Píldoras de películas clásicas: Ello, Salve, héroe victorioso, El milagro de Morgan Creek, Vinieron las lluvias, El despertar, Soy Cuba, El déspota y El día de los forajidos

Recuperar a Antonio Moreno (y II). Ello (It, 1927) de Clarence G. Badger

It

El it boy y la it girl… de los años 20

El término it girl está en cualquier revista de moda actual. Pero, sin embargo, tenemos que irnos a principios de siglo para saber realmente qué significa. Y fue Elinor Glyn, novelista y guionista, quien popularizó el término. “It” era aquella cualidad que poseía una persona, de manera inconsciente, que irremediablemente provocaba atracción física y mental. Y, fue tal la popularidad de dicha palabra, que Hollywood quería llevar el término “it” a la pantalla… Y nació una película donde incluso la propia Glyn hizo de ella misma. ¿Y quién podía ser la pareja que tuviera Ello? ¿Quiénes tenían esa cualidad innata de atraer, de manera inconsciente… por su forma de ser, de actuar, de comportarse…? ¿Cuál sería la pareja de moda? La primera it girl en la pantalla sería Clara Bow. Y el primer it boy en el cine tendría el rostro de Antonio Moreno. Y los dos son los protagonistas de una película divertida… una comedia de equívocos y con ritmo… una comedia de los locos años 20… It de Clarence G. Badger. Supuso la consagración definitiva de Clara Bow. Es curioso descubrir la vida trágica de la flapper del cine, de la mujer que representó los despreocupados y divertidos años 20. Por cierto, entre los figurantes de esta película se ve un actor que hace de reportero que apenas sale un minuto…, pero ya se ve que tiene Ello. Ese figurante será toda una estrella en el futuro: Gary Cooper.

Preston Sturges y la guerra. Salve, héroe victorioso (Hail the Conquering Hero, 1944) / El milagro de Morgan Creek (The Miracle of Morgan’s Creek, 1944)

Es un lujo darse una sesión doble con estas dos películas dirigidas y escritas por Preston Sturges y como actor protagonista de ambas, el olvidado Eddie Bracken, un actor cómico, y también en las dos aparece como secundario de lujo, William Demarest. Durante la Segunda Guerra Mundial, nadie osaba reírse de los soldados o representar en la pantalla blanca una imagen negativa. Normalmente eran tratados como héroes o como personajes trágicos… Preston Sturges crea, sin embargo, dos comedias donde se ríe de ellos y con ellos y de mil cosas más, pero con elegancia y ternura… y soltando de todo por su boca. En Salve, héroe victorioso, el protagonista, Woodrow Truesmith, no puede ser marine por una enfermedad absurda y se avergüenza del volver a su hogar. Se encuentra en un bar, desolado, cuando entra un grupo de marines que necesitan dinero para beber… y los invita, y ellos se inventan una historia para que este regrese a casa. Y se arma tal revuelo en su localidad que ¡lo reciben como el mayor de los héroes de guerra! Y el pobre Woodrow Truesmith no sabe cómo salir de esta aventura, cómo decir la verdad… Sus compañeros no hacen más que liar las cosas… Y en El milagro de Morgan Creek… milagrosamente la película pasó la censura pues trata ni más ni menos de una inocente, pero algo alocada, muchacha que se va de juerga con un montón de soldados una noche y al día siguiente no solo no se acuerda de nada, sino que aparece con un anillo de casada, y pronto se entera de que además está embarazada. Quien estará a su lado y tratará de ayudarla por todos los medios será un muchacho, que no ha podido alistarse, y que está locamente enamorado de ella desde que eran niños. También forman parte de la aventura el duro padre (pura máscara) de la muchacha y su hermana pequeña.

Las dos películas son tremendamente divertidas y muy locas… Preston Sturges se ríe con elegancia de muchísimas cosas y llama la atención cómo pudo sacar adelante ambos proyectos cinematográficos en aquellos tiempos y con tan buena fortuna. Además es una gozada disfrutar de toda una galería de actores secundarios realmente graciosos. Y también encontrarse con dos actrices que merece la pena seguir sus pasos: Ella Raines y Betty Hutton.

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Ave, César (Hail, Caesar, 2016) de Joel y Ethan Coen

Ave, César

Los hermanos Coen en Ave, César, con mucho desencanto e ironía respecto a la vida, terminan reflexionando sobre la naturaleza del cine como John L. Sullivan (Joel McCrea) después de un largo viaje de descenso a los infiernos y es que el cine, la fe en el cine, tiene su razón de ser porque en momentos determinados de una vida llena de complicaciones, un valle de lágrimas y sufrimiento, puede hacer volar, soñar, reír… Así los Coen, como Woody Allen en La Rosa púrpura del Cairo o en Hannah y su hermanas, encuentran cierto sentido en la vida gracias al cine, a la proyección…, tal y como ya había dejado constancia en pantalla Preston Sturges en Los viajes de Sullivan.

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Sobre la ilusión cinematográfica…

los viajes de sullivan

Un relato me sirve para empezar a dar rienda suelta a mi reflexión. En La vieja del cinema de Vicente Blasco Ibáñez se cuenta la historia de una anciana pobre que vende verduras por las calles parisinas y es alcohólica. Son los últimos días de la Primera Guerra Mundial y una de sus penas es la pérdida de su nieto Alberto “un obrero aficionado a los libros” en el frente. Un día entra en un cinema atraída por el cartel de una película… una alsaciana perseguida por un malvado alemán. Allí empieza a ver la película y escucha a un ‘espectador entendido” que algunas escenas de la película son imágenes de archivo, recortes y demás. De pronto la anciana pierde la cabeza porque al mirar una de las escenas de la película, esta transcurre en una trinchera donde hay un montón de soldados descansando, “uno ellos escribía una carta sobre sus rodillas puesto de espaldas al público. Poco a poco volvió la cabeza y sonrió a las gentes, yo dudé, creyendo que veía mal. Luego debí gritar. ¡Era mi nieto!”. A partir de ese momento la anciana empieza a ir todos los días al cinema y les dice a todos sus conocidos que se va allí porque su nieto trabaja todas las noches… Hasta que pasados los siete días (el día justamente que se anuncia la paz)… hay un cambio de cartelera. Y para esa abuela “me lo han matado por segunda vez”… ¿Es una ilusión, es una imagen de archivo que atrapa a su nieto con vida, es un extra parecido a su nieto…?

Y es que esta mujer, esa abuela, en una sala de cine… ante la ilusión de una imagen ha logrado resucitar a su nieto… Ese es el poder que a veces ejerce en el espectador el cine (o una fotografía, o una serie de televisión, o una novela). Un poder que es difícil de explicar y que crea situaciones reales y extrañas, muy extrañas, aunque parezcan empapadas de cotidianidad. En eso reside parte de la fascinación y la necesidad del cine.

No hace mucho escribía sobre Persiguiendo a Betty de Neil LaBute. Ahí la protagonista lograba huir de lo gris de su vida siguiendo un culebrón televisivo. Su protagonista, un cirujano, era un motivo para seguir adelante. Hasta tal punto que al vivir un hecho traumático y quedarse en estado de shock…, crea una realidad paralela en la que da vida real a los personajes del culebrón y decide irse a por el cirujano, porque en realidad es un amor de su adolescencia. Después de dejarle, todo empezó a torcerse en su vida… Al escribir sobre la película de Neil LaBute, recordaba también a la protagonista de La Rosa Púrpura del Cairo de Woody Allen que también trataba de superar su situación de mujer maltratada en plena Depresión norteamericana en la sala de cine. En una película de aventuras, se enamora de un personaje, un explorador. Y de pronto esa ilusión, esa imagen, cobra vida y también se enamora locamente de la espectadora que busca consuelo…

También Woody nos regala una maravillosa escena de ilusión cinematográfica en Hannah y sus hermanas, su personaje está buscando un sentido a la vida, en su desesperación intenta suicidarse pero falla y sale a la calle desesperado: “Me metí en un cine. No sabía que estaban poniendo. Solo necesitaba unos instantes para poner orden en mis pensamientos y volver a ver el mundo desde una perspectiva racional. Subí al primer piso y me senté (En esos instantes, en la pantalla de cine se ven imágenes de una película de los hermanos Marx, uno de sus momentos musicales). Ponían una película que había visto varias veces desde que era niño y siempre me encantaba. Me puse a mirar la pantalla y la película me enganchó. Empecé a pensar: ¿cómo puedes pensar siquiera en suicidarte? Mira a toda esa gente de la pantalla. Es divertidísima. Y ¿qué mas da si lo peor es cierto, si Dios no existe y solo pasas por la vida una vez?¿No quieres vivir esa experiencia? No todo es una pesadez. Pensé: Debería dejar de amargarme la vida buscando respuestas que nunca tendré, y disfrutar de ella mientras dure. Y después, ¿quién sabe? Quizá haya algo. Nadie lo sabe. Sé que ‘quizá’ es algo muy frágil a lo que aferrarse, pero es lo que hay. Empecé a relajarme a pasármelo bien”.

O tampoco puedo olvidarme de Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges, su protagonista –un director de cine de comedias que harto de este tipo de películas decide que tiene que rodar películas reales y que para eso tiene que vivir en el mundo real, empaparse de realidad… y decide aventurarse fuera de la burbuja que vive en Hollywood– termina en una cárcel dura. Uno de los días llevan a los presos, atados, a una iglesia humilde, muy humilde, donde tanto el cura como todos los feligreses son negros (que también se encuentran al margen, como los presos) para la proyección de una película. Empieza la proyección y se produce un momento mágico. Es un corto Disney y su protagonista es Pluto. De pronto, el protagonista ve cómo todo el mundo empieza a reír a carcajadas. Un montón de hombres y mujeres con circunstancias muy duras en sus vidas… ríen sin parar, lloran de la risa… y de pronto él se ve arrastrado por esas risas. Y descubre de pronto, de golpe, el valor de sus comedias cinematográficas…

Recuerdo que una de las cosas que más me llamó la atención de un libro del profesor José María Caparrós Lera (100 películas sobre Historia contemporánea) fue cuando ilustra con películas la etapa de la Depresión americana y en un momento dado se refiere a una tesis doctoral sobre el mundo rural de otro profesor, Andreu Mayayo, que tiene una parte que habla sobre Las uvas de la ira de John Ford y ahí escribe: “El cine durante el New Deal se convirtió en un espectáculo de masas, desde 1927 con la banda sonora incorporada. Los norteamericanos, en plena depresión económica, reivindicaron la entrada gratis para el cine, ya que lo consideraban una necesidad básica como el pan y el vestido. Había hambre de cine…”.

Tampoco olvido mencionar (hace poco escribí sobre él) la vida de François Truffaut, director que siempre reconoció que el cine fue el que le salvó de una vida errática. Así fue, para él el cine fue una tabla de salvación continua. Su vida era el cine, y el cine le hizo vivir… Y sus películas le sobrevivieron…

Lo que trato de reflexionar finalmente es por qué el cine crea adicción o engancha tan poderosamente (y como hablo del cine, hablo de fotografías, series de televisión, novelas…) y cómo a veces no tiene que ver la vía racional y sí, la emocional, la de los sentidos. Trato de desenredar el misterio del cine u otras artes creativas. Y su poder sobre el ser humano. Yo también he vivido situaciones en que la sala de cine ha sido mi salvación (o simplemente el poder ver en el salón de casa una película) o me ha ayudado a superar situaciones que me parecían imposible de encajar. Y otras personas me han contado situaciones similares. Recuerdo un gran amigo mío, que estaba muy enfermo, y siempre me decía que la sala de cine para él era un sitio que le traía una tranquilidad que no conseguía en otros sitios. He vivido algunas situaciones en la sala de cine, dignas de contar, como la proyección de Million Dollar Baby… y en un momento desgarrador, una señora gritar a pleno pulmón (refiriéndose a uno de los personajes) e impotente: “Pero, cómo puedes ser tan hija de puta”. O en otra de Eastwood, como El gran Torino, un señor en su butaca comentando con su amigo cada salida del personaje protagonista como si fuera un colega de toda la vida. O como en un cinefórum de El Odio, una chica salió disparada terminada la proyección porque me comentó que había sufrido tanto y estaba tan tocada por cada uno de los personajes protagonistas que no podía quedarse a reflexionar absolutamente nada. ¿Por qué enganchan y seducen ciertas series interminables de televisión y a veces de calidad ínfima –los famosos culebrones– (aquí no olvido uno de los mejores personajes de Caro Diario, el intelectual enganchado a la televisión y la propia película de Moretti que no sería posible sin el cine y su influencia sobre el ser humano) o de calidad magnífica? ¿Por qué te aferras a ciertos personajes cinematográficos y no los olvidas? ¿Por qué ciertas películas, que sabemos a ciencia cierta que no son obras de arte, permanecen en nuestra memoria o de algún modo nos marcaron? ¿Por qué el visionado de ciertas películas –verdaderas obras maestras– pero vistas sin la conciencia de que lo sean, te remueven hasta tal punto que algo cambia en tu interior? ¿Por qué no dejamos de ver cine…?

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Cóctel de películas variadas

El gran McGinty (The great McGinty, 1940) de Preston Sturges

elgranmcginty

No hace mucho disfruté de la segunda película de Preston Sturges como director, Navidades en julio. Y hace menos tuve en mis manos el dvd de su primera vez como director El gran McGinty y de nuevo ha sido otra sorpresa esplendorosa. Por su tremendísima actualidad. Esta ópera prima, donde Sturges es un guionista que se convierte en director, deberían verla todos los políticos inmersos en tramas de corrupción. Porque Sturges no tiene pelos en la lengua aunque al final se encariñe de sus personajes (porque no les quita un ápice de humanidad). Viajamos a un local perdido de las Bahamas, un tugurio. Ahí coinciden en una barra un camarero que dice que fue gobernador de un Estado y un empleado de banca desesperado que también ha terminado con sus huesos ahí por un fallo cometido. Sturges les presenta como uno que nunca fue recto en su vida hasta que tuvo un momento de lucidez y al otro como uno que siempre llevó una vida recta hasta que falló sólo una vez.

Y la película es un flashback del camarero contando al empleado de banco desesperado su carrera política. El bueno de McGinty (un grandullón y efectivo Brian Donlevy) era un sin hogar de la Depresión. De pronto le sale la oportunidad de colaborar en un fraude electoral para la elección del alcalde (auspiciado por el mafioso local)… y lo hace muy bien. Así empieza su carrera política trepidante… hasta llegar a gobernador para lo cual incluso protagonizará un matrimonio de conveniencia. Y ahí es donde nos encontramos la debilidad de McGinty, los buenos sentimientos de su señora esposa hacen mella en él… Y llega un momento en que quiere actuar por sí solo como político y realmente ejercer haciendo lo mejor para los ciudadanos. Misión imposible y fallida… que le lleva con su mafioso a un tugurio dejando los ideales para otros. Ante la historia de ‘un caradura’ sincero la chica de mala vida preocupada por el ‘buen’ empleado le anima a que arregle las cosas y regrese de nuevo…

Los años no han pasado por esta película… tremendamente actual.

Anastasia (Anastasia, 1956) de Anatole Litvak

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La elegancia de un director se deja ver en una sola escena. Y eso es lo que le ocurre a Anatole Litvak en Anastasia. Por encima del glamour que supone la vuelta de una Ingrid Bergman a Hollywood representando a una mujer sin identidad y que trata de recuperarla (ella es Anastasia, ¿o no?). O de dejarse llevar por el magnetismo animal y la sensualidad de un Yul Brynner que ocupa toda la pantalla (¡cómo me gusta!). Así como disfrutar de las viejas glorias como Helen Hayes mostrándose como gran señora y actriz… Por encima de todo ese reparto y una historia atrayente (con sus dosis de misterio, ambigüedad, romanticismo, zares rusos, revoluciones y finales precipitados), nos encontramos con la puesta en escena especial de un director a reivindicar, Anatole Litvak (y del que me queda mucho por descubrir).

La escena es la de una habitación majestuosa con dos puertas abiertas frente a frente. Detrás de cada una de esas puertas hay un personaje diferente: en una el ambiguo Yul Brynner (¿un noble desencantado y aprovechado o un hombre enamorado? y en la otra la etérea Ingrid Bergman (¿verdadera Anastasia, mujer sin memoria, o estafadora?). Ella ha subido de una cita (impuesta por el maestro de ceremonias y estafa, Yul) algo bebida. Les oímos a los dos hablar y sólo escuchamos sus voces, la cámara está todo el rato en la habitación vacía. Sin embargo sentimos la tensión sexual que recorre el cuarto y la preocupación de ambos. De pronto ella deja de hablar, entendemos que se ha dormido. Y sólo entonces Yul sale de su cuarto, cruza la habitación y entra en el dormitorio de Ingrid para taparla… y quizá también contemplarla.

Tierras de penumbra (Shadowlands, 1993) de Richard Attenborough

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… Richard Attenborough se basó en las reflexiones que vertió C. S. Lewis en el libro Una pena en observación (que no he leído y ganas me han quedado) tras la muerte de su esposa y amor, Joy Gresham. Así el director deja tras de sí una película que reflexiona sobre el amor tardío, el dolor, la soledad, la enfermedad terminal, la muerte y lo que supone la ausencia del ser querido (en una escena contenida y magistral entre C.S. Lewis y el hijo pequeño de su amada).

No sólo nos dejamos llevar por las interpretaciones de Anthony Hopkins y Debra Winger sino que algunas frases que se pronuncian se quedan para siempre en la memoria. En este caso, entre tierras de penumbra, atesoro una frase que le dice un alumno a C.S. Lewis: “Leemos para saber que no estamos solos”. Y ya solo por esa frase la película merece la pena ser vista por lo menos una vez en la vida.

Érase una vez en Anatolia (Bir Zamanlar Anadolu’da, 2011) de Nure Bilge Ceylan

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El otro día viajé al cine turco y me llevé una sorpresa enorme con Nure Bilge Ceylan (del cuál sólo había visto Lejano, película que en su momento me costó digerir). La película se encuentra ahora en las salas de cine, Érase una vez en Anatolia e impone su propio ritmo al espectador. Si te dejas llevar el viaje merece la pena. Lo que en un principio tiene estructura de thriller y road movie extraña: vamos entendiendo qué es lo que hacen tres coches por las carreteras de Anatolia (buscar un cadáver), termina convirtiéndose en un viaje de humanidad. Y lo que se nos presenta es un grupo humano variopinto: dos detenidos, los policías, los militares, los conductores, el médico forense y el fiscal…

Y vamos con ellos en este viaje nocturno en busca de un cuerpo y asistimos a las conversaciones y miradas que tienen entre ellos. Y poco a poco vamos adentrándonos en distintas historias y vamos construyéndolas. Unos van cediendo protagonismo a otros a lo largo de la búsqueda, con una cotidianeidad que impregna todo, que hace que este grupo de hombres hagan su trabajo y choquen con la burocracia más rancia y la humanidad más profunda. En una parada a cenar, en casa del alcalde de la localidad, se quedan en un momento sin luz. Y surge un momento casi mágico, donde una bella joven con un quinquel que ofrece té, se convierte en una aparición y no será la única. Asistimos durante más de tres horas a un viaje con final: la búsqueda del cuerpo, la parada en casa del alcalde, la confesión, el encuentro del cuerpo, el camino hasta el hospital donde se le hará la autopsia… y la vida sigue. Pero mientras hemos conocido un poco más el mundo de cada uno de los hombres que protagonizan esta historia, hemos transitado en sus secretos y silencios. Y también hemos conocido a las mujeres ausentes.

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