Mujer sin pasado (The Chalk Garden, 1964) de Ronald Neame

Mujer sin pasado, una oportunidad para ver juntos en pantalla a John Mills y Hayley Mills en un buen melodrama psicológico.

Hay películas que desde que empiezan tienen una atmósfera extraña, enfermiza, con unos personajes de personalidad compleja, pero curiosamente su visionado nos atrae. Eso ocurre con Mujer sin pasado, un melodrama británico con cuatro damas…, y un mayordomo que todo lo observa. Desde los títulos de crédito, se nos muestra una mansión rodeada de un jardín, del que nada brota (al que se hace alusión en el título original). El jardín y el acantilado, dos de los escenarios de la historia, simbolizan las emociones de los personajes principales: sentimientos abruptos, en caída libre, donde es difícil que brote el amor.

El director británico Ronald Neame (¿quién no se acuerda de La aventura del Poseidón?) adapta una obra de teatro de la dramaturga Enid Bagnold, donde una adolescente conflictiva, con amor al fuego (todos los días enciende una hoguera), es el centro de la trama. Y alrededor de ella tres mujeres adultas influirán en su vida futura. Mujer sin pasado es una película elegantemente fría, pero en punto de ebullición para que estalle un volcán, aunque la lava nunca termine derramándose. Toda la trama está rodeada de un halo de misterio precisamente por una mujer sin pasado, la nueva institutriz que llega a la mansión (Deborah Kerr).

Laurel, la adolescente, tiene el rostro de Hayley Mills. La actriz afronta un papel que tiene que guardar el pulso entre ser insoportable y mostrarse herida y sensible. Mills logra el retrato de una muchacha perdida, inteligente y en búsqueda de un equilibrio emocional, que juega con el fuego, le encantan los crímenes y se dedica a investigar los secretos y trapos sucios de sus institutrices. Una de sus herramientas es urdir mentiras a su alrededor. Al borde del histrionismo, nunca lo roza, dejando secuencias donde refleja todo un abanico de emociones y sensaciones, como cuando Maitland (John Mills), el mayordomo, entra en su cuarto y la descubre cariñosa con una muñeca; Laurel entra en cólera y se vuelve agresiva, tirando con furia la muñeca al suelo. No quiere que nadie descubra su sensibilidad ni sus miedos.

Hayley Mills no solo hizo Tú a Boston y yo a California, uno de sus papeles más populares, sino que en Inglaterra empezó su carrera con dramas sociales donde sus niñas estaban muy alejadas de los roles que la harían famosa en Hollywood. Basta recordar dos dramas, como la triste La bahía del Tigre (1959), también junto a su padre John Mills, o la magnífica Cuando el viento silba (1961).

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Yul Brynner: El Magnífico (Les mille et une vies de Yul Brynner, 2020) de Benoît Gautier y Jean-Frédéric Thibault

El divino y sensual calvo, Yul Brynner.

El otro día me dispuse tranquila a ver este documental. Fue un homenaje que quise hacer a mi abuela paterna, pues era su actor favorito. Yo, solo por eso, siempre he tenido un gran cariño a Brynner y este documental ahonda en lo que supuso su aparición.

Los realizadores destacan cuatro personajes para explicar su leyenda cinematográfica: el faraón Ramses II en Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), de Cecil B. DeMille; el rey Mongkut of Siam en El rey y yo (The King and I, 1956), de Walter Lang; Chris en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960), de John Sturges, y, por último, el pistolero robótico en Almas de metal (Westworld,1973), de Michael Crichton.

No hay duda de que su cabeza rapada, su voz profunda, la mirada penetrante y la sensualidad que emanaba de sus personajes exóticos fueron su firma y lo que cimentó su carrera hacia el éxito. Pero a la conclusión que llegan los realizadores es que Yul Brynner también supo crear a su alrededor todo un personaje. Nunca aclaró, y es más jugaba mucho en las distintas entrevistas, sus orígenes. A Brynner se le siente divertido en sus respuestas “imaginando” su vida pasada y contando mil y una anécdotas de antes de llegar a estrella de Hollywood.

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Gaza, mon amour (Gaza mon amour, 2020) de Mohammed Abou Nasser, Ahmad Abou Nasser

En Gaza, una historia de amor entre un pescador y una costurera.

Los hermanos gemelos Nasser cuentan con su cámara un pequeño cuento, una fábula sobre el amor que transcurre en la franja de Gaza. Así logran otra manera de reflejar la realidad palestina. Ellos se centran en la gente y su día a día. En las personas que a pesar de las condiciones inhumanas en las que viven tratan de sentir, amar, vivir, superar los obstáculos diarios, ilusionarse, tener esperanza, disfrutar de los pequeños momentos…, aunque intenten arrebatárselos continuamente.

Su protagonista es un pescador soltero enamorado de una viuda costurera. Ambos rondan los sesenta años. Y los dos, rodeados de un mundo lleno de dificultades, se ilusionan por vivir un romance otoñal. Issa (Salim Dau), el pescador, se enamora como un adolescente. Para él Siham (Hiam Abbass) es la mujer de sus sueños. Con una inocencia, timidez y ternura infinitas trata de conquistar a la dama.

Y entre medias de su lenta y pausada historia, Issa atrapa en sus redes una hermosa estatua fálica de Apolo. Aunque esta misteriosa pieza le mete en muchos líos, parece como si tuviese un influjo mágico en su vida. La llamada del amor no puede esperar más. Los realizadores se inspiraron para esta parte de la trama en una historia real a principios del siglo XXI: realmente hubo una estatua que fue rescatada del mar.

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10 razones para amar El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974) de John Guillermin, Irwin Allen

Razón número 1: El coloso en llamas, un recuerdo de infancia

Hay dos películas del género de catástrofes donde me recuerdo a mí misma frente al televisor, siendo una niña, con los nervios a flor del piel. Dos largometrajes que se te quedan grabados para siempre, pero que además vuelves a revisitar años después, y su encanto perdura. Así que vas descubriendo que funcionaron y funcionan por muchos motivos.

Posteriormente cuando las he ido analizando, se descubre cómo las dos tienen los mismos ingredientes y una forma de contar determinada: repartos estelares de estrellas del momento y rescate de nombres del pasado; presencia de niños; pareja de ancianos, sacrificios de los héroes; villanos, que además tienen que ver con la catástrofe que se origina; instinto de supervivencia a flor de piel; mezcla de tramas con historias íntimas y personales de los supervivientes y las víctimas; héroes y cobardes; muertes lloradas y otras que se visten de “castigo” moral; arquitecturas increíbles (barco, rascacielos, aeropuerto…); trama basada en cómo y cuántos van a salvarse…

No obstante, abrieron las dos la veda a este tipo de largometrajes en los setenta (siendo la película fundacional Aeropuerto de George Seaton), así que se convirtieron en pioneras de una forma de presentar dicho género. Una es la que hoy justifica el texto, El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974), y la otra es La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, 1972) de Ronald Neame.

Razón número 2: Cine de catástrofes

El cine de catástrofes siempre ha estado presente a lo largo de la historia del cine, aunque sí es cierto que durante los setenta hubo un aluvión de títulos y una cierta moda del género. Pero desde el cine mudo hasta la actualidad, la representación de la catástrofe por incendio, terremoto, volcán, tsunami o lluvia que todo lo arrasa nunca ha faltado. En el cine americano se ha ligado la catástrofe con un sentido de la espectacularidad y la emoción a flor de piel. Para ser cine puro y duro de catástrofes, como el largometraje que nos ocupa, la trama tiene que girar alrededor de la catástrofe en sí, además de tener una duración considerable.

Por ejemplo, para entender la evolución del género, en una película como San Francisco (San Francisco, 1936) de W.S. Van Dyke, el terremoto es una excusa más para una historia romántica y melodramática, apenas dura metraje, aunque se trabaja la espectacularidad. Sin embargo, lo central de El coloso en llamas es el incendio, es decir, sin catástrofe no hay historia.

Razón número 3: Paul Newman y Steve McQueen

Una de las principales bazas de la película era ver juntos a Paul Newman y Steve McQueen. El primero es el arquitecto del rascacielos, Doug Roberts, y el segundo el jefe de los bomberos, O’Halloran. Roberts y O’Halloran no tienen más remedio que colaborar juntos para tratar de salvar vidas. Los dos poseen conocimientos que el otro no tiene (uno, conoce perfectamente la estructura del edificio y el otro tiene los medios para poder salvar vidas). Y la química entre los dos héroes funciona en la pantalla. De hecho, no dudan en sacrificarse por todos para realizar un último intento para apagar el fuego y tratar de salvar más vidas.

Paul Newman y Steve McQueen eran poderosos en el star system de esos momentos, seguían teniendo el suficiente tirón como para que el público acudiera a verlos. La película gana con el carisma que desprenden. Era la época en que los actores sabían que tenían el poder, pues dependía de su tirón el éxito de taquilla, y el sistema de estudios clásico ya había caído luego contaban con más poder de decisión. No obstante, parece ser que no hubo armonía entre las dos estrellas en los platós, y que fue un rodaje de roces.

Creo que el personaje más complejo y atractivo de El coloso en llamas, el que sale ganando, es el del arquitecto, pero porque tiene más aristas y ambigüedades. El personaje de McQueen es efectivo, pero sin sombras, más plano: es el bombero que lucha hasta el final para realizar bien su trabajo, pero nada más sabemos de él además de que es bueno en su trabajo.

Los dos personajes logran una camaradería final que además deja la puerta abierta para una colaboración necesaria (aportan un mensaje): la cooperación, cuando se levanta un rascacielos o cualquier tipo de construcción, entre arquitectos y servicios de emergencia, para construir edificios seguros, donde ante un posible hándicap, todo esté estudiado desde el principio (medidas de seguridad, salidas y entradas de emergencias, dispositivos disponibles, los mejores materiales para evitar, por ejemplo, que los edificios ardan rápidamente…).

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