Hunger, la ópera prima de Steve McQueen, es una bofetada fuerte. Una película-impacto difícil de olvidar. No solo es interesante lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Cómo estructura el director esa historia es uno de sus claves y cómo deja al espectador expuesto ante un relato brutal, pero también aportando una mirada que hace buscar, reflexionar y debatir.
En Hunger tienen una fuerza increíble los cuerpos, pero también las texturas de los objetos, los detalles. Es una película tremendamente física. Es una narración cinematográfica que entra por los ojos y taladra el cerebro.
Prisión de Maze en Irlanda del Norte. Desde 1976, los prisioneros detenidos por su vinculación con el IRA y sus acciones se enfrentan a las autoridades británicas cuando se les quita el estatus de presos políticos y se les ofrece los mismos privilegios que los presos comunes, su situación ya no va a ser excepcional como habían conseguido solo unos años antes (1972). Durante esa lucha inician tres tipos de protestas: la de las mantas (se niegan a ponerse la ropa de los reclusos comunes), la sucia (se niegan a limpiar sus celdas, embadurnan con heces las paredes, tiran el contenido de sus orinales, la comida que sobra…) y las huelgas de hambre. El pulso transcurrió entre 1976 y 1981.
Steve McQueen articula Hunger en tres actos. Y de un relato coral va pasando a uno individual. De un reparto donde varios personajes comparten el protagonismo poco a poco va centrándose en Bobby Sands (espectacular Michael Fassbender), el líder de aquellas protestas. De centrar la mirada en un preso recién detenido y en un agente policial de la prisión, que forma parte de la represión brutal a la que someten a los prisioneros para que abandonen sus demandas, se deja llevar únicamente por el proceso detallado que sufre el cuerpo de Sands durante la huelga de hambre.