La pícara soltera (Sex and the single girl, 1964) de Richard Quine

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Hay películas que tienen una naturaleza amable, divertida, que existen para entretener. Así presentan un mundo glamuroso y cómico… y a veces con un punto de acidez y mala leche. Y eso lo sabía hacer muy bien Richard Quine. Así La pícara soltera es una película para divertirse, para disfrutar de un reparto de lujo y para empaparse de sus gotas de mala leche. El título original es realmente el título de un libro de no ficción que se había convertido en un best seller y que fue escrito por Helen Gurley Brown en 1962. Helen posteriormente se convirtió en la editora-jefe de Cosmopolitan. Bien, la película toma el título del libro de moda y el nombre de la autora para realizar una divertida película con situaciones descabelladas y alimentando uno de los grandes temas de la comedia, la guerra de sexos y el amor.

Una joven psicóloga escribe el libro de moda, Sex and the single girl, y una revista sensacionalista trata de sacar un escándalo de la escritora. Para ello cuentan con un periodista sin escrúpulos. Ella es Natalie Wood. Él, Tony Curtis. A su vez Tony Curtis tiene como vecinos a una pareja madura que siempre están discutiendo: son Lauren Bacall y Henry Fonda. Y esta pareja servirá para los propósitos del periodista sin escrúpulos que intenta engatusar a la joven profesional. Él robará los problemas conyugales y el nombre de su maduro vecino. La psicóloga tiene un psiquiatra compañero que la pretende con cara de Mel Ferrer, que de ser un hombre entregado a su profesión se va descubriendo como un auténtico ligón. Y Tony Curtis tiene un director de revista que tiene muy clara la filosofía de su publicación. Ese director tiene la planta ni más ni menos que de Edward Everett Horton. El periodista sin escrúpulos anda con una joven que aspira a ser artista y que adorna la película con un par de canciones y bailes. Ella es Fran Jeffries (que ya había hecho una aparición estelar en La pantera rosa).

La mala baba y el sarcasmo que sacaba Richard Quine (Cómo matar a la propia esposa) en algunas de sus comedias encuentra su mejor reflejo en las reuniones de dirección de la revista donde se vanaglorian de ser los más rastreros. Y todo con la elegancia y la seria cara de Edward Everett Horton. Pero además La pícara soltera cuida decorados, ambientes y vestuarios así como crea situaciones y enredos divertidos que culminan en una absurda persecución de coches, de ritmo trepidante, donde se ven implicados todos los protagonistas y algunos secundarios inolvidables (el taxista, el policía o la pareja de ancianos que van muy despacio en un viejo coche) y donde se crean situaciones absurdas que arrancan la risa.

La pícara soltera es puro juego. No solo con la guerra de sexos y el amor sino también con las confusiones, el cambio de identidades… y con los guiños cinéfilos. Así a Tony Curtis le confunden en un momento con Jack Lemmon haciendo alusión al travestismo de este en Con faldas y a lo loco, donde precisamente su compañero de reparto era el mismo Tony Curtis. Además Jack Lemmon era uno de los actores fetiche de Richard Quine. A la vez Tony Curtis cuando tiene que ponerse una bata de mujer se inspira claramente en el Cary Grant de La fiera de mi niña. Si se disfruta de la chispa, belleza y frescura de una elegante y guapa Natalie Wood y su enamoramiento de un Tony Curtis que juega a ser un malote que se deja conquistar…, el disfrute máximo llega con el matrimonio maduro compuesto por Henry Fonda (fabricante de medias) y Lauren Bacall (ama de casa con mucho, mucho carácter) con una química brutal tanto en sus tormentosas discusiones como en sus momentos de locos enamorados (no tiene precio ese baile que se marcan con las lágrimas de Bacall incluidas…).

De hecho la ambientación y el tema de la película han servido de inspiración para una película reciente y también muy entretenida (que bebía también de las comedias que protagonizaron Doris Day y Rock Hudson sobre todo Pijama para dos), Abajo el amor de Peyton Reed. Y es que hay películas que están hechas únicamente con el objetivo de divertir, entretener…, de crear un mundo de glamour y humor donde los únicos problemas son las relaciones amorosas… Y La pícara soltera es un buen ejemplo.

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El año más violento (A most violent year, 2014) de J.C. Chandor

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El matrimonio Morales regresa a casa en coche después de una cena con unos banqueros y se cruza en su camino de forma violenta un ciervo que queda moribundo en la carretera. Los dos tienen claro que hay que matarlo para evitar su sufrimiento. Ahí, en esa escena, se ve claramente la manera de actuar de cada uno. Él pensándose mucho el camino más correcto a seguir para conseguir un objetivo concreto y ella siguiendo el camino más rápido y directo aunque haya que infringir las normas… para alcanzar el mismo objetivo que su marido. Él es un inmigrante en Nueva York que busca prosperar en el competitivo mercado del fuel pero siempre buscando la legalidad, ella quiere prosperar como su marido pero su padre y hermano son unos mafiosos de Brooklyn y tiene otra manera de ver el asunto.

El año más violento es una película incómoda porque el matrimonio protagonista es incómodo. Chandor (tercer largometraje desde Margin call y Cuando todo está perdido) presenta un Nueva York frío, desangelado y oscuro donde campa la violencia y la corrupción en un capitalismo salvaje y depredador que no permite otro camino, que enriquece a unos (aunque el personaje de Isaac quiera ir de legal, tiene claro dónde quiere llegar, es ambicioso y competitivo y no duda en llevarse por delante a sus competidores…, lobo con piel de cordero) y oprime a otros, los trabajadores, cuyas vidas terminan en tragedia. El año en el cual transcurre la odisea del matrimonio Morales (cuando se encuentran en el momento más vulnerable pero a la vez a punto de hacerse con el imperio del fuel) es el 1981, el año más violento de Nueva York.

El cine americano últimamente está realizando películas con reflexiones morales y filosóficas sobre un capitalismo salvaje que deshumaniza y deja en el camino la tragedia, la ruptura del sueño americano y la vuelta a un cine negro distante y frío que golpea al espectador y le incomoda. Así El año más violento puede ser la raíz de otras reflexiones de otros directores contemporáneos que realizan sus películas en EEUU como James Gray, Andrew Dominik (Mátalos suavemente) o una denostada injustamente y extraña película de Ridley Scott, El consejero.

Chandor logra imprimir una atmósfera que va envolviendo lo que quiere contar con un ritmo lento pero efectivo. Poco a poco va soltando la madeja y la información va filtrándose despacio desnudando tanto a los personajes como el ambiente corrupto y sin salida que les rodea. La complejidad del matrimonio Morales atrapa en una trama negra que huele a desencanto y violencia que se contiene y explota en cada momento. Todo con sutileza. La tragedia está a la vuelta de la esquina porque la corrupción termina perjudicando siempre al más vulnerable e indefenso, los otros siguen tejiendo redes (por mucho que quieran revestirlo de legalidad… es muy frágil la línea entre infringir o no las normas para enriquecerse) para conformar un capitalismo salvaje donde lo que menos importa son las personas.

Oscar Isaac y Jessica Chastain crean un matrimonio incómodo que termina haciendo temblar por la naturalidad con la que se mueven en una atmósfera enrarecida de violencia, corrupción e intereses creados. Él tiene claro que no quiere fracasar, y ella nunca dejará que la expulsen al lodo.

El año más violento es puro cine negro con mucha reflexión moral y filosófica rodeado de tragedia y pesimismo hacia un sistema económico que crea abismos de injusticias.

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Conocimiento carnal (Carnal Knowledge, 1971) de Mike Nichols

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Desde noviembre de 2014 Mike Nichols se ha convertido en otro director de cine ausente. Así a partir de ese momento, buceo en su filmografía e indago. Una de mis películas favoritas de su carrera cinematográfica es curiosamente su ópera prima, Quién teme a Virginia Woolf, que es una adaptación de la obra teatral de Edward Albee. Ahí sucede una reunión nocturna entre dos parejas en la que se desatan rayos y centellas… pero también los más tristes monólogos. El lenguaje, la palabra, se convierte en el arma para destruir al ser amado o para alzarle y que tome vuelo. Así Liz Taylor y Richard Burton o Sandy Dennis y George Segal danzan con la discusión y se desguazan…, aunque todos terminan mostrándose vulnerables y atrapados en las propias relaciones que han construido. Si tuviera que buscar un leitmotiv para definir el cine de Nichols, creo que el concepto clave sería la insatisfacción en las relaciones de pareja o del hombre y la mujer contemporáneos en general.

Y esa insatisfacción del hombre y la mujer (pero esta vez desde una mirada totalmente masculina) recorre Conocimiento carnal, interesante y olvidada película de Nichols inmediatamente después de Trampa 22. Nichols, que era un joven innovador de la escena teatral, experimenta en sus primeras obras con el lenguaje cinematográfico, con las formas de contar sus historias, y Conocimiento carnal es representativa de esta parte de su legado cinematográfico. Además supondría su primer encuentro con uno de los actores que más repetiría con el director, un jovencísimo Jack Nicholson poco a poco en alza.

Así Mike Nichols cuenta de manera especial la historia sentimental de dos amigos universitarios a través de los años, las elipsis, los diálogos-monólogos y sus relaciones con las mujeres. Ellos son Jonathan (Jack Nicholson) y Sandy (Art Garfunkel). Uno que huye del compromiso y está a los pies del placer, otro que trata de construir una relación de amor, encontrar la media naranja y construir un matrimonio. Y ambos y sus conceptos fracasan a lo largo de las décadas, las mujeres que conocen tienen miras, ventanas y puertas mucho más abiertas, son más libres, viven menos enjauladas, y se implican mucho más. Tienen menos miedo a expresar cómo quieren vivir y también menos miedo a fracasar y empezar.

Así los retratos de Jonathan y Sandy terminan convirtiéndolos en hombres patéticos en su educación y evolución sentimental. Ambos triunfan en el terreno laboral convirtiéndose en hombres de clase media alta neoyorquina. Pero uno, Jonathan abocado a la soledad sentimental y fracaso emocional y el otro a construirse siempre mundos fantásticos sin ser nunca realista o maduro… para ser una caricatura continua.

En Conocimiento carnal serán las mujeres las que escriban los fracasos e insatisfacciones de los protagonistas masculinos sobre todo del personaje de Jack Nicholson, protagonista indiscutible. El director Nichols crea una película que trata de innovar, y creo que lo consigue, a la hora de contar el fracaso de una educación sentimental en dos amigos. La reina de la función es la elipsis y el diálogo-monólogo…, el actor que mira a cámara y cuenta lo que siente a otro personaje pero parece que se lo dice directamente al espectador. También consigue una cierta sensación de melancolía, de halo triste, vuela el fracaso sobre cada minuto de la película.

Ellas estructuran la película: el amor universitario (con aires europeos a lo Jean Luc Godard y sus triángulos amorosos) con el rostro de Candice Bergen, el gran amor sobre todo de Jonathan que arrastrará para siempre el no haber dado el salto de intentar construir una relación aunque supusiera el daño al amigo. El fracaso de la madurez con una magnífica y sensual Ann-Magret, la mujer objeto y reina del placer de Jonathan que quiere destruir su rol y convertirse en una mujer amada con un hombre que quiere compromiso y construir algo más que una relación placentera en la cama. Crónica de la destrucción de una matrimonio. Y el mazazo final de una Rita Moreno que es pagada para que Jonathan pueda oír lo que quiere escuchar… y que refleja su soledad y fracaso emocional.

Conocimiento carnal es una de las obras más olvidadas de Mike Nichols y sin embargo es una pieza fundamental para seguir su evolución como cineasta. Merece la pena sumergirse en su forma de contar y encontrarse con otro retrato certero sobre la insatisfacción entre hombres y mujeres…

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Generación de la televisión y las voces de los perdedores. Vuelve, pequeña Sheba (Come back, little Sheba, 1952) de Daniel Mann/ Requiem por un boxeador (Requiem for a heavyweight, 1962) de Ralph Nelson

Hubo una generación de directores americanos que durante los años cincuenta empezaron a formarse como realizadores en un nuevo formato que prometía y posibilitaba la innovación y experimentación (luego fue tomando otros derroteros donde importaba más los altos niveles de audiencia y el negocio que la calidad y la experimentación), la televisión. Así surgieron además de las primeras series de ficción, los dramas para televisión con actores de prestigio, buenas historias, buenos guionistas y jóvenes directores profesionales y preparados. Fue tal el éxito y la calidad de algunos de estos episodios dramáticos para la televisión, que varios de estos directores dieron el salto a la pantalla con la adaptación al cine de estos formatos televisivos. Así algunos de los casos más conocidos son el de Delbert Mann con Marty o Sidney Lumet con Doce hombres sin piedad. Ambas películas fueron antes un éxito televisivo y después otro éxito en la pantalla. El material de partida de alguno de estos dramas era el escenario de teatro pero también se crearon historias originales para la pantalla de televisión. En su salto a la pantalla, estas películas ya se realizaban fuera del sistema de estudios, al margen o eran proyectos excepcionales del gran estudio de turno, comenzaba a cobrar vida lo que se convertiría en cine independiente. Los directores de la Generación de la televisión se convirtieron en el puente entre los directores de prestigio de los estudios y los que darían paso a la generación del Nuevo cine americano con la caída del sistema.

Las primeras películas de estos directores eran historias cotidianas que daban voz a la otra América, a los perdedores o a los que tenían dificultades para vivir en el día a día. La pantalla trataba temas de realismo social que no estaban siendo tocados en grandes superproducciones o en el cine en general debido, entre otros motivos, porque el código Hays seguía activo y fuerte. Y empeñado en que no se hablase continuamente de dependencias, adicciones, pobreza, injusticia, relaciones humanas complejas… en personas como los propios espectadores, normales y corrientes, sin el glamour de un Marlon Brando o un Paul Newman o una Natalie Wood.

La sesión doble de hoy propone dos películas de dos directores más desconocidos de la Generación de la televisión y que antes fueron dramas para la televisión y después dieron el salto a la pantalla blanca. Son dos películas olvidadas pero ambas magníficas e interesantes a la hora del análisis. Sorprende no solo cómo se cuentan estas historias, sino qué es lo que cuentan y cómo están interpretadas.

Vuelve, pequeña Sheba (Come back, little Sheba, 1952) de Daniel Mann

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Un matrimonio que arrastra toda la amargura y la melancolía de lo que fueron, pudieron ser y son. Se quieren a su manera. Con unos códigos muy especiales. Viven solos, sin hijos. Ella descuidada, solitaria, vencida, hablando siempre del pasado con nostalgia. No para de parlotear. Ha perdido a su perrita Sheba y la echa de menos. Sueña con ella. Él es callado, introvertido, mira resignado pero a veces con infinito cariño a su mujer, sale todos los días a trabajar y lleva más de un año sin beber. Acude a Alcohólicos Anónimos. Ellos son Lola y Doc (Shirley Booth y Burt Lancaster). Y llevan con monotonía y conformidad sus vidas…, unas vidas que no han sido fáciles. De pronto, alguien entra en su hogar y su frágil cotidianidad se va rasgando de nuevo en mil pedazos. Porque Lola y Doc tratan de ser supervivientes y seguir juntos y no hundirse y desesperarse del todo. Ese alguien es una joven estudiante de Bellas Artes, Marie (Terry Moore).

Hay una cita colgada de la pared de las reuniones de Alcohólicos Anónimos donde acude Doc, que recuerdo más o menos así: “Señor, dame determinación para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar y sabiduría para distinguir una de la otra”. Y esto es lo que les va ocurriendo a Lola y a Doc cuando proyectan su pasado en Marie y sus experiencias con los jóvenes que rodean su vida. De golpe, vuelven todas sus frustraciones, sus sueños rotos, sus fracasos, sus miedos, sus secretos, sus errores…, poco a poco vuelven a quebrarse. En silencio. Casi sin darse cuenta de lo que está ocurriendo. Hasta que Doc no aguanta la visión de una botella de alcohol y entonces llega la catarsis emocional y es cuando somos conscientes del infierno que ha vivido Lola y del infierno de Doc. Pero son dos supervivientes emocionales… y tienen que seguir viviendo…

El material de partida de Vuelve, pequeña Sheba es una obra de teatro de William Inge que interpretó con éxito Shirley Booth que es la protagonista también del drama en televisión y en la pantalla de cine (además ese año gano el oscar a la mejor interpretación femenina… y merecido). Y en la pantalla acompaña a la actriz, que compone un personaje femenino complejo y lleno de matices, un Burt Lancaster poderoso como hombre fracasado y sin ilusiones que trata de superar su adicción, el alcohol. Un Burt que pasa de hombre introvertido y gris a estallar y mostrar sus frustraciones de forma violenta a través de la botella. Así el matrimonio de Lola y Doc es un matrimonio complejo que arrastra un pasado (ni mejor ni peor que muchos) y que ha construido un tipo de relación para sobrellevar el día a día. Para sobrellevar esos sueños rotos, esas frustraciones, esos fracasos y errores cotidianos…Y es que como decíamos, comentando otra película, el amor es extraño y puede ser muy doloroso y destructivo.

Daniel Mann además de contar con dos intérpretes que se meten en sus personajes y los modelan y construyen, se encierra en su hogar (sale con ellos tan solo a Alcohólicos Anónimos) y desarrolla su universo frágil que se desmorona con la llegada de la joven estudiante. Y narra esta historia a través de saltos y elipsis temporales atrapando momentos cotidianos e íntimos en el hogar. En el dormitorio, en la cocina, en el salón, en el patio… Encuentros entre el matrimonio. De Lola con la estudiante. De la estudiante con Doc. De los jóvenes que visitan a la estudiante. De los tres. Del cartero con Lola o Lola con la vecina. De Marie con un joven atleta. Y todos estos encuentros privados e íntimos terminan desatando una tormenta…, necesaria para volver a construir el frágil universo matrimonial.

Réquiem por un boxeador (Requiem for a heavyweight, 1962) de Ralph Nelson

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Tres son los perdedores que pululan por Requiem por un boxeador. Un boxeador de pesos pesados, su representante y su entrenador. Los tres llevan juntos casi dos décadas. Y han vivido momentos de gloria y ahora son días de caída en picado. El boxeador Mountain Rivera (prodigioso Anthony Quinn) ha sido tantas veces golpeado que en su última lucha contra Cassius Clay, el médico anuncia que si recibe un golpe más en uno de sus ojos quedará ciego. Así Rivera tiene dos caminos. En uno es apoyado por su entrenador de toda la vida que le aprecia de veras (Mickey Rooney) y por una trabajadora de la oficina de empleo (Julie Harris), encontrar un nuevo empleo digno que le ayude a vivir tranquilo. En el otro, supone ir a parar a los bajos fondos del boxeo, a los ring de lucha, convertirse en un luchador (un wrestler) que gana o pierde según el espectáculo. Y a ese camino le condena su representante (magistral Jackie Gleason) que anda hundido en apuestas no pagadas y otros asuntos turbios, está atrapado y necesita arrastrar a Mountain para sobrevivir.

Réquiem por un boxeador no solo emociona por un Anthony Quinn que arrastra un Mountain Rivera que te parte el alma en cada escena sino porque cuenta una historia cruda y dura hasta el final. Sin respiro. Y te cuenta una historia de perdedores de manera magistral, atestando golpes a la mandíbula sin parar hasta dejar KO al espectador con la última escena.

Ralph Nelson que ya llevó esta historia con éxito a la pantalla de televisión (con Jack Palance como el boxeador, qué ganas también de verlo), salta a la pantalla y cuenta con crudeza una caída al abismo. Conocemos a Mountain desde una cámara subjetiva, es decir, lo primero que sabemos de él es qué mira y cómo sufre sus golpes en el rostro en una mirada que se vuelve cada vez más borrosa. Vemos el rostro del contrincante, Cassius Clay. Cómo cae golpeado y es llevado a rastras fuera del ring… hasta que nos encontramos con su rostro partido frente un espejo…

La dignidad de Mountain, sus ganas de hacer las cosas bien y no darse por vencido, nos lleva de la mano con el corazón encogido. Sus recuerdos, su manera de hablar, su lealtad, su sentido de la amistad, su dulzura ante la mujer que trata de echarle una mano, su miedo al fracaso o al ridículo, su vulnerabilidad… Ralph Nelson arrastra al espectador a un tobogán emocional en tugurios de mala muerte y bajos fondos con sus pinceladas de cine negro, de destino oscuro. Pero regala momentos íntimos, confesiones y revelaciones duras y hermosas a la vez. Y todo va pintando el camino que Mountain toma finalmente, plenamente consciente. La caída libre… La película se abre y se cierra en dos rings muy diferentes. El recorrido vital de Mountain se cierra en círculo. Toda su dignidad se mantiene intacta…

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Tuya para siempre (Merrily we go to hell, 1932) de Dorothy Arzner

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Así lo dice Jerry Corbett (Fredric March), periodista y dramaturgo, “… nos iremos alegremente al infierno” (maravilloso título original de la película) y así, al pie de la letra, sigue este dicho su esposa Joan Prentice (Sylvia Sidney) porque como le confiesa en una de sus discusiones: “Prefiero ir alegremente al infierno contigo, que ir sola”. Y de nuevo Dorothy Arzner ofrece una película de apariencia ligera pero extremadamente compleja sobre las relaciones amorosas y la institución del matrimonio. Así la historia de amor entre Jerry Corbett y Joan Prentice no será un camino de rosas… sino algo más real, un camino que conduce alegremente al infierno.

Y para ello la directora trabaja con dos personajes atractivos y muy bien interpretados y construidos además de ayudarse de unos diálogos que no pasan desapercibidos. Tuya para siempre es una gozada por varios elementos que aportan a la película de una personalidad interesante. Además cuenta de nuevo con una firma de la directora y es el gran uso del primer plano (no solo a nivel estético sino también narrativo) y en concreto de los primeros planos de sus protagonistas femeninas. Esta vez le toca el turno a una bellísima Sylvia Sidney que construye un personaje frágil y fuerte a la vez que ama incondicionalmente, desde que le conoce, a Jerry pero que se sumerge en una relación que no es nada fácil. Su rostro presenta en segundos matices, emociones y sentimientos contradictorios. A través de la mirada, la sonrisa o la forma de empolvarse la nariz…

Si Sylvia Sidney está perfecta como Joan, no menos brillante se muestra Fredric March, un actor que trabajó en varias películas de la directora (fue una de las primeras que confió en March como protagonista). También consigue construir a un Jerry irresponsable pero con dosis de encanto y muestra ya la versatilidad de un actor que seguiría interpretando a buenos personajes durante décadas.

Por otra parte es una película realizada antes de la creación e implantación del código Hays, una película de ese periodo tan rico e interesante llamado pre-code, lo que permite una mirada especialmente realista y moderna a varios temas, entre ellos, la institución del matrimonio o un tratamiento natural y sin juicio moral del alcoholismo. Porque el alcohol en la vida de Jerry y de sus amigos es un centro neurálgico importante. Jerry se siente feliz y seguro entre copas y la barra de un bar es su mejor centro de reunión, su felicidad. Una fiesta sin alcohol no es fiesta. Jerry, bohemio, parlanchín, despreocupado… oculta tras el alcohol su miedo al fracaso sentimental y laboral, su miedo a la toma de responsabilidades en la vida, el dolor que le causa que le rompan el corazón (como, por ejemplo, su exnovia, una actriz que aparecerá de nuevo en su vida con consecuencias nefastas para su matrimonio…). Precisamente así conoce a Joan en una fiesta, totalmente bebido. De hecho cuando ella se despide ilusionada, él ni siquiera logra enfocarla ni reconocerla.

El alcohol es un problema más en su vida conyugal. Un problema que conduce a la destrucción. Pero hay más. A Jerry le cuesta responsabilizarse, es casi un niño grande, extremadamente difícil vivir con él pero a la vez encantador. Así cuando vuelve a aparecer su exnovia en su vida, no puede evitar irse tras ella y beber más todavía… En otra escena clave, Jerry le pide a Joan que cierre la puerta de su hogar, que le impida ir al encuentro de la amante. Joan enfadada abre la puerta y le espeta que ella no es ninguna carcelera. Pero Joan decide apostar por Jerry, aunque la duela que nunca le diga un te quiero (solo un continuo adjetivo que termina enfermándola, su marido no deja de decirle, desde que la conoce, que es fantástica) o continuamente la relegue a un segundo plan. Así Joan le propone que van a ser un matrimonio moderno. Él hará su vida, y ella la suya… y alegremente irán al infierno. De esta manera Joan regala otra frase genial con sus amigos de fiesta y borrachera: “Caballeros, les presento el sagrado matrimonio, estilo moderno. Vidas separadas, camas mellizas y antidepresivos por la mañana”. Pero llegará un momento, y por un hecho concreto, que esta situación se haga insostenible para la protagonista. De esta manera realiza, a una amiga de Jerry, una confesión amarga: “¿Recuerdas que una vez me dijiste que me fuera a tiempo? ¿Que te rebajas más por amar a alguien que por odiarle?”. Y cerrará la puerta del hogar conyugal… pero saliendo por ella. Cuando esa puerta se cierra, un Jerry ebrio empieza a reflexionar.

Por último hay un tercer obstáculo, que también es tratado en más de una película de la directora, ambos pertenecen a clases sociales diferentes. Mientras Jerry desempeña una profesión liberal (es periodista pero su deseo es ser un dramaturgo de éxito) y forma parte de una clase media que soporta la crisis… “alegremente”, Joan es hija de un prestigioso empresario y vive, cuando conoce a Jerry, en un mundo de lujo con un padre que la ama y la protege en exceso (hasta el final). De hecho el padre nunca ve con buenos ojos a Jerry, tanto por su posición social como por su alcoholismo (es el único personaje de la película que con su comportamiento y actitud, juzga).

Pero aún se esconden más motivos para descubrir esta película y es centrarnos en sus brillantes personajes secundarios (desde su mejor amigo hasta su amante), con frases y comportamientos que enriquecen los matices de una película aparentemente ligera (vuelvo a repetirme), para encontrarnos además con una de las primeras apariciones de un jovencísimo Cary Grant, como uno de los acompañantes de Joan, en su aventura de esposa moderna. La película es todo un melodrama pero regada continuamente con toques de humor e ironía, así en la emotiva (e importante) escena de la boda, Jerry le pone a su esposa un anillo ‘muy especial’ para salir del aprieto de uno de sus muchos olvidos…

Así Tuya para siempre se convierte también en otro buen hallazgo de la carrera cinematográfica de la pionera Dorothy Arzner.

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La mujer sin alma (Graig’s wife, 1936) de Dorothy Arzner

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La retrospectiva que siempre prepara el Festival internacional de cine de San Sebastián a un director clásico recupera figuras que a veces han caído en olvido, como es el caso de este año. El ciclo se le ha dedicado a Dorothy Arzner, una directora del Hollywood clásico, una rareza en un área cinematográfica normalmente, y más en aquellos tiempos, copada por hombres. Como siempre junto al ciclo de películas, se facilita la publicación de un completo libro de su obra y después el ciclo viaja por las distintas filmotecas y ya está en estos momentos en el cine Doré (sede de las proyecciones de la Filmoteca Española). Así el otro día, el domingo en concreto, viví mi primera proyección de una película de Dorothy Arzner y el día anterior, con una alegría que comparto aquí en este blog, adquirí un pack con dos películas de la directora, que en estos días iré viendo. Desde hoy su obra me será menos desconocida.

Arzner entra además dentro de la categoría de los pioneros en la industria cinematográfica de Hollywood. No solo como mujer directora sino también como aquellos hombres y mujeres que convirtieron el cine en un modo de expresión, en un lenguaje único y especial. Empezó subiendo peldaños: primero transcribiendo guiones, después como redactora de sinopsis, scripts en los rodajes, para terminar siendo una buena montadora. También realizó guiones. En el largometraje Sangre y arena de Fred Niblo, se encargó del rodaje de la segunda unidad…, hasta que en 1927 consiguió debutar como directora de cine.

Me alegro haber empezado a descubrirla con La mujer sin alma, una película que tiene como protagonista a un personaje femenino complejo y de análisis interesante e interpretado por una magnífica Rosalind Russell, que domina la película con unos primeros planos reveladores. El personaje de Harriet Craig muestra a una mujer dominante que en realidad lucha como una leona para encontrar su sitio y su identidad. Harriet Craig no es una mujer amable o simpática sino una superviviente que lleva hasta las últimas consecuencias el evitar la dominación en un mundo de hombres, apariencias y clases sociales y que no quiere mostrar ningún signo de debilidad o de solidaridad con otras mujeres. Harriet Craig lleva la máscara de la frialdad y la perfección, ejerce de esposa ideal pero que impone sus reglas a un marido enamorado (John Boles, galán en sombra de los años 30 de grandes divas del cine) e inflexible con el personal de servicio así como altiva con sus vecinos. El símbolo de su triunfo es una casa impecable y perfecta, sin defecto alguno, que dirige con una meticulosidad obsesiva.

Precisamente por ahí empezamos a conocer la personalidad de Harriet… antes de que aparezca en escena. Lo primero que vemos es su suntuosa casa y como la ama de llaves, mrs Harold (excepcional Jane Darwell), avisa y regaña a la doncella por mover un jarrón de su sitio al limpiarlo, advirtiéndola que la señora se dará cuenta del más leve movimiento de la pieza. Después vemos aparecer al marido, como un caballero risueño con una venda en los ojos y enamorado de su esposa, y a la tía de este (Alma Kruger). Nos enteramos de los motivos de la ausencia de Harriet, su hermana está muy enferma, y también de que la mirada que tiene su esposo sobre su amada Harriet no es la misma que la de su anciana tía. El marido aprovecha la ausencia de su esposa para ir a jugar con sus amigos al póquer, nos enteramos cómo este dejó de celebrar las partidas en su casa y también de acudir a las veladas de sus amigos.

Lo que nos cuenta La mujer sin alma es cómo en apenas un día la vida perfecta, que se ha construido y elaborado Harriet Craig, se pone patas arriba. De este modo descubrimos sus motivos, por qué es así, por qué piensa así… Se revelan las grietas y vulnerabilidades en la fachada perfecta de su rostro. Su filosofía de vida comenzamos a descubrirla en sus confidencias a su joven sobrina en un viaje en tren: ella no se casó por amor, ella lo que buscaba en la institución del matrimonio era su propia independencia económica y social. Más tarde descubriremos que quiere huir tanto de la vida que llevó su madre como intuimos de la vida de su hermana (con la que solo comparte una escena y con la que mantiene una fría distancia).

Un acontecimiento social protagonizado por un amigo de su esposo (genial Thomas Mitchell que con solo unos minutos de aparición cuenta toda una vida), desencadena los acontecimientos. Resquebraja la fachada perfecta de Harriet y quita la venda de un marido que creía estar casado con una mujer que le amaba… Todo se precipita hasta hacer descubrir a Harriet lo que supone la senda que ha elegido para mantener su identidad, su independencia y su hueco: la soledad más absoluta. Descubrimos la vulnerabilidad de la mujer sin alma.

Dorothy Arzner nos presenta un poderoso personaje femenino y se sirve magníficamente de la casa, la cual se convierte en un personaje más. La casa es el reflejo o el templo de Harriet, que nos ayuda a comprender más a su personaje. Rosalind Russell construye un personaje principal muy complejo y Arzner la hace hablar con unos primeros planos reveladores (sobre todo al final de la película). Los personajes secundarios son de una riqueza y con unos matices que enriquecen esta película pero, sin duda, el gran personaje secundario de la trama, con diálogos y replicas magníficas, es esa mrs Harold excepcional (qué personajes inolvidables ha protagonizado Jane Darwell), que también sabe luchar por su independencia y por tomar las riendas de su vida de una manera más práctica e inteligente que Harriet…

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Perdida (Gone girl, 2014) de David Fincher

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Nota: Si todavía no la has visto, no leas este post pues desvelo partes de la trama. Y esta película es para verla sin saber absolutamente nada.

Los géneros se van alimentando y van evolucionando así como los arquetipos. El melodrama, cine negro y el thriller han sido buenos compañeros de viaje y de esta mezcla de géneros se han conseguido resultados que han quedado en la memoria cinéfila. Un personaje que ha hecho las delicias de los cinéfilos ha sido la femme fatale que ha ido desarrollando distintos caracteres a lo largo de su historia. Una de sus muchas variantes ha sido la perversa niña rica que lleva a la perdición a todos aquellos que la rodean. Y a lo largo de la historia del cine podemos recordar unas cuantas: en los años cuarenta nace Stanley (Bette Davis) en ese melodrama desconocido, con dosis de intriga, de John Huston (conocedor de géneros como el cine negro y el thriller), Como ella sola. Diez años después conocemos a Diane (Jean Simmons) en otro melodrama con gotas de cine negro, Cara de ángel de Otto Preminger. En los sesenta no puede faltar una Lana Turner como esposa con posibles melodramática y manipuladora en una película oscura, Retrato en negro de Michael Gordon. Seguimos en los setenta con nuestro recorrido de perversas niñas ricas y nos quedamos con Evelyn Cross (Faye Dunaway), una de las más tristes femme fatales, que va sorteando su papel de verdugo y víctima en Chinatown. En los años ochenta la niña rica tiene el rostro de ejecutiva agresiva capaz de todo por tener a su lado al hombre que desea y ese rostro era el de Glenn Close, lo más recordable de esta intriga, Atracción fatal de Adrian Lyne. Y así podemos llegar a Amy (Rosamund Pike), niña rica perfecta y suficientemente retorcida tirando a lo delirante en Perdida de David Fincher. Pero esta delirante femme fatale ‘sobrevive’ en una arquitectura argumental llena de giros y plantea varias reflexiones para este siglo XXI. Y esta arquitectura argumental se construye bajo la batuta de un David Fincher, experto en arquitecturas fílmicas complejas y barrocas poniendo su firma (guste o no guste) a su obra cinematográfica, y con la colaboración de la guionista y novelista Gillian Flynn, que adapta su propio best seller.

David Fincher construye así una película que logra atrapar al espectador y se suelta la melena con Amy, haciéndola rozar el cielo del delirio. Un delirio que termina provocando un humor negro. Perdida es un melodrama con matrimonio disfuncional con gotas de intriga, tensión e investigación policial. Parte de la premisa: nada es lo que parece. Premisa muy del melodrama de los cincuenta (siendo quizá pieza fundamental Vidas borrascosas) que evolucionó hasta llegar, por ejemplo, a un David Lynch, rey de esas corrientes oscuras en ambientes idílicos (recordemos Twin Peaks o Terciopelo azul).

Perdida puede leerse como una arquitectura de espejos enfrentados que disecciona un matrimonio. Un matrimonio frente a varios espejos deformantes. Lo forman Amy y Nick (Ben Affleck) y la imagen que proyectan es de perfecto matrimonio pijo, bello y triunfador. Ante el espectador se va deconstruyendo esta imagen idílica a partir de la desaparición de Amy. La primera parte de la película está contada en dos tiempos: el presente, ante un desconcertado Nick que va viendo cómo todo se va poniendo en su contra y cómo se convierte en el primer sospechoso; y un tiempo subjetivo, la voz en off y flash back de Amy y su diario íntimo. Esta primera parte se va alimentando de un tipo de película que también ha funcionado en el Hollywood clásico casi como un género único: película con esposa asustada, atrapada en un matrimonio que no solo la hace infeliz e insatisfecha sino que la convierte en víctima de un marido manipulador. Pero nada es lo que parece. Y en un giro argumental nos damos de bruces con la segunda parte de la película y el delirio con una sucesión de clímaxs que no dejan respiro. Y esta vez se muestra el presente de Amy y Nick pero de forma paralela. Nos topamos con la verdadera cara de Amy y con una intriga y tensión que va en ascenso… hasta llegar al punto en que descubrimos a un Nick atrapado y dependiente irremediablemente en el matrimonio perfecto.

perdida

Pero a su vez la radiografía de este complejo matrimonio y su disección funciona porque está sumergido en una sociedad donde el mundo de la imagen y las apariencias dominan el mundo de los medios de comunicación. Así Perdida deja también un análisis bastante cercano a cómo los medios actuales tratan ciertos temas y la facilidad con la que se crean juicios paralelos y manipulación de sucesos (basta con encender una televisión y ver cómo se tratan distintos temas de actualidad). Así como, un reflejo también de una sociedad enferma que no solo se deja manipular sino que tiene reacciones igual de delirantes que las de Amy o que las del propio Nick (esa ‘fan’ que quiere colgar una foto en las redes sociales con el máximo sospechoso o el éxito que empieza a tener el bar que regenta el protagonista junto a su hermana según se va complicando la trama). Una sociedad que vive en nada es lo que parece…

A la propia Amy se la construye una personalidad de una complejidad maravillosa nada más descubrirnos a sus padres (¡qué suegros, Dios mío!) e intuir el tipo de educación y herencia recibida. Siempre ha vivido con una imagen y una identidad que no es la suya. Sus padres se han enriquecido convirtiéndola en una personaje de ficción infantil en una serie de novelas famosísimas, la asombrosa Amy, niña y adolescente perfecta. Así ella se mueve perfectamente en las apariencias y en personalidades diferentes. No la cuesta mostrar distintas caras y encontrar la suya propia le crea un desequilibrio mental y emocional.

Así Fincher creo que se lo ha pasado muy bien en Perdida y lo transmite. No es una película redonda ni perfecta pero con estos espejos enfrentados, construye una de sus películas más entretenidas y delirantes de su filmografía con su sello de arquitectura fílmica siempre barroca y compleja. Rodea a sus dos personajes de una galería de secundarios que completan esta arquitectura de espejos deformantes: periodistas agresivas, hermana testigo y voz de la conciencia de Nick, padres monstruosos de Amy, abogado astuto, policía intuitiva, vecina ‘me meto en todo’, amante despechada…

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Le Week-End (Le Week-End, 2013) de Roger Michell

Le-Week-end

Un momento musical encierra toda la ‘poética’ de Le Week-End: dos hombres y una mujer mayores emulan el baile en el bar de Banda aparte (1964) de Jean-Luc Godard. Un momento lúdico que encierra toda una tragicomedia.

Hemos asistido a un fin de semana en París de un matrimonio británico (de Birmingham para más señas) que llevan treinta años casados… y rememoran su luna de miel. Ésa puede ser una primera lectura (el momento lúdico)… pero con lo que no contamos es con todo el bagaje sentimental que arrastran y la fragilidad (vulnerabilidad) en la que se encuentran en el momento en que deciden emprender el viaje (la tragicomedia). Se encuentran al borde del abismo. Así el espectador danza entre la sonrisa, la amargura y el desencanto de una pareja que lleva años juntos… que son capaces de amarse en un momento y odiarse al siguiente. De ser tiernos en un segundo o convertirse en seres fríos al instante. En consolarse y mirar lo bueno del otro o lanzarse cuchillos. En sostenerse juntos o dañarse con furia…

Así en un París deslumbrante Nick y Meg (emocionantes Jim Broadbent y Lindsay Duncan) arrastran sus inseguridades, amarguras, frustraciones y desengaños… pero también sus sueños, sus desvelos, su amor, sus pasiones, sus recuerdos… Y lo agitan todo mucho y como una botella de champán que se descorcha, sale la espuma, se derrama… y se sinceran. Las cartas sobre la mesa. Y hay amargura pero también ponen muchos recuerdos y sentimientos en la balanza y dan con la medida precisa. Un fin de semana que les sirve para caer al abismo, para creer que todo se ha derrumbado, que aquellos jóvenes rebeldes de los 70 (que querían cambiar el mundo) son ahora dos personas mayores inseguras, temerosas e insatisfechas… y para darse cuenta de que cuando parece que todo está perdido, quizá se pueda empezar de cero…

Y el que derrama la espuma del todo es un amigo de la universidad de Nick (¡bendito Jeff Goldblum) que les invita a una cena parisina… donde se abre la caja de Pandora.

Le Week-End es una película que exuda amargura e ironía y provoca la sonrisa pero también el desencanto. Rodada con una mirada elegante y con clase (como dice en un momento el personaje de Nick a Meg… que es una mujer con clase) somos testigos de la intimidad de un matrimonio. En un fin de semana se condensa toda una vida, tragedia y comedia. Merece la pena escuchar a Nick y a Meg. Así de nuevo el dúo profesional de Roger Michell con el guionista Hanif Kureishi vuelven a sorprender con una historia bien contada, con instantes para recordar (antes ya habían trabajado en dos largometrajes: The mother y Venus —con el recientemente desaparecido Peter O’Toole—) y con otra mirada sobre la vejez.

Escuchemos la ‘banda sonora’ de fondo (Un Claro de luna con canción de Bob Dylan…), tomemos champán en un balcón junto a la torre Effiel o fumemos un porro en compañía de un adolescente tan solitario como nosotros, demos un discurso en un mesa sobre el miedo que tenemos a lo que nos queda de vida y bailemos en un bar… cuando todo esté perdido ¿o quizá no?…

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