Melodramas desatados (2). Corazón salvaje (Gone to Earth, 1950) de Michael Powell, Emeric Pressburger

Hazel con su zorro domesticado, Foxy, dos espíritus libres, protagonistas de Corazón salvaje.

Como si fuera el canto de una sirena, en lo alto de una colina, con la melodía de un arpa de fondo, Hazel (Jennifer Jones), con su vestido amarillo al viento, entona una canción espiritual y mágica, ancestral: “Harps in Heaven”. Todos los presentes escuchan como hechizados en un mar de naturaleza que les rodea. Esa es la extraña e hipnótica atmósfera de Corazón salvaje, donde lo pagano se mezcla con lo religioso, y donde la naturaleza alcanza ese espíritu mágico e inexplicable que todo lo envuelve. De nuevo, Michael Powell y Emeric Pressburger crean un universo especial donde logran unas imágenes y una intensidad de colores de una belleza cautivadora. Es difícil retirar la mirada y no quedar para siempre dentro de un mundo único. Sensualidad y espiritualidad se unen en una comunión que deja una catarsis dolorosa. Catarsis digna de un melodrama desatado.

Hazel es una joven libre y salvaje. Vive en una cabaña con su padre, un hombre rudo que hace ataúdes y que toca el arpa en todo tipo de eventos. La madre de la muchacha, una gitana que falleció hace tiempo, la dejó un cuaderno de conjuros y profecías, un legado en el que ella cree ciegamente. La joven vive unida a la naturaleza y a todos sus seres vivos. De hecho, está especialmente unida a un pequeño zorro al que ha domesticado, Foxy, y que siempre está salvando en carreras imparables donde huyen de cazadores, caballos y jaurías de perros. Vive en un paisaje entre sagrado y mágico, rodeada de bosques, montañas y rocas. La historia transcurre en el condado de Shropshire, lindando con Gales, tierra de leyendas.

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Perlas desconocidas (2). Hechizo (Enchantment, 1948) de Irving Reis

Roland y Lark, los rostros del pasado en Hechizo.

Las habitaciones, los pasillos, los rincones, las paredes, las escaleras, las lámparas, las cortinas, las ventanas, las camas, los espejos, los armarios, las estanterías, los libros, las puertas de una casa esconden historias. Las casas están vivas. En su interior laten un montón de corazones. No es de extrañar que una habitación vacía provoque una extraña sensación: alguien vivió en esas cuatro paredes. Si las casas hablasen… Y eso es lo que ocurre en Hechizo. Una casa de una calle de Londres empieza a contar una historia. Tiene una voz. La cámara entra por su puerta, el número 99, y nos hace recorrer los aposentos. Así conocemos a uno de los protagonistas: un general anciano y desencantado, Roland Dane (David Niven), que ha regresado al hogar de su infancia. Y allí quiere permanecer hasta su muerte, junto al fiel mayordomo de la familia (Leo G. Carroll). Aunque son tiempos volubles, tiempos de guerra, la Segunda Guerra Mundial no deja tregua. Corre el peligro de perder la casa, los dueños del terreno quieren demolerla. Roland está solo, como un fantasma permanece en su cuarto, a oscuras, y entre sueños llama a Lark, una mujer a la que ama, y esta le responde. No quiere más problemas, solo tranquilidad. Vivir entre voces del pasado.

Irving Reis arrastra al espectador por una elegante y romántica historia de amor doble en Hechizo donde se une el pasado con el presente. La soledad de Roland se romperá con una visita inesperada: su sobrina Grizel Dane (Evelyn Keyes). Esta viene de EEUU donde la rompieron el corazón, conduce ambulancias para el ejército y le pide a su tío una habitación para vivir mientras trabaja en Londres. Otra llegada inesperada cambia el rumbo de la historia y activa la memoria del pasado. Grizel conoce casualmente a un joven piloto, Pax (Farley Granger), que ha sufrido quemaduras en las manos al que traslada al hospital en su ambulancia. Poco despuésdicho joven visita la casa del general, pues hizo una promesa a Lark, su tía. Esta le hizo prometer que si se pasaba por Londres visitara la casa de sus recuerdos infantiles y juveniles.

Ambos se enamoran desde el primer momento, pero Grizel tiene miedo. El general Roland es testigo de ese enamoramiento y no quiere de ningún modo que su sobrina cometa el error de no vivir el presente, de no lanzarse al amor, quiere que termine en los brazos de Pax. Desea una historia de amor feliz, y no una imposible como la que él vivió con la mujer de su vida, Lark (Teresa Wright).

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Vida y muerte del coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp, 1943) de Michael Powell, Emeric Pressburger

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No había tenido oportunidad de ver Vida y muerte del coronel Blimp hasta ahora… y de nuevo Michael Powell y Emeric Pressburger me han deslumbrado. Me quito el sombrero apasionadamente. Lo que podía haber sido una película más de propaganda bélica británica (está rodada cuando aún estaba en marcha la II Guerra Mundial y no se sabía bien cuál podría ser el resultado final), se convierte en una gran obra cinematográfica donde estos dos autores crean su universo particular y su manera especial y original para contar historias. Con un uso elegante del color (como seguirían demostrando en Narciso negro y Las zapatillas rojas) y un empleo del lenguaje cinematográfico para detenerse en cada momento, logran una película emocionante por muchos motivos… Durante su visionado, he disfrutado cada fotograma, cada momento.

Y lo que quieren decir y lo que cuentan no es fácil (de hecho siempre se suele señalar en distintas fuentes consultadas que fue una película que disgustó bastante a Winston Churchill), con un humanismo similar al que se desprende en La gran ilusión de Jean Renoir (estrenada en el 1937)… Vida y muerte del coronel Blimp va más allá y expone un tema complejo y controvertido: el enemigo a batir no son los alemanes, es el Nazismo. Y en esos momentos que están viviendo, no vale la caballerosidad, ni el honor, ni el valor, ni el respeto al prójimo… No se puede perder en el campo de batalla. Y para frenar a ese enemigo que arrasa sin piedad alguna…, la manera de enfrentarse a él tiene que ser distinto, radical. Así como la manera de gestionar la paz (otro tema siempre difícil y complejo). Y esto no es fácil digerirlo. Además como otras películas del momento, reflejan la importancia de la defensa civil (no olvidemos La señora Miniver que se rodó un año antes). No eran temas fáciles en esos momentos, ni ahora.

El protagonista de la película es un anciano coronel, el coronel Blimp, que recuerda su vida. Desde su intervención en la guerra de los boers, hasta la Primera Guerra Mundial y ahora en plena Segunda Guerra Mundial. Y en esa vida hay dos personas que le acompañan a lo largo del tiempo: su amigo alemán, también militar, Theo Kretschmar-Schuldorf  y el amor de su vida (la manera de plantear esta historia es sorprendente y original). Porque Vida y muerte del coronel Blimp es también una historia de amor, amistad y del paso del tiempo…

Lo maravilloso de Michael Powell y Emeric Pressburger en esta película emocionante es que cuenta la historia de un hombre a través de continuas elipsis. Es tan interesante lo que ven nuestros ojos, como lo ausente —lo que no vemos— pero que sin embargo sabemos que ha ocurrido… Después de una introducción que nos permite saber que la película transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, que la contienda continúa, y que nos presenta al coronel; asistimos a un largo flash back y el regreso al pasado sucede de una manera sencilla y a la vez prodigiosa. Al coronel le conocemos en unos baños de un club militar, cae al agua con un joven durante una pelea y se hunden en una piscina y de pronto solo vemos la imagen del agua y la cámara que recorre la piscina que es rectangular. De pronto surge la cabeza de un joven que sale… y es el coronel Blimp muy joven…

Además del siempre llamativo uso del color, destaca el empleo que realizan de los espacios (así como el cuidado de cada uno de los espacios elegidos) y sobre todo la posición de la cámara en algunas de las escenas. Así se convierte en un espectáculo visual el restaurante con orquesta donde se reúnen por primera vez Edith Hunter (el amor de su vida) y el coronel Blimp. O el gimnasio donde tiene lugar el duelo entre Blimp y Theo. Así como la casa británica del coronel, una herencia de su tía, donde siempre regresa (y que será testigo del paso del tiempo).

Un ejemplo del uso genial y continuo que hacen estos creadores de la elipsis para narrar cinematográficamente, lo encontramos en el momento del duelo. Solo nos dejan ver los preparativos del enfrentamiento, después la cámara sale del recinto y penetra en una ventana desde la que se ve el edificio desde el exterior. Ahí está Edith con un amigo del coronel, mirando inquietos y hablando sobre qué será lo que pasará en el interior. De pronto, ven cómo sale una ambulancia del edificio. Y no sabemos nada de lo que ha ocurrido hasta que en el siguiente momento vemos a Edith en el hospital.

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Y ¿cómo es el planteamiento de la historia de amor? En el hospital se produce un triángulo entre Edith, Blimp y Theo. Al final Theo se compromete con Edith ante la alegría de Blimp, que de pronto en un instante se da cuenta de que en realidad está enamoradísimo, ella es su mujer ideal. Su vida girará en la búsqueda de ese amor perdido. Así durante la Primera Guerra Mundial, verá en un convento a una enfermera de la Cruz Roja semidormida, que ni repara en su presencia, que le llama poderosamente la atención: es igual que Edith. En otra elipsis genial, descubrimos que no solo vuelve a encontrarse (porque la busca) con esa enfermera sino que además se convierte en su esposa (y ambos protagonizan una declaración de amor de esas que me gusta coleccionar). Y cuando ya es un anciano coronel viudo, encuentra a una joven chófer entre setecientos candidatos, que se hace llamar Johnny, y ambos tienen una relación de camadería y respeto. La chófer es exactamente igual que Edith y su esposa. Tanto Edith, como la enfermera de la Cruz Roja como la chófer tienen el rostro de Deborah Kerr (cuando todavía no ha volado a Hollywood).

La película está llena de momentos mágicos. Me vienen dos a la cabeza. El momento en que termina la Primera Guerra Mundial que pilla al coronel Blimp en un atardecer en coche junto a un fiel amigo y sirviente… Ambos están hablando entre bombardeos y disparos del inminente final de la contienda a una hora establecida. De pronto el silencio. La guerra ha terminado. Y los dos hombres se quedan contemplando el paisaje sin decir palabra…O casi al final de la película, en un momento crucial, el coronel Blimp mira una hoja que se desliza en el agua y esboza una sonrisa llena de significado.

Vida y muerte del coronel Blimp cuenta también la historia de una amistad, llena de momentos íntimos. Con sus encuentros y desencuentros, con la ausencia, con el paso del tiempo, con los consuelos y las confesiones. Con los lazos cada vez más fuertes… Los dos amigos fueron muy bien interpretados por Roger Livesey y el carismático Anton Walbrook. Los dos actores actuarían en otras películas de estos creadores.

Así el visionado de Vida y muerte del coronel Blimp se convierte en una experiencia visual que merece la pena repetirse y compartirse…

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Las zapatillas rojas (The red shoes, 1948) de Michael Powell y Emeric Pressburger

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Nada más empezar sabemos que nos encontramos ante una obra especial, muy especial. Verla una primera vez se te queda en la retina. Disfrutarla una segunda vez es ya una experiencia inolvidable por lo menos para la que esto teclea. Powell y Pressburger unen sus talentos para una obra cinematográfica redonda desde el primer fotograma hasta el último. Ambos imprimían una sensibilidad especial a las historias que narraban. Como ya hicieran en Narciso negro emplean de manera virtuosa el technicolor, en manos del director de fotografía Jack Cardiff. De esta manera  una paleta especial de colores queda al servicio de unas historias extrañas pero envolventes. Las zapatillas rojas está muy libremente inspirado en el cuento de Hans Christian Andersen (pero se queda con la esencia y el simbolismo de las zapatillas rojas). Los directores nos zambullen de lleno en una compañía de ballet clásico, entre bambalinas.

Desde la primera secuencia ya sabemos que nos encontramos ante una historia que es narrada cinematográficamente. Y esa primera secuencia ya atrapa. Presenta al trío protagonista. Una puerta cerrada. Y unas escaleras. Dos hombres que no pueden contener la avalancha que se avecina. Y una voz que ordena que se abran. Jóvenes que corren por las escaleras y un cartel que explica que nos encontramos en las entrañas de un teatro donde se va representar un ballet. Son jóvenes estudiantes (futuros músicos, futuros bailarines) que van al gallinero del teatro para disfrutar de la representación. Y también hablan y discuten. Desde arriba lo observan todo. Los palcos, las butacas del patio, la orquesta y el escenario… Ahí se sienta el futuro y brillante compositor Julian Craster (Marius Goring) que sufrirá su primer desengaño en el mundo de la música. En un principio los alumnos felices miran con admiración el palco donde se encuentra su maestro de música y el distante y ambicioso Boris Lermontov (Anton Walbrook), director de la compañía de ballet. Y en otro palco se encuentra una rica mecenas con su sobrina que sueña con ser una bailarina de prestigio, Vicky Page (la pelirrojísima Norma Shearer),  que se encuentra ensimismada y emocionada con lo que está viendo en el escenario. Mientras, la mecenas trata de atraer a su terreno al palco de tan ilustres señores, quiere hacer una presentación oficial de su sobrina.

Las zapatillas rojas es el ballet que monta la compañía de Lermontov con dos incorporaciones nuevas (por distintos caminos y avatares): Vicky Page que tiene la oportunidad de convertirse en primera bailarina y Julian Craster que se va convirtiendo en un prestigioso compositor de obra propia. A ambos jóvenes les ha dado su mano y confianza Boris Lermontov. Y ese ballet además es representado durante un cuarto de hora de la película y es un prodigio no sólo de danza clásica sino de cine 100 por 100. Powell y Pressburger plasman este ballet en lenguaje cinematográfico, traspasan el escenario teatral y trasladan al espectador a un mundo onírico y alegre que termina siendo una pesadilla (como es el propio cuento de Andersen).

Si en el cuento de hadas las zapatillas rojas representaban un castigo divino ante la vanidad y la coquetería de Karen, su protagonista, en una sociedad religiosa y oscura (también podemos pensar que Karen trata de dar un poco de color y libertad a una vida oscura… y fracasa en la empresa); en la película de estos peculiares directores británicos las zapatillas rojas suponen la perfección y entrega total a la creación artística (a la música y a la danza) llevándose por delante todas las facetas de la vida (como, por ejemplo, el amor). Ésa es la filosofía del director de la compañía: la entrega completa a la obra artística sin obstáculo alguno. Y por eso se siente traicionado cuando ambos jóvenes se enamoran e inician un romance. Para él la entrega a la obra de arte ya no será la misma. Él quería las zapatillas rojas para su Vicky Page… cuando ésta se enamora, las zapatillas pierden a su única dueña. Aunque en realidad lo que simbolizan esas zapatillas es mucho más duro: la dama que quedará exhausta, dará su último suspiro. Pero las zapatillas encontrarán otra persona que las lleve. Habrá otra bailarina que se sacrificará tal y como quiere Lermontov, una entrega total.

Boris Lermontov dirige una gran familia artística donde se encuentra el compositor, el coreógrafo, el director artístico, los bailarines, los empresarios del teatro… Tiene mano dura y todo lo controla pero a la vez es el único que sabe mantener la calma entre bambalinas antes del estreno de una obra. Es el que confía plenamente en cada una de las personas que con su trabajo sacarán adelante la siguiente temporada. Es el que soluciona conflictos y problemas. Está presente en la selección de bailarines, en los ensayos, en cada una de las partes del proceso creativo… Sin embargo para él sólo hay una premisa: el espectáculo debe continuar a toda costa y para él el acto creativo es una religión, algo sagrado. Y por eso a sus primeras bailarinas (y a todos los que forman parte de ‘su’ familia) les pide que vivan únicamente para la danza y la música para que den todo en el escenario… No concibe combinar el arte con otra alternativa de vida.

Y como no lo concibe no deja que Vicky y Julian puedan alternar su amor con el arte. Los pone en un dilema. Y ésa será la gran tragedia de Vicky: quedarse con las zapatillas rojas y triunfar en los escenarios de todo el mundo o seguir a su enamorado Julian y vivir quizá en el anonimato sin alcanzar la excelencia en el arte que tanto disfruta…

Powell y Pressburger reflejan todo esto en secuencias de gran belleza con la ayuda de una dirección de fotografía que crea unos ambientes inolvidables. Así deslumbra esa pelirroja vestida de fiesta con una capa que sube corriendo unas escaleras de piedra con un hermoso fondo marino (y una banda sonora casi onírica con una voz lírica que parece que sale del cielo) para ir terminar en un aposento donde la anuncian que no va a una cita amorosa sino a convertirse en la primera bailarina de una obra todavía no escrita… O esos dos jóvenes enamorados que van al anochecer en una carroza con un cochero dormido… y van al lado del mar. Mientras, el joven le dice a su amada que desea ser mayor para contar a un joven entrevistador que el momento más feliz de su vida sabe que fue en algún lugar del Mediterráneo al lado de Vicky Page. También filman uno de los suicidios más hermosos y tristes del cine. No hay escena que no sea digna de ser mirada.

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Y durante toda la película quedan presentes esas zapatillas rojas… que pueden tener un montón de significados. La entrega total al arte, el sacrificio del amor, la persecución de la gloria y la fama, la consecución de la libertad creadora… pero también unas zapatillas que si se portan o se llevan supone un camino de dolor, sacrificio y muerte. Unas zapatillas rojas que pueden finalmente llenar ellas solas un escenario…

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