Una película en una sola secuencia

Charles Chaplin en El peregrino. Una secuencia que revela al genio.

No hace mucho vi por primera vez La calle del Delfín Verde (Green Dolphin Street, 1947) de Victor Saville. Es uno de esos dramones románticos y de aventuras que te enganchan desde el minuto cero. La película en su conjunto es algo irregular, pero, de pronto, tiene secuencias que justifican absolutamente su visionado. De ahí surgió una reflexión de cómo una secuencia no solo puede salvar un largometraje, sino que sobrevive también como unidad independiente. A través de un secuencia se puede definir una película. Así que después de ver La calle del Delfín Verde, pude disfrutar bajo esta premisa de otras dos películas que tenía pendientes: Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951) y El peregrino (The Pilgrim, 1923). Y ahí va un breve análisis de tres secuencias.

1. La secuencia que salva la película. En La calle del Delfín Verde (Green Dolphin Street, 1947) de Victor Saville hay un montón de personajes secundarios. Dos de ellos protagonizarán una de las secuencias que salvan la película. Muchos son los motivos del mérito. En tan solo unos segundos cuenta toda una historia de amor. Es una secuencia de actores y guion. Por una parte, Edmund Gwenn y Gladys Cooper. Por otra, el guionista Samson Raphaelson.

La secuencia está contada desde el punto de vista de Marguerite Patourel (Donna Reed), una de las dos hermanas protagonistas, que es testigo de la historia de amor de sus padres en el lecho de muerte de la madre. Sophie Patourel (Gladys Cooper) se despide de su esposo Octavius Patourel (Edmund Gwenn) y le confiesa cómo se casó con él enamorada de otro hombre, pero a lo largo de los años ha ido amándole por lo vivido juntos. Lo emocionante es ver el rostro de Octavius ante las palabras de ella, y cómo le revela a su amada esposa que siempre supo lo que le está contando, pero que él siempre la ha amado con la seguridad de que podía hacerla feliz. Es tal la emoción contenida en esa secuencia y tan hermosa la historia que cuenta, que solo por ella merece la pena ver esta película.

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El sol sale mañana (Our vines have tender grapes, 1945) de Roy Rowland

Con su secuencia de apertura ya percibimos el tono de El sol sale mañana. Dos niños pasean, rodeados de naturaleza. Son Selma (Margaret O’Brien) y Arnold (Jackie Butch Jenkins). Ella tiene siete años y él, cinco. Pasan muchas horas juntos porque son primos y vecinos, se enfrentan al mundo que les rodea y tratan de entenderlo, aunque no es fácil. En tan solo unos minutos, en una cálida jornada de verano, juegan, discuten, reflexionan y se enfrentan a dilemas complejos como la muerte, la guerra, la crueldad y la responsabilidad de sus actos. Pero todo fluye de manera sencilla, sin grandes aspavientos. Otra peculiaridad de los críos es que viven en una pequeña localidad rural estadounidense, Fuller Junction, donde forman parte de una comunidad inmigrante noruega.

Selma tiene una relación muy especial con su padre Martinius (Edward G. Robinson), un hombre del campo, trabajador y sabio. Para él, la cría es su “jenta mi”, “mi niña” en noruego. Los dos a su vez se sienten seguros bajo la mirada y los cuidados de Bruna (Agnes Moorehead), la esposa y la madre, una mujer que parece recta y seria, pero que comprende como nadie a las dos personas que más quiere en el mundo. Siempre está presente para acompañarlos en el recorrido de la vida. La película transcurre durante un año, y diversas anécdotas van pasando tranquila y plácidamente como las estaciones del año. De fondo, la sombra de la Segunda Guerra Mundial.

El sol sale mañana hace una bella sesión doble con otra película ya reseñada, Nunca la olvidaré (I remember mama, 1948), de George Stevens, donde una adolescente rememora los avatares de su familia, inmigrantes noruegos, en San Francisco. Si la película de Rowland gira alrededor de la figura del padre, en la de Stevens era la madre la figura central. Ambos largometrajes están narrados con una sensibilidad especial, con calma, como el largo río de la vida. Eso sí, a veces, con turbulencias y oscuridades.

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Nunca la olvidaré (I remember mama, 1948) de George Stevens

Nunca la olvidaré

Alrededor de la mesa…

Mister Hyde (Cedric Hardwicke), el huésped de una familia humilde de inmigrantes noruegos en San Francisco, todas las tardes se reúne con ellos alrededor de la mesa para leerles novelas de su biblioteca. Un día le toca el turno a Historia de dos ciudades de Charles Dickens, y la hija mayor de la familia, Katrin (Barbara Bel Geddes), decide, por la emoción que siente al escuchar la historia, que va a ser escritora. A partir de ese momento esas tardes son sagradas. Nunca la olvidaré es una película evocadora y nostálgica inspirada en las vivencias y en la escritura de Kathryn Forbes (1908-1966), pero también en la obra de teatro de John Van Druten sobre el universo literario de la escritora. Así el espectador es testigo de la vida cotidiana, a principios del siglo XX, de esta familia, pero a través de los recuerdos de Katrin, de su mirada. Y ella articula el relato familiar alrededor de la madre (Irene Dunne). Después de ser testigo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el director George Stevens regresó al mundo del cine de ficción con una película de una sensibilidad extrema, luego iría encadenando una detrás de otra las películas de su filmografía que todo el mundo recuerda: Un lugar en el sol, Raíces profundas, Gigante o El diario de Ana Frank.

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Carol (Carol, 2015) de Todd Haynes

carolIV

En Carol, una mano sobre un hombro encierra una historia que va a ser desvelada. La película de Todd Haynes es un relato cinematográfico que encierra un círculo perfecto. Nada sobra, nada falta. El director ha construido una trilogía del melodrama moderno, donde dos de sus películas muestran los años 50 en EEUU y su representación en la pantalla de cine y una serie de televisión que hace hincapié en un tipo de películas del Hollywood clásico que se denominaban women films (y cuyo género estrella era el melodrama). A Carol le anteceden Lejos del cielo y la serie de televisión Mildred Pierce. Si en Lejos del cielo elaboraba una nueva lectura de Solo el cielo lo sabe además de homenajear la representación de la vida de los 50 del realizador de melodramas Douglas Sirk; en la serie Mildred Pierce se adentraba en los años de la Depresión (pero se inspiraba en su representación fílmica en un fotógrafo que empezó a brillar en los años 50 y que su huella puede perseguirse también en Carol, Saul Leiter) para presentar un remake (y, otra vez, una nueva lectura) de una popular woman film, Alma en suplicio de Michael Curtiz (y ambas adaptaban con su mirada diferente la novela de James M. Cain). Y en Carol elabora su propio melodrama, arrancando de un material literario, donde busca la aproximación necesaria y personal de unos años 50 (y con distintos referentes) que le permiten contar un encuentro entre dos mujeres.

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