción maravillosa de Cecilia.

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