Sesiones dobles de verano (I). Niños: El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1963) de Peter Brook / Laurin (Laurin, 1989) de Robert Sigl

Niños como protagonistas. Dos son los motivos para esta sesión doble. La primera, el fallecimiento de Peter Brook, una leyenda del teatro contemporáneo, que también construyó una breve e interesante filmografía. Por otra, el libro colectivo Lo que nunca volverá. La infancia en el cine me ha dado la oportunidad de recordar películas que llevaban tiempo en el baúl de pendientes y que tenía que desempolvar ya y también, por suerte, me ha descubierto nuevos títulos (no hay cosa que me guste más de los libros de cine: que me descubra más títulos que no puedo perderme).

Las películas elegidas son: El señor de las moscas, la adaptación cinematográfica de la novela de William Golding, que llevó a cabo Peter Brook (en el libro la reseña con buenas claves para el análisis es llevada a cabo por Snuff) y Laurin, largometraje de terror con aires de cuento infantil perverso, del realizador alemán Robert Sigl (analizado con sensibilidad especial por Laura Pavón). Ahora una vez vistas y disfrutadas, me dispongo a escribir lo que me han aportado.

El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1963) de Peter Brook

Los niños, como metáfora de la organización social en El señor de las moscas.

El señor de las moscas es una película sobrecogedora, que muestra la esencia del ser humano en una historia protagonizada por niños. La lectura filosófica que ofrece de las personas y la organización social no es muy positiva ni idealizada. El planteamiento es sencillo: en plena Segunda Guerra Mundial, unos niños británicos son evacuados en un avión. En un accidente aéreo, terminan en una isla desierta sin adulto alguno. Los niños se organizan, esperando su rescate.

Peter Brook utiliza un blanco y negro elegante, se vale del paisaje salvaje de la isla, de un grupo de actores infantiles que ofrecen un abanico de matices increíble y una puesta en escena extremadamente sobria, que permite momentos sencillos, pero de una belleza especial. El relato lo va contando a base de secuencias, con principio, desarrollo y final, que van in crescendo en tensión y terror. Ya en los títulos de crédito muestra una mirada especial: la presentación del universo de lo niños en el lugar donde viven, el momento histórico en el que se encuentran y lo relativo al accidente es contado con fotos fijas, a lo La Jetée.

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La forma del agua (The shape of water, 2017) de Guillermo del Toro

La forma del agua

El hombre anfibio y la sirena varada… en la sala de cine.

En el cuento de La Sirenita de Hans Christian Andersen, su protagonista quiere alejarse del mar, desprenderse de su cola, conseguir dos piernas para seguir, enamorada, a un joven príncipe al que salva de un naufragio, que además finalmente no la corresponderá. Y consigue lo que quiere a través de la hechicera del mar, pero a cambio de grandes sacrificios. Y uno de ellos es que la deja sin voz. En La forma del agua Elisa Esposito (Sally Hawkins) es una mujer de la limpieza muda, no tiene voz… y tiene piernas, además de unas cicatrices en el cuello. La encontraron al lado del agua. Elisa Esposito se comunica por la lengua de signos… y un día en un laboratorio secreto del Gobierno donde trabaja conocerá a su alma gemela, una criatura del agua, una especie de hombre-anfibio fuera de su hábitat, donde era considerado un dios (porque tiene poderes y cualidades milagrosas, mágicas)… en la selva amazónica. Y Elisa Esposito no solo logra comunicarse con él, sino también enamorarse y ser correspondida. El cuento de La Sirenita al revés…, una sirenita varada que vuelve a su orígenes.

Pero además Guillermo del Toro no solo regala un hermoso cuento, en el que puedes creer en él desde el minuto uno, sino que realiza una hermosa oda de amor al cine. No podía ser de otra manera que una de las secuencias más hermosas sea cuando el hombre-anfibio encuentra su refugio en una hermosa y decadente sala de cine vacía donde se proyecta La historia de Ruth de Henry Koster. Y ahí va a buscarlo Elisa. Porque Elisa y su vecino homosexual, Giles, viven al lado de la sala de cine. De hecho el dueño de la sala es su casero. Una sala de cine que se cae a pedazos, que vivió otros momentos de esplendor, pero que sigue programando y proyectando… Sueños de cine, como los que tienen Giles y Elisa frente al pequeño televisor con Shirley Temple o Alice Faye. Y es que a Elisa le gustan los musicales y siempre se queda con distintos pasos… Porque ella no deja de buscar nunca un camino de baldosas amarillas que la lleve a encontrar aquel ser vivo que la haga sentir. No duda en comprarse unos zapatitos rojos. Ni tampoco en tratar de expresar su amor, como si se encontrara dentro de un musical de Ginger Rogers y Fred Astaire.

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Sesión doble de cine español. Verano 1993 (Estiu 1993) de Carla Simón / Abracadabra (2017) de Pablo Berger

Verano 1993 (Estiu 1993) de Carla Simón

Verano 1993

Miradas de la infancia

Verano 1993 tiene una mirada especial: la de una niña de 6 años, Frida. Una niña que precisamente en ese verano de 1993 tiene que enfrentarse a muchas cosas que no son fáciles: a la muerte de su madre; a entender qué es exactamente lo que ha pasado; a asimilar que no la verá más, ni podrá hablar con ella; a dejar su ciudad, Barcelona; a la vida en un pueblo; a ver a sus tíos y a su pequeña prima como su nueva familia; a conseguir nuevos amigos; a encontrar su lugar en su nuevo mundo… Y Carla Simón consigue una mirada que toca y trastoca, una mirada impregnada de verdad. Pues es una mirada empapada de memoria y recuerdos. Simón rescata la niña que fue y crea una película de sensaciones. Y, sí, nos metemos en el universo de Frida.

Y es el primer largometraje de Carla Simón, otro nombre a añadir a esa lista de cineastas, muchas de ellas de Cataluña, que están ofreciendo un mapa cinematográfico especial con voces de mujer. Al ver Verano 1993, me vino a la cabeza enseguida, sin poder evitarlo, François Truffaut, y sobre todo dos de sus películas: Los 400 golpes y La piel dura. Por dos motivos: Como Truffaut, Carla Simón se expresa y cuenta con la cámara sus sensaciones, recuerdos y pinceladas de la infancia. La cámara es un apéndice de su forma de expresarse, de su memoria, de la forma de entender el mundo… No escribe diarios…, filma películas. Y como en La piel dura, Carla Simón dibuja niños reales y habla de que la infancia puede ser un periodo duro…, es como si dijera en alto a sus protagonistas niñas las palabras del profesor Richet: “La vida no es fácil, es dura, y es importante que aprendáis a endureceros para que podáis enfrentaros a ella, ojo, endureceros no ser insensibles”.

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Ex machina (Ex machina, 2015) de Alex Garland

Ex Machina

En la era del Big Data… Ex machina es un cuento futurista sobre un creador (Oscar Isaac) informático, con falta de empatía con el mundo, que se sirve de ese mapa de datos e informaciones para construir Inteligencia Artificial. Y así nace Ava (Alice Vikander), con cara de ángel. Y es que Alex Garland bebe de fuentes eternas para crear un cuento moderno de ciencia ficción. Así nos encontramos con un cruce de Barba Azul y Amistades peligrosas (en vez de cartas, tenemos sesiones de encuentros), donde madame de Tourvel tiene apariencia de un joven informático (Domhnall Gleeson), inteligente y buena persona. El joven informático se encontrará entre medias de una batalla de inteligencia a tres bandas donde solo puede ganar uno. La disculpa: comprobar, pero de una manera muy especial (cara a cara), si Ava supera el test de Turing. Ese es el test por el cual se examina si una máquina exhibe un comportamiento inteligente que hace que no se distinga que es tal, es decir, que pueda pasar por un ser humano.

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Cuentos infantiles, teatro y cine de animación. A la luna de Cynthia Miranda y Daniel García

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Los buenos cuentos infantiles lo que proporcionan son herramientas para entender el mundo en el que el niño se mueve, herramientas para enfrentarse a los miedos diarios, a los obstáculos para conseguir sueños, a las dificultades…, herramientas para entender los sentimientos, las emociones o para entender a los más grandes o a los más pequeños. Para entender, en definitiva, el mundo que les toca mirar. Los cuentos infantiles sirven para crecer, sirven para lidiar con ese mundo desconocido. Por eso elaborar un buen cuento es tan difícil… porque va a ser un aprendizaje para la vida. Así los cuentos de Andersen, los de los Grimm o los de Oscar Wilde pueden ser tremendamente tristes, sin ocultar la dureza de la vida, pero por otra parte no renuncian a la fantasía, la magia o la ilusión. Los cuentos infantiles no tienen que edulcorarse y tampoco pasear por lo políticamente correcto (que es la forma más tremenda de acabar con una imaginación y fantasía sin fronteras…), tienen que ser terroríficos, revoltosos, tristes, incorrectos incluso crueles (las páginas infantiles de Roald Dahl sabían mucho de esto)…, para convertirse en herramientas de defensa contra los posibles golpes o sustos que da la vida, para defenderse en el día a día, para caminar hacia los sueños, para no darse por vencido.

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Las zapatillas rojas (The red shoes, 1948) de Michael Powell y Emeric Pressburger

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Nada más empezar sabemos que nos encontramos ante una obra especial, muy especial. Verla una primera vez se te queda en la retina. Disfrutarla una segunda vez es ya una experiencia inolvidable por lo menos para la que esto teclea. Powell y Pressburger unen sus talentos para una obra cinematográfica redonda desde el primer fotograma hasta el último. Ambos imprimían una sensibilidad especial a las historias que narraban. Como ya hicieran en Narciso negro emplean de manera virtuosa el technicolor, en manos del director de fotografía Jack Cardiff. De esta manera  una paleta especial de colores queda al servicio de unas historias extrañas pero envolventes. Las zapatillas rojas está muy libremente inspirado en el cuento de Hans Christian Andersen (pero se queda con la esencia y el simbolismo de las zapatillas rojas). Los directores nos zambullen de lleno en una compañía de ballet clásico, entre bambalinas.

Desde la primera secuencia ya sabemos que nos encontramos ante una historia que es narrada cinematográficamente. Y esa primera secuencia ya atrapa. Presenta al trío protagonista. Una puerta cerrada. Y unas escaleras. Dos hombres que no pueden contener la avalancha que se avecina. Y una voz que ordena que se abran. Jóvenes que corren por las escaleras y un cartel que explica que nos encontramos en las entrañas de un teatro donde se va representar un ballet. Son jóvenes estudiantes (futuros músicos, futuros bailarines) que van al gallinero del teatro para disfrutar de la representación. Y también hablan y discuten. Desde arriba lo observan todo. Los palcos, las butacas del patio, la orquesta y el escenario… Ahí se sienta el futuro y brillante compositor Julian Craster (Marius Goring) que sufrirá su primer desengaño en el mundo de la música. En un principio los alumnos felices miran con admiración el palco donde se encuentra su maestro de música y el distante y ambicioso Boris Lermontov (Anton Walbrook), director de la compañía de ballet. Y en otro palco se encuentra una rica mecenas con su sobrina que sueña con ser una bailarina de prestigio, Vicky Page (la pelirrojísima Norma Shearer),  que se encuentra ensimismada y emocionada con lo que está viendo en el escenario. Mientras, la mecenas trata de atraer a su terreno al palco de tan ilustres señores, quiere hacer una presentación oficial de su sobrina.

Las zapatillas rojas es el ballet que monta la compañía de Lermontov con dos incorporaciones nuevas (por distintos caminos y avatares): Vicky Page que tiene la oportunidad de convertirse en primera bailarina y Julian Craster que se va convirtiendo en un prestigioso compositor de obra propia. A ambos jóvenes les ha dado su mano y confianza Boris Lermontov. Y ese ballet además es representado durante un cuarto de hora de la película y es un prodigio no sólo de danza clásica sino de cine 100 por 100. Powell y Pressburger plasman este ballet en lenguaje cinematográfico, traspasan el escenario teatral y trasladan al espectador a un mundo onírico y alegre que termina siendo una pesadilla (como es el propio cuento de Andersen).

Si en el cuento de hadas las zapatillas rojas representaban un castigo divino ante la vanidad y la coquetería de Karen, su protagonista, en una sociedad religiosa y oscura (también podemos pensar que Karen trata de dar un poco de color y libertad a una vida oscura… y fracasa en la empresa); en la película de estos peculiares directores británicos las zapatillas rojas suponen la perfección y entrega total a la creación artística (a la música y a la danza) llevándose por delante todas las facetas de la vida (como, por ejemplo, el amor). Ésa es la filosofía del director de la compañía: la entrega completa a la obra artística sin obstáculo alguno. Y por eso se siente traicionado cuando ambos jóvenes se enamoran e inician un romance. Para él la entrega a la obra de arte ya no será la misma. Él quería las zapatillas rojas para su Vicky Page… cuando ésta se enamora, las zapatillas pierden a su única dueña. Aunque en realidad lo que simbolizan esas zapatillas es mucho más duro: la dama que quedará exhausta, dará su último suspiro. Pero las zapatillas encontrarán otra persona que las lleve. Habrá otra bailarina que se sacrificará tal y como quiere Lermontov, una entrega total.

Boris Lermontov dirige una gran familia artística donde se encuentra el compositor, el coreógrafo, el director artístico, los bailarines, los empresarios del teatro… Tiene mano dura y todo lo controla pero a la vez es el único que sabe mantener la calma entre bambalinas antes del estreno de una obra. Es el que confía plenamente en cada una de las personas que con su trabajo sacarán adelante la siguiente temporada. Es el que soluciona conflictos y problemas. Está presente en la selección de bailarines, en los ensayos, en cada una de las partes del proceso creativo… Sin embargo para él sólo hay una premisa: el espectáculo debe continuar a toda costa y para él el acto creativo es una religión, algo sagrado. Y por eso a sus primeras bailarinas (y a todos los que forman parte de ‘su’ familia) les pide que vivan únicamente para la danza y la música para que den todo en el escenario… No concibe combinar el arte con otra alternativa de vida.

Y como no lo concibe no deja que Vicky y Julian puedan alternar su amor con el arte. Los pone en un dilema. Y ésa será la gran tragedia de Vicky: quedarse con las zapatillas rojas y triunfar en los escenarios de todo el mundo o seguir a su enamorado Julian y vivir quizá en el anonimato sin alcanzar la excelencia en el arte que tanto disfruta…

Powell y Pressburger reflejan todo esto en secuencias de gran belleza con la ayuda de una dirección de fotografía que crea unos ambientes inolvidables. Así deslumbra esa pelirroja vestida de fiesta con una capa que sube corriendo unas escaleras de piedra con un hermoso fondo marino (y una banda sonora casi onírica con una voz lírica que parece que sale del cielo) para ir terminar en un aposento donde la anuncian que no va a una cita amorosa sino a convertirse en la primera bailarina de una obra todavía no escrita… O esos dos jóvenes enamorados que van al anochecer en una carroza con un cochero dormido… y van al lado del mar. Mientras, el joven le dice a su amada que desea ser mayor para contar a un joven entrevistador que el momento más feliz de su vida sabe que fue en algún lugar del Mediterráneo al lado de Vicky Page. También filman uno de los suicidios más hermosos y tristes del cine. No hay escena que no sea digna de ser mirada.

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Y durante toda la película quedan presentes esas zapatillas rojas… que pueden tener un montón de significados. La entrega total al arte, el sacrificio del amor, la persecución de la gloria y la fama, la consecución de la libertad creadora… pero también unas zapatillas que si se portan o se llevan supone un camino de dolor, sacrificio y muerte. Unas zapatillas rojas que pueden finalmente llenar ellas solas un escenario…

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