La rebelde (Inside Daisy Clover, 1965) de Robert Mulligan

La rebelde

Daisy Clover se desploma, se rompe, en la cabina de sonido…

Una escena concentra todo el drama de La rebelde. Transcurre casi al final de la película. Una pantalla gigante proyecta la imagen en blanco de la actriz adolescente Daisy Clover (Natalie Wood) moviendo los labios en su nueva película mientras canta “The circus is a wacky world”. Ella, de carne y hueso, se encierra en la cabina de sonido para grabar con calidad la canción en la banda sonora de la película. Y en lo alto, en otra cabina, están los técnicos de sonido y el todopoderoso productor que trata de controlar su imagen y su vida, Raymond Swan (Christopher Plummer). Se disponen a grabar y la canción no sale bien. El productor pide a Daisy que repita una y otra vez la toma. Cuando la cámara se desliza fuera de la cabina de la actriz no hay sonido, solo vemos el rostro de Daisy que trata de atinar y cantar correctamente. Y cuando vuelve dentro de la cabina, oímos insistente el sonido de los números que indican que entra de nuevo la escena que se repite y a la joven intentando cantar bien. Hay un momento que la secuencia es muda y solo oímos el sonido insistente de los números que pasan; 1, 2, 3, 4… y el rostro cada vez más roto de la actriz en la cabina. Contrasta la felicidad que desprende el personaje que representa en la pantalla, así como la letra de la canción sobre lo loco que es el mundo del circo (que puede cambiarse por el mundo del cine), con la angustia, la inquietud y el ataque de nervios que se va viendo que sufre en el interior de la cabina la actriz… hasta que tiene un colapso en el que grita desesperada que paren esa secuencia. El productor sale de su cabina, y se oyen ya sus gritos, va corriendo donde está la actriz y trata de calmarla. Es una secuencia terrorífica e inquietante.

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La jungla de asfalto (The asphalt jungle, 1950) de John Huston

La jungla de asfalto

… planeando el atraco perfecto en las cloacas de la jungla de asfalto

John Huston cierra La jungla de asfalto con un final lírico y tremendamente trágico y culmina así la historia de uno de sus perdedores, personajes que pasean por la mayoría de sus películas. Dix Handley (Sterling Hayden), un pistolero del montón, que persigue su sueño de infancia de regresar a la granja paterna de caballos lucha hasta el final por alcanzarlo. Pero el pistolero no es el único que pierde, sino que poco a poco van cayendo cada uno de los implicados en un atraco, en un principio, perfecto. Y es que la película es cine negro puro: el destino trágico sobrevuela todos los fotogramas, la ambigüedad campa a sus anchas y el fatalismo se pinta de blanco y negro. Todos los personajes se mueven en una jungla de asfalto, en una ciudad que los hace devorarse unos a otros, y algunos de ellos buscan la felicidad fuera de las calles amenazantes y los garitos de mala muerte. Los sueños pueden ser una granja en el campo, una playa lejana, algún país europeo o México como meta. Pero el destino todo lo tuerce.

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El bruto (El bruto, 1953) de Luis Buñuel

El Bruto

El bruto, el abuelo y la femme fatale.

La etapa mexicana de Luis Buñuel es una mina de descubrimientos impagables. Y pese que El bruto fue una película de encargo y no figuraba entre las favoritas del propio director (pues parece ser que no pudo realizarla tal y como él quería, con absoluta libertad), se trata de una obra de rico análisis y de un desaforado y apasionante melodrama con connotaciones sociales. La huella de Buñuel la convierte, a mi parecer, en una joya a reivindicar. Además cuenta con un reparto carismático que imprime una fuerza añadida a cada una de las secuencias: Katy Jurado, arrebatadora; Pedro Armendáriz, un actor con una presencia que emana en cada momento que aparece; Andrés Soler, un actor imprescindible en la filmografía de oro mexicana; y todo un descubrimiento, el actor español Paco Martínez, que hace un abuelo buñueliano y que cada vez que sale en pantalla es imposible apartar la mirada de él.

La premisa de la historia tiene raíces sociales: Andrés (Andrés Soler), un hombre de negocios (que tienen que ver con la carne) y propietario de un inmueble quiere desahuciar a sus inquilinos, todos humildes, para poder construirse un hogar más grande y cómodo. No tiene miramiento alguno y la ley está de su parte, pero se topa con la oposición vecinal, liderada por varios vecinos, entre los que se encuentra Carmelo González (Roberto Meyer), un obrero que vive con su joven hija, Meche (Rosita Arenas). Andrés asesorado por su joven amante, Paloma (Katy Jurado), decide contratar a Pedro (Pedro Armendáriz), un hombre muy bruto y con pocas luces, que además conoce desde hace años (para el bruto Andrés es su patrón y le sigue con fidelidad eterna), para pegar, asustar e intimidar a los líderes. Pedro pone en marcha la maquinaría: deja su trabajo en el matadero, abandona su hogar ya de por sí desestructurado, se va a casa del patrón… y golpea al líder más visible, Carmelo. A partir de estos acontecimientos se desata un melodrama desaforado, donde el bruto, a pesar de todos sus defectos, no solo se va convirtiendo también en víctima como los demás inquilinos, sino que también va tomando conciencia…, pero de nada le sirve.

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Luis II de Baviera, el rey loco (Ludwig, 1973) de Luchino Visconti

Ludwig

Luchino Visconti leía en los rostros de sus actores, además de pintar con su cámara fotogramas con notas de óperas trágicas. Así en sus últimos años convirtió en muso a Helmut Berger. Y en las tres películas que filmó a su lado (La caída de los dioses, Ludwig y Confidencias), Visconti indagaba en un rostro perfecto y bello que escondía algo complejo y oscuro. Ahora el propio Berger, como un rey loco, pasea su triste decadencia…, algo que el aristocrático director con raíces neorrealistas intuyó desde que se encontró con él. Por eso Helmut Berger se mimetiza en un Luis II de Baviera (1845-1886) que con apenas 18 años se puso una corona, un rey bello que parecía un príncipe azul en una burbuja de cristal, pero que, sin embargo, no dejó de ser un ser humano complejo, atormentado y enigmático. Un príncipe azul destronado que no entendía el mundo en el que vivía y trató de encerrarse en el mundo del arte entre música y castillos de ensueño. Un príncipe azul que no se enfrentó a los tejemanejes políticos y pudieron con él, prefirió erigir más alto su muro de cristal que preocuparse por el destino político y social de Baviera. Un príncipe azul rodeado de una familia que le educó severamente para ser rey, con un hermano también de ensueño y hundido por la locura… Un príncipe azul que se fue deteriorando al igual que sus dientes, cada vez más picados. Un príncipe azul que hizo de su muerte un misterio. Un príncipe azul que no entendía sus sentimientos, que idealizó la relación con su prima y luchó contra una homosexualidad que no comprendía.

Y esa prima es precisamente Isabel de Baviera o Sisi (1837-1898)…, que no podía tener otro rostro que el de la actriz Romy Schneider. Cuando esta comenzó en el cine se convirtió en leyenda con tres películas de los años 50, Sissi, Sissi emperatriz y El destino de Sissi, que recreaba de manera edulcorada, como una princesa de ensueño, la historia de Isabel de Baviera. Pero esa Romy-Sissi fue evolucionando a lo largo de los años hacia una actriz elegante y hermosa con una triste mirada a base de desengaños y desgracias. De esta manera, Visconti le ofreció en bandeja despedirse del personaje que le dio la fama, acercándose a una visión mucho más documentada, histórica y realista, donde Schneider encarna de nuevo a una Sisi bellísima, pero absolutamente desencantada y totalmente consciente de su papel en palacio. Una Sisi rebelde, pero que también se construye su propia burbuja de cristal…, solo que ella sabe que es para no sufrir aún más. Y la única que conecta con el idealismo y la sensibilidad de Luis, aunque se va alejando de él, pues no consigue que este se dé cuenta de que tiene que “entrar en el juego” y Luis al no ser correspondido en un amor platónico, tampoco soporta que su prima viva con él su decadencia.

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Diccionario cinematográfico (226). Librerías

Una cara con ángel

… Una librería como escenario…

Si Holly Golightly pensaba que nada malo le podía pasar en Tiffany, y se tranquilizaba frente a su escaparate o dentro de la tienda sus días rojos se alejaban… yo tengo dos sitios sagrados donde me siento tranquila y me aíslo: uno es la sala de cine y el otro es una librería. Cuando una librería cierra o una sala de cine baja el telón para siempre para mí desaparecen refugios. Sin embargo, cuando se habla de su apertura, respiro tranquila, feliz. Y de nuevo el cine deja varias librerías para el recuerdo, secuencias difíciles de olvidar.

Y volvemos otra vez con Audrey Hepburn y un momento delicioso en Una cara con ángel de Stanley Donen. Justamente el primer encuentro entre el fotógrafo (un Fred Astaire que vuela) y una librera que tiene una cara con ángel. Y es que buscando un lugar adecuado para una producción de moda en la revista que trabaja el reportero…, el equipo repara en una vieja librería… Y no solo no se equivocan de escenario, sino que además esconde un descubrimiento entre las estanterías y los libros: una cara amada por la cámara.

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El hilo invisible (Phantom Thread, 2017) de Paul Thomas Anderson

El hilo invisible

El creador y la musa… y el vínculo de un hilo invisible

Paul Thomas Anderson no esconde que el personaje principal de El hilo invisible, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), está inspirado en Cristóbal Balenciaga y este tenía muy claro lo que era su profesión: “Un buen modisto debe ser arquitecto para la forma, pintor para el color, músico para la armonía y filósofo para la medida”. Y así actúa Reynolds Woodcock…, pero también Paul Thomas Anderson a la hora de construir esta película. Así Woodcock en su primer acercamiento a su musa Alma (Vicky Krieps) la convertirá en instrumento de su arte. No habrá un beso ni sexo, sino que lo que hará el modisto será probarle el esqueleto de una de sus creaciones y, después, minuciosamente tomar las medidas de su cuerpo. Ahí se siente seguro, ahí domina la situación. Los hilos invisibles van haciendo acto de presencia. Y Paul Thomas Anderson modela, con elegancia y mucho humor negro, una enfermiza historia de amor o dominación. Viaja y se hunde en los vericuetos caminos del amor oscuro. El poder destructivo del amor o el amor como perdición o los peculiares caminos para encontrar el equilibrio. Y va cosiendo esos hilos invisibles para otra película de análisis apasionante.

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El rey del juego (The Cincinnati Kid, 1965) de Norman Jewison

El rey del juego

… unos ojos azules

¿Pueden unos ojos azules conquistar toda una interpretación…, incluso una película? Sin duda, uno de los secretos de Steve McQueen fue la manera de mirar, de mover sus ojos azules. Además de pasear varios personajes perdedores por la pantalla de cine con toda la dignidad del mundo. Siempre con un punto de picardía y dejadez. A esos ojos, a veces les acompañaba una sonrisa… que se hacía mucho de rogar. Así su personaje en El rey del juego se convierte en un perdedor a su pesar, pero con sus propias reglas y con su independencia y libertad como bandera. Y no está solo: una galería de personajes y actores maravillosos le acompañan.

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10 razones para amar ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946) de Frank Capra

¡Qué bello es vivir!

Todo arranca en ¡Qué bello es vivir! por un hombre desesperado, George Bailey.

Razón número 1: La desesperación de un ser humano

Sin duda ¡Qué bello es vivir! muestra lo que significa llegar al límite, a la desesperación total y absoluta, lo que quiere decir estar harto de todo y no encontrar más salida que el suicidio. George Bailey siempre sabe cómo reaccionar y cómo llevar sus frustraciones y sueños rotos, también sabe disfrutar de la vida, es un hombre entregado a la comunidad, a los demás, y profundamente marcado por la filosofía de vida de su padre… Este nunca le pidió nada, pero le dejó un legado: de convivencia, de solidaridad, de responsabilidad, de llevar las cosas con calma, de intentar entender a todos (incluso aquel que te fastidia la vida)… George aguanta los golpes y las desilusiones de la vida, pero también disfruta a tope todo lo bueno. Sin embargo, va acumulando y acumulando sueños perdidos, y un día ocurre la hecatombe y no sabe cómo lidiar, está cansado, se enfurece con todo y con todos y se queda con las palabras de su peor enemigo, Henry F. Potter, quien le dice que vale más muerto.

George Bailey tiene el rostro de James Stewart y logra expresar la desesperación en su rostro. Desde que se abraza a su hijo pequeño, llorando; cuando sale toda su ira ante un adorno de la escalera de la casa que siempre se desprende o cuando responsabiliza por teléfono a la maestra de la enfermedad de una de sus hijas; mientras deambula por las calles de Bedford Falls; en la barra del bar… o en el puente desde donde pretende tirarse. Después de la Segunda Guerra Mundial y de todo lo que vivió James Stewart durante la contienda, el actor pudo expresar la desesperación. Te lo crees. Y es que ¡Qué bello es vivir! no es una simple y optimista película de Navidad. Tiene fondo, oscuridad y desesperación en sus fotogramas.

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El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017) de Yorgos Lanthimos

El sacrificio de un ciervo sagrado

Steven y Anna … juntos hacia el sacrificio final.

Primer plano de una operación a corazón abierto, un corazón que late. Así, brutal y fríamente empieza El sacrificio de un ciervo sagrado de Yorgos Lanthimos. No solo conocemos de esta manera gráfica la profesión del protagonista, Steven (Colin Farrell), un cardiólogo, sino que es un primer aviso de una película que nos va a remover las entrañas. Las señas del director griego están presentes durante el metraje de su segunda película rodada en inglés, pero también fluye una tragedia griega o drama bíblico en un mundo moderno. Y Lanthimos nos arrastra con suspense por su universo incómodo, distante y extraño con unos personajes que no solo se relacionan fríamente, sino con un uso del lenguaje que conduce a la perplejidad. Para dejar un retrato aterrador sobre el instinto de supervivencia del ser humano y lo sobrecogedor de un sentido de la justicia bajo la mirada de la mitología griega y de la Biblia…

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En realidad, nunca estuviste aquí (You were never really here, 2017) de Lynne Ramsay

En realidad, nunca estuviste aquí

Joe, un espectro en vida con cicatrices que mostrar.

Si en Tenemos que hablar de Kevin se metía en la mente de Eva, una madre que sufre un fuerte trauma, en En realidad, nunca estuviste aquí todo está en el cerebro de Joe, una especie de asesino a sueldo. La directora Lynne Ramsay vuelve otra vez a “mirar” de manera especial y crear un universo personal de la adaptación de una novela (la primera de Lionel Shriver y la segunda de Jonathan Ames). En las dos películas asume el papel de guionista y directora y las dos tienen una potencia visual que empuja la historia y deja sin respiro. La importancia del sonido, de la banda sonora y el empleo del color (si en la primera la presencia del rojo era abrumadora, en esta son los tonos azulados) apuntan más rasgos de su estilo. Pero también Ramsay tiene una manera, muy especialmente en esta película, de representar la violencia. Joe (Joaquin Phoenix) es un mercenario, un asesino a sueldo, que rescata a niñas de la trata de blancas y la explotación sexual. Y es un hombre atormentado que vive, desde la infancia, en permanente estado de shock. En realidad es un muerto en vida, un espectro que siempre, con sus reacciones, pilla de sorpresa… Físicamente es un hombre de profundas cicatrices, como las del alma. Es una mole, una especie de bestia herida que enseña toda su sensibilidad en el cuidado atento de su anciana madre.

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