Joyas desconocidas de cine negro (y III). Corazón de hielo (Kiss Tomorrow Goodbye, 1950) de Gordon Douglas/Despacio, forastero (Walk Softly, Stranger, 1950) de Robert Stevenson/Ola de crímenes (Crime Wave, 1954) de André De Toth

El reflejo de la corrupción. Corazón de hielo (Kiss Tomorrow Goodbye, 1950) de Gordon Douglas

Corazón de hielo

Barbara Peyton y James Cagney, que vuelve a la gloria de sus personajes pasados…

James Cagney fue el rey indiscutible del cine de gánsteres en los años 30. Sus violentos antihéroes se sofisticaron poco a poco en escenarios de cine negro. Así dejó joyas como Los violentos años 20, Ciudad de conquista o Al rojo vivo. Su aventura como productor, para independizarse de la Warner, no fue fácil y Corazón de hielo se convirtió en un último intento para no atarse de nuevo a los estudios. Así recuperó rasgos de sus personajes de los treinta, tipo El enemigo público, y tomó algún que otro detalle del personaje reciente y con éxito de Al rojo vivo, para crear a Ralph Cotter. Y surgió una película interesantísima como Corazón de hielo. En ella, Cotter, un tipo inestable mentalmente y violento, logra ascender y ascender gracias a la corrupción reinante y a que sabe también corromper a los que le rodean. También es una película que recupera un rostro: el de Barbara Peyton. Una actriz con un triste periplo en uno de sus primeros papeles que auguraban una carrera brillante. Aquí Barbara Peyton es una especie de mujer fatal sin quererlo, una buena chica que las circunstancias hacen que caiga en una espiral de violencia en los brazos de Cotter, pero también será la única que frenará su ascenso al más alto escalafón social.

Lo que hace especial esta película es que ningún personaje se salva de la sombra de la corrupción o de un ambiente enrarecido. De este modo a Cotter no le cuesta ir creando una red de relaciones que le va permitiendo desde huir de una prisión, a realizar ambiciosos robos, a sentirse protegido por abogados, contar con el apoyo de la policía, realizar chantajes y lograr llegar a las puertas de un millonario y poderoso hombre influyente. Y en ese ambicioso camino a la “gloria” cuenta con dos damas con las que surgirá un triángulo de fatales consecuencias: la hermana del preso con el que Cotter huye (este no tiene tanta suerte…) del centro penitenciario y la hija del hombre poderoso.

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William Dieterle, Joseph Cotten y el amor. Te volveré a ver (I’ll be seeing you, 1944)/Jennie (Portrait of Jennie, 1948)

Hay directores a los que merece la pena rescatar del olvido una y otra vez, y que según se va completando su cuantiosa filmografía, el número de sorpresas no deja de ascender. William Dieterle es uno de tantos directores pioneros europeos que terminaron, por distintas circunstancias, en EEUU. Su condición de judío y la oportunidad de rodar versiones alemanas de las películas de Hollywood a principios de los años 30 (que produjo un éxodo de profesionales europeos a los estudios norteamericanos), durante el famoso periodo de transición del mudo al sonoro…, hizo que ya no abandonara la fábrica de sueños.

Durante su carrera como director, trabajó varias veces con el actor Joseph Cotten. Este había fundado junto a Orson Welles en 1937 el Mercury Theatre y su primer papel importante en el cine fue de la mano de su gran amigo en Ciudadano Kane (antes habían experimentado juntos con Too Much Johnson) en 1941. Pero Cotten ya no dejó de hacer cine. Y Dieterle le rodeó de un halo de personaje romántico, que durante mucho tiempo no le abandonó, y una muestra de ello son Te volveré a ver y Jennie.

El tratamiento del amor de William Dieterle en ambas películas es diferente. En la primera es una historia realista sobre segundas oportunidades, donde el amor contribuye a mejorar la vida de dos personas que han vivido momentos muy malos. Y la segunda es una película extraña y mágica donde se relata una historia de amor fou, más allá del tiempo, el espacio y la muerte. Lo que une a las dos, además del actor principal y el tema, es su extrema sensibilidad.

Te volveré a ver (I’ll be seeing you, 1944)

Te volveré a ver

Un hombre y una mujer… y una segunda oportunidad de ser felices

Y no son pocas las películas de este periodo bélico que hablan de encuentro, melancolía, desencanto y tristeza entre hombres y mujeres en un mundo en guerra. Y de la posibilidad del amor. A veces casi puro milagro. Habla de hombres rotos por la guerra y de mujeres que sobreviven. Películas que muestran a soldados de permiso o heridos que descubren que ya nada es igual y a mujeres que llevan sobre sus hombros una dura carga. A Su milagro de amor de John Cromwell o El reloj de Vicente Minnelli ambas de 1945, se les une un bello precedente: Te volveré a ver.

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Centenario de Orson Welles (1). Sed de mal (Touch of devil, 1958) de Orson Welles

seddemal

Una de las constantes de la obra cinematográfica de Welles (y una de sus tragedias) es que salvo contadas ocasiones sus películas no pudo llevarlas a cabo tal como él quería por distintos motivos (no conseguir los medios económicos suficientes para ponerlas en pie o hacerlas tal y como estaban en su cabeza o imposiciones drásticas de los estudios). Lo conseguido en Ciudadano Kane (la absoluta libertad de creación) se convirtió en un triste espejismo para un creador peculiar… que siguió el rastro de aquellos cineastas malditos fuera de los circuitos del cine clásico y el sistema de estudios, aquellos como, por ejemplo, Erich von Stroheim.

La obra de Orson Welles sigue siendo de extremos. Alabado como un genio o menospreciado. Su obra sigue creando pasiones y odios. Lo cierto es que tan interesante es él como personaje histórico (su vida es una película que no acaba) que es una auténtica gozada analizar cada una de sus obras para entender por qué era un cineasta especial (y un actor con un carisma que le hacía diferente). Y es que sin duda poseía una mirada y un universo visual que vomitaba en cada una de sus películas.

Ya estaba empezando a rodar su obra en otros países, fuera de EEUU, cuando tuvo la oportunidad de volver al sistema de estudios en la Universal tanto como actor como director y guionista (parece ser que Heston, una de las estrellas del momento, al enterarse de la presencia de Welles en la película dio por sentado también que sería el director y el estudio así lo hizo). La película era Sed de mal, el argumento partía de una novela de Whit Masterson (seudónimo de dos novelistas que escribían algunas obras literarias juntos). Un título interesante para estudiar el cine negro como género y su evolución. Si Welles pensó que volvería con toda la gloria, le hicieron ver que regresaba con toda la pena (ya había empezado a rodar en Europa). El estudio no quedó nada contento con el resultado y manipularon la obra del creador (cortaron, modificaron, añadieron otras escenas sin el visto bueno de Welles) además de no realizar un estreno a lo grande sino como una más, del montón, como de segunda categoría. Orson Welles, cuando vio el desaguisado, escribió unas notas en las que pedía que no se destrozara su película y en la que explicaba cómo tenía que ser. Como este documento no se había perdido en 1998 se realizó una versión aproximada de lo que hubiese querido Welles (y ese es el dvd que se ha visionado para este post).

¿Por qué Sed de mal puede considerarse una película distinta, distinguida y especial… independientemente de que guste o no guste? Lo primero destacar su atmósfera asfixiante, decadente y oscura que precipita a los personajes a un destino fatal desde el primer fotograma. Cine negro en vena. Y la presencia continua de la ambigüedad… Una película de frontera donde el bien y el mal se mezclan, sin saber muy bien dónde se encuentran los límites. Violencia y sexualidad, comportamientos irracionales. En esa frontera entre México y EEUU… nada es lo que parece, los héroes y los antihéroes se confunden. Todo además envuelto con ecos de tragedia shakesperiana, tono tan querido por Welles. La pianola se une con notas de jazz y melodías que traen aires nuevos de rock and roll… con un Mancini creador.

Welles es de esos cineastas con una imaginería barroca, un mundo visual recargado y una manera de filmar que no solo confiere un ritmo especial sino unas composiciones que se quedan en la retina. Planos picados, contrapicados, plano secuencia, primeros planos, muchas personas en un mismo plano, o una persona en espacio inmenso, profundidad de campo, luces y sombras… todo entra en Sed de mal.

Extrañamiento y aires de pesadilla. Sed de mal es como vivir dentro de una pesadilla, despertar de un mal sueño. Conviven en sus fotogramas el inconsciente, la irracionalidad, los comportamientos incomprensibles de los personajes: esa esposa sensual (Janet Leight como extraña heroína, cuya Susan Vargas sería el precedente de otros personajes de la actriz en Psicosis o en El mensajero del miedo) que va a la deriva, como una marioneta, y siempre acaba a manos de personas que pretenden hundirla y corromperla o ese portero extraño de noche al borde de la locura en un motel solitario. Ese grupo de jóvenes matones con pinta de rockeros que parece que tienen la premisa de sexo, drogas y alcohol cada día de su vida. Uno de esos matones que trata de asustar a Mike Vargas tirándole ácido a la cara. Esa pitonisa ¿también prostituta? del pasado (Marlene Dietrich) en un local de frontera con una pianola de fondo, que parece ser guardiana de la memoria de uno de los protagonistas.

¿Dos policías opuestos o dos policías espejo? Dos personajes potentes enfrentados: el policía corrupto y racista Hank Quinlan (Orson Welles), totalmente decadente, desencantado y desgarrado, que arrastra una cojera, un pasado que le pesa y le destroza, un alcoholismo que vuelve y unos métodos poco ortodoxos para imponer la ley en la frontera. Mike Vargas (Charlton Heston), policía héroe que lucha contra el narcotráfico, recto y honrado, que se convierte en denunciante de los métodos de Quinlan. De nuevo ambigüedad en ambos personajes. Nada es lo que parece. A Quinlan, a pesar de su decadencia nos lo pintan con un pasado en el que pudo ser un hombre diferente y en el que se explica su decadencia presente. Así como la mirada que lanzan sobre él, la pitonisa de frontera, Tanya, y su fiel compañero de profesión (un increíble Joseph Calleia). A Vargas, nos lo pintan a punto de sucumbir a un pasado parecido al de su antagonista Quinlan, le vemos al borde del extremo, sentimos la fragilidad de su rectitud. Y en ambos uno de los motivos de la caída (además de la dificultad de su trabajo, de las presiones, del día a día) puede ser el amor hacia una mujer (uno la pierde de manera horrible, el otro a punto está a punto de perderla).

Una vez que se entra en el universo de Sed de mal es imposible olvidar varios de sus momentos increíblemente filmados: el famosísimo plano secuencia que abre la película y que expone el conflicto. La fiesta salvaje y orgía involuntaria de sexo y drogas a la que someten en un aislado motel a Susan Vargas. El horrible asesinato de uno de los Grandi (familia de narcotraficantes a los que persigue Vargas) en una habitación decadente de hotel con una Susan adormilada bajo los efectos de las drogas de fondo…, el shakesperiano y trágico final de Quinlan así como su último diálogo con su compañero de hazañas (un triste y patético Calleia, el gran secundario de la película)…

Todo hace de Sed de mal una película a tener en cuenta en el rico y complejo universo de Orson Welles. Como curiosidad, el director hizo que participaran amigos actores en cameos a lo largo de la película así podemos localizar a Joseph Cotten o a Mercedes McCambridge.

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Westerns atípicos. La metamorfosis de un género (y el colofón). El último atardecer (The last sunset, 1961) de Robert Aldrich

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La entrega de un ramo de flores silvestres contiene toda la emoción y la poesía que esconde cada fotograma de El último atardecer. Un western con ecos de tragedia griega e ingredientes de melodrama exaltado. Otra joya en la filmografía de Aldrich. Así continuo no sólo descubriendo otra obra de este director, que nunca me ha dejado indiferente, sino que añado un western más –que pertenece al periodo entre los 60 y los 70– a los que estoy descubriendo durante estos días.

Robert Aldrich se encontraba en un momento delicado de su carrera cinematográfica. Había abandonado un Hollywood que imponía pero que también daba los últimos coletazos del sistema de estudios e iba recorriendo Europa sobreviviendo producción tras producción. Pero estos años de exilio laboral, en los que parecía perdido a la hora de encontrar un camino o una continuidad a su interesante filmografía, le sirvieron para seguir aprendiendo el oficio. Este western llegó de encargo y como una oportunidad de regresar a EE UU con éxito y gloria. Lo que en un principio era una oportunidad, se convirtió en otro desencanto que no contentó a nadie. Sin embargo yo me he topado con un western excesivamente hermoso, lírico…

El director vuelve a narrar con su mirada especial una historia que tiene además un leit motiv de su obra cinematográfica (además ya había realizado westerns tan notables como Apache y Veracruz): un historia que se va construyendo a través de un enfrentamiento.

El enfrentamiento entre un pistolero cansado y el sheriff que quiere detenerle (y que como iremos descubriendo esconde además un odio exacerbado hacia el pistolero y busca una venganza personal). El encuentro se produce en un rancho en México… pero los ‘enemigos’ se verán envueltos en un viaje… para la venganza ya habrá tiempo. Ahora es tiempo de convivir, de seguir siendo ‘enemigos’ pero respetuosos (con algún que otro cabreo que deja patente la tensión siempre existente) hasta que llegue el momento oportuno. Los dos se unen para llevar un ganado de México a Texas. ¿Quién los contrata? John Breckenridge, un ganadero alcoholizado y atormentado por recuerdos bélicos de su pasado en el ejército confederado. ¿Por qué el pistolero acaba en ese rancho… y por lo tanto el sheriff también? Porque John Breckenridge está casado con una hermosa mujer que fue el gran amor del pistolero y ahora que está cansado quiere un hombro donde reposar. Así que se reencontrará no sólo con ella sino también con la hija adolescente de sus gran amor, que enseguida se siente atraída por el halo romántico de este fuera de ley.

Con un reparto totalmente acertado, una fotografía con un color que exalta los colores amarillos –donde sientes el color de la tierra, el viento y el polvo–, y un guion de Dalton Trumbo (el cual tampoco estuvo muy contento con algunas de las imposiciones que tuvo… aunque ya por fin sin estar en la lista negra), El último atardecer se convierte en otro magnífico western atípico donde más que la aventura o el viaje cuentan las emociones de los personajes y sus relaciones.

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Así el pistolero cuenta con el rostro de Kirk Douglas (muy implicado en el film como coproductor y tampoco quedó contento), un hombre con ganas de un poco de tranquilidad (y que la busca en el recuerdo que tiene de su gran amor) pero que no puede dejar de lado su pasado. Un pasado de violencia, de errores, de nunca parar, de haber hecho mucho daño… Al final busca algo de estabilidad y algo parecido a la felicidad. Cuando todos sus intentos son fallidos y además puede hacer daño –de nuevo– a alguien a quien ama, sabe que sólo hay una salida en el último atardecer. Kirk Douglas, como siempre, sabe presentar un personaje lleno de encanto (a pesar de su cara oscura, exaltada y violenta). A su indumentaria, un pistolero todo de negro, de elegante figura y con un pañuelo al cuello, se une su condición de contador de historias (con buenas metáforas para describir el mar o para entender el amor como un manantial) y de hombre extremadamente nostálgico y en esa nostalgia, hombre romántico. Y en ese intento de encontrar la calma, fracasa continuamente incluso cuando cree que ha encontrado el amor incondicional en la joven hija de su antiguo amor. Una confesión le hará ver lo imposible de ese amor, convirtiéndolo en otro tipo de amor que además requiere un sacrificio…

Los obstáculos (además de su propio tormento) se los va poniendo el sheriff que se convierte en enemigo respetable y compañero de supervivencias pero también se transforma en rival en el amor. El sheriff es un, como siempre, apuesto y rudo Rock Hudson (rey del melodrama) que se siente enseguida atraído por la esposa de John Breckenridge, que es el antiguo amor del pistolero. Según avanza el viaje, él también encuentra un sentido en el viaje, un amor que le redime de sufrimientos pasados, y cada vez va enterrando más hondo sus ganas de venganza pero no su sentido del deber. Y su propio amor (con rostro de Dorothy Malone, otra reina del melodrama) que trata de hacerle ver que no está enamorada de ella sino de una imagen del pasado, y quiere que se dé cuenta de que ahora ella es otra mujer distinta a la adolescente que conoció. Y que porta un secreto que finalmente le hará tomar una decisión inevitable.

En ese camino se encuentra con la trágica figura de John Breckenridge (maravilloso Joseph Cotten) que entierra en alcohol su miedo al enfrentamiento y que protagoniza uno de los momentos más tristes, humillantes y tensos de la película. Y también con la joven que le hará por un momento recuperar la esperanza (una prometedora Carol Lynley, pero que se quedó en promesa)… pero que será un amor imposible (y es tan delicada la manera en que se aborda el dilema, que es uno de los puntos fuertes de esta gran tragedia griega).

Por supuesto no falta ganado, indios, forajidos malvados (donde no falta Jack Elam), disparos, persecuciones… y un duelo final en este western atípico. Entre medias momentos de felicidad, intimidad y romanticismo. Así un pistolero americano canta con sus compañeros mexicanos de viaje una vieja canción (Currucucú paloma) en un momento de descanso…

En El último atardecer son muchas cosas las que se quedan en la retina: puede ser un vestido amarillo o un ramo de flores silvestres…

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