10 razones para amar El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974) de John Guillermin, Irwin Allen

Razón número 1: El coloso en llamas, un recuerdo de infancia

Hay dos películas del género de catástrofes donde me recuerdo a mí misma frente al televisor, siendo una niña, con los nervios a flor del piel. Dos largometrajes que se te quedan grabados para siempre, pero que además vuelves a revisitar años después, y su encanto perdura. Así que vas descubriendo que funcionaron y funcionan por muchos motivos.

Posteriormente cuando las he ido analizando, se descubre cómo las dos tienen los mismos ingredientes y una forma de contar determinada: repartos estelares de estrellas del momento y rescate de nombres del pasado; presencia de niños; pareja de ancianos, sacrificios de los héroes; villanos, que además tienen que ver con la catástrofe que se origina; instinto de supervivencia a flor de piel; mezcla de tramas con historias íntimas y personales de los supervivientes y las víctimas; héroes y cobardes; muertes lloradas y otras que se visten de “castigo” moral; arquitecturas increíbles (barco, rascacielos, aeropuerto…); trama basada en cómo y cuántos van a salvarse…

No obstante, abrieron las dos la veda a este tipo de largometrajes en los setenta (siendo la película fundacional Aeropuerto de George Seaton), así que se convirtieron en pioneras de una forma de presentar dicho género. Una es la que hoy justifica el texto, El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974), y la otra es La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, 1972) de Ronald Neame.

Razón número 2: Cine de catástrofes

El cine de catástrofes siempre ha estado presente a lo largo de la historia del cine, aunque sí es cierto que durante los setenta hubo un aluvión de títulos y una cierta moda del género. Pero desde el cine mudo hasta la actualidad, la representación de la catástrofe por incendio, terremoto, volcán, tsunami o lluvia que todo lo arrasa nunca ha faltado. En el cine americano se ha ligado la catástrofe con un sentido de la espectacularidad y la emoción a flor de piel. Para ser cine puro y duro de catástrofes, como el largometraje que nos ocupa, la trama tiene que girar alrededor de la catástrofe en sí, además de tener una duración considerable.

Por ejemplo, para entender la evolución del género, en una película como San Francisco (San Francisco, 1936) de W.S. Van Dyke, el terremoto es una excusa más para una historia romántica y melodramática, apenas dura metraje, aunque se trabaja la espectacularidad. Sin embargo, lo central de El coloso en llamas es el incendio, es decir, sin catástrofe no hay historia.

Razón número 3: Paul Newman y Steve McQueen

Una de las principales bazas de la película era ver juntos a Paul Newman y Steve McQueen. El primero es el arquitecto del rascacielos, Doug Roberts, y el segundo el jefe de los bomberos, O’Halloran. Roberts y O’Halloran no tienen más remedio que colaborar juntos para tratar de salvar vidas. Los dos poseen conocimientos que el otro no tiene (uno, conoce perfectamente la estructura del edificio y el otro tiene los medios para poder salvar vidas). Y la química entre los dos héroes funciona en la pantalla. De hecho, no dudan en sacrificarse por todos para realizar un último intento para apagar el fuego y tratar de salvar más vidas.

Paul Newman y Steve McQueen eran poderosos en el star system de esos momentos, seguían teniendo el suficiente tirón como para que el público acudiera a verlos. La película gana con el carisma que desprenden. Era la época en que los actores sabían que tenían el poder, pues dependía de su tirón el éxito de taquilla, y el sistema de estudios clásico ya había caído luego contaban con más poder de decisión. No obstante, parece ser que no hubo armonía entre las dos estrellas en los platós, y que fue un rodaje de roces.

Creo que el personaje más complejo y atractivo de El coloso en llamas, el que sale ganando, es el del arquitecto, pero porque tiene más aristas y ambigüedades. El personaje de McQueen es efectivo, pero sin sombras, más plano: es el bombero que lucha hasta el final para realizar bien su trabajo, pero nada más sabemos de él además de que es bueno en su trabajo.

Los dos personajes logran una camaradería final que además deja la puerta abierta para una colaboración necesaria (aportan un mensaje): la cooperación, cuando se levanta un rascacielos o cualquier tipo de construcción, entre arquitectos y servicios de emergencia, para construir edificios seguros, donde ante un posible hándicap, todo esté estudiado desde el principio (medidas de seguridad, salidas y entradas de emergencias, dispositivos disponibles, los mejores materiales para evitar, por ejemplo, que los edificios ardan rápidamente…).

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Melodramas desatados (2). Corazón salvaje (Gone to Earth, 1950) de Michael Powell, Emeric Pressburger

Hazel con su zorro domesticado, Foxy, dos espíritus libres, protagonistas de Corazón salvaje.

Como si fuera el canto de una sirena, en lo alto de una colina, con la melodía de un arpa de fondo, Hazel (Jennifer Jones), con su vestido amarillo al viento, entona una canción espiritual y mágica, ancestral: “Harps in Heaven”. Todos los presentes escuchan como hechizados en un mar de naturaleza que les rodea. Esa es la extraña e hipnótica atmósfera de Corazón salvaje, donde lo pagano se mezcla con lo religioso, y donde la naturaleza alcanza ese espíritu mágico e inexplicable que todo lo envuelve. De nuevo, Michael Powell y Emeric Pressburger crean un universo especial donde logran unas imágenes y una intensidad de colores de una belleza cautivadora. Es difícil retirar la mirada y no quedar para siempre dentro de un mundo único. Sensualidad y espiritualidad se unen en una comunión que deja una catarsis dolorosa. Catarsis digna de un melodrama desatado.

Hazel es una joven libre y salvaje. Vive en una cabaña con su padre, un hombre rudo que hace ataúdes y que toca el arpa en todo tipo de eventos. La madre de la muchacha, una gitana que falleció hace tiempo, la dejó un cuaderno de conjuros y profecías, un legado en el que ella cree ciegamente. La joven vive unida a la naturaleza y a todos sus seres vivos. De hecho, está especialmente unida a un pequeño zorro al que ha domesticado, Foxy, y que siempre está salvando en carreras imparables donde huyen de cazadores, caballos y jaurías de perros. Vive en un paisaje entre sagrado y mágico, rodeada de bosques, montañas y rocas. La historia transcurre en el condado de Shropshire, lindando con Gales, tierra de leyendas.

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William Dieterle, Joseph Cotten y el amor. Te volveré a ver (I’ll be seeing you, 1944)/Jennie (Portrait of Jennie, 1948)

Hay directores a los que merece la pena rescatar del olvido una y otra vez, y que según se va completando su cuantiosa filmografía, el número de sorpresas no deja de ascender. William Dieterle es uno de tantos directores pioneros europeos que terminaron, por distintas circunstancias, en EEUU. Su condición de judío y la oportunidad de rodar versiones alemanas de las películas de Hollywood a principios de los años 30 (que produjo un éxodo de profesionales europeos a los estudios norteamericanos), durante el famoso periodo de transición del mudo al sonoro…, hizo que ya no abandonara la fábrica de sueños.

Durante su carrera como director, trabajó varias veces con el actor Joseph Cotten. Este había fundado junto a Orson Welles en 1937 el Mercury Theatre y su primer papel importante en el cine fue de la mano de su gran amigo en Ciudadano Kane (antes habían experimentado juntos con Too Much Johnson) en 1941. Pero Cotten ya no dejó de hacer cine. Y Dieterle le rodeó de un halo de personaje romántico, que durante mucho tiempo no le abandonó, y una muestra de ello son Te volveré a ver y Jennie.

El tratamiento del amor de William Dieterle en ambas películas es diferente. En la primera es una historia realista sobre segundas oportunidades, donde el amor contribuye a mejorar la vida de dos personas que han vivido momentos muy malos. Y la segunda es una película extraña y mágica donde se relata una historia de amor fou, más allá del tiempo, el espacio y la muerte. Lo que une a las dos, además del actor principal y el tema, es su extrema sensibilidad.

Te volveré a ver (I’ll be seeing you, 1944)

Te volveré a ver

Un hombre y una mujer… y una segunda oportunidad de ser felices

Y no son pocas las películas de este periodo bélico que hablan de encuentro, melancolía, desencanto y tristeza entre hombres y mujeres en un mundo en guerra. Y de la posibilidad del amor. A veces casi puro milagro. Habla de hombres rotos por la guerra y de mujeres que sobreviven. Películas que muestran a soldados de permiso o heridos que descubren que ya nada es igual y a mujeres que llevan sobre sus hombros una dura carga. A Su milagro de amor de John Cromwell o El reloj de Vicente Minnelli ambas de 1945, se les une un bello precedente: Te volveré a ver.

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Madame Bovary (Madame Bovary, 1949) de Vincente Minnelli

madamebovary

El elegante y aristocrático Rodolphe (Louis Jourdan) ofrece su mano a Madame Bovary (Jennifer Jones) para que baile con él un vals. Antes Emma ha rechazado a un montón de pretendientes porque no sabe bailar ese estilo. Justo cuando se mira en un lujoso espejo y ve reflejada una imagen que le agrada, la imagen bella que ha soñado tantas veces en las novelas románticas, en las revistas de moda y últimas tendencias… la culminación de su felicidad… una mano la invita a bailar. La mano de Rodolphe, el hombre imaginado con porte de príncipe azul. No puede rechazar la invitación y empieza a dar vueltas y vueltas al salón en el baile del marqués de Andervilleirs donde ha sido invitada junto a su esposo Charles Bovary (Van Heflin), un humilde médico rural. Giran y giran sin parar. Emma va perdiendo la cabeza y la noción de la realidad. Y le dice a ese príncipe azul que se está mareando que tiene que parar. Pero él no para y grita la situación de su compañera de baile. Entonces el marqués ordena la ruptura de ventanas para que entre el aire. Los mayordomos toman sillas y las estampan contra las ventanas mientras la pareja gira y gira. Emma está en un momento de extasis total. Entonces su marido borracho, que no ha logrado integrarse en la velada y que se ha sentido fuera de lugar todo el rato (como ya preludiaba) pero que sólo quería hacer feliz a su esposa, ve desde lo alto de una escalera ese extasis en su esposa, esa felicidad, y quiere compartirla con ella. Y baja las escaleras llamándola, borracho, y se mete entre los que bailan intentando alcanzarla. Entonces Emma le oye, le ve y se da cuenta de la realidad. Su marido llega hasta Rodolphe y le pide que le deje bailar con su esposa… pero ésta sale despavorida del salón de baile. Su sueño de belleza ha terminado.

Vincente Minnelli en esta escena maravillosamente coreografiada y filmada logra reflejar totalmente el estado del alma de Madame Bovary. Sus anhelos y sueños… y su siempre choque brutal con la realidad. Una realidad que ella rechaza porque no se parece a la que imagina o sueña. Capta así la esencia del personaje de Emma Bovary en una película llena de decisiones de puesta en escena y de puntos de vista que enriquecen esta adaptación cinematográfica de la novela de Gustave Flaubert. Es una mirada personal que parte de un punto de vista privilegiado. Lo que nos es narrado en la película (y que es lo que nos deja claro que va a ser una adaptación especial, una mirada personal…) es la defensa del personaje de Emma que realiza el propio Gustave Flaubert (James Mason) cuando está siendo condenado en un juicio por escribir una obra literaria inmoral.

Y es este punto de vista muy interesante porque lo que se trata es de entender a Emma Bovary. Es curioso, al buscar en la Red información sobre Robert Ardrey, guionista encargado de la adaptación, se señala que además de guionista fue un conocido ensayista especializado entre otras cosas en antropología y etología. Y se notan esos conocimientos porque todos los personajes y el ambiente en el que viven están perfectamente dibujados. Sus comportamientos y motivaciones. Así, como entiende Flaubert a su heroína, los espectadores también. Y nos provoca una tremenda tristeza. Pero no sólo está perfectamente reflejado el personaje y las motivaciones de Emma sino que cada uno de los personajes secundarios están perfectamente construidos.

Sin duda el otro gran personaje (por lo menos para la que está tecleando en su vieja máquina sin parar) es Charles Bovary con el rostro de Van Heflin. El retrato es perfecto. Un médico rural sin ambiciones, tan sólo aspira a una vida tranquila al lado de su familia y en una pequeña localidad. Un hombre consciente de sus limitaciones y profundamente enamorado de su esposa, fiel, que nunca la abandona, que trata de entenderla cueste lo que cueste. Un hombre que no busca la aventura sino vivir el día a día. Un hombre bueno pero sin horizontes. Y un hombre que nunca miente a Emma. Al principio la avisa: no es el príncipe que ella espera… Juntos se ven abocados a una relación destructiva que no dará la felicidad a ninguno, sólo desolación.

Además Vincente Minnelli emplea con maestría los elementos de un género clave en su filmografía (además del musical), el melodrama. Un melodrama en blanco y negro que llega sin embargo a escenas de cartasis como es toda la secuencia de la agonía y muerte de Emma Bovary tras su intento (y finalmente logrado) suicidio.

Son muchas las decisiones de puesta en escena que hacen avanzar la historia y contarla de una determinada manera. Como ese juego de espejos durante toda la película: los distintos momentos en los que la heroína se ve reflejada en uno y que cada momento significa una evolución en el personaje y su situación. O esa maravillosa metáfora de una novia hermosa vestida de blanco en una boda rural de la que ella quiere huir. Se avergüenza de los suyos. Se siente fuera de lugar. Y lo percibimos desde el primer instante. Ella quiere huir a toda costa de la mediocridad, de lo feo… Quiere construir el mundo de sus fantasías, quiere volar y no sentirse atada y condenada a una existencia sin emociones. Otro momento inspirado es esa Emma asomada a la ventana anticipándose a las acciones de sus vecinos en un nuevo día, dando a entender la monotonía de su vida…

Madame Bovary es una buena propuesta estilística de Vincente Minnelli que vuelve a demostrar su empleo y uso del lenguaje cinematográfico para realizar una película rica en matices. Su arriesgada adaptación de la novela de Flaubert da un fruto sabroso y se viste además con todos los ingredientes de un buen melodrama protagonizado por personajes tremendamente humanos… empezando por la propia Emma.

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