Filmish es un buen ensayo gráfico sobre el séptimo arte y, efectivamente, como dice su subtítulo permite que el lector haga un viaje muy especial. Este libro ha supuesto una grata sorpresa y se disfruta todavía más según se va repitiendo su lectura una y otra vez. Edward Ross, su autor, utiliza su álter ego para llevar al lector de la mano a través de sus reflexiones-viñeta. Por una parte, sigue el camino abierto y la forma de hacer crítica de Mark Cousins (y su imprescindible, tanto libro como serie documental, La historia del cine: una odisea) y, por otra, busca nuevos caminos para ejercer la crítica o la divulgación cinematográfica (otro ejemplo sería el libro sobre cine negro de David Thomson, Sospechosos). Así este cómic muestra un viaje apasionante, viñeta por viñeta, al mundo del cine. Edward Ross realiza siete paradas en Filmish. Y en cada una lanza interesantes reflexiones que ilustra, no podía ser de otra manera, con películas y con pensamientos de teóricos del cine.
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Paulina (La patota, 2015) de Santiago Mitre
El director Santiago Mitre parte de una película ya realizada, es decir, Paulina es un remake de La patota de Daniel Tinayre en el año 1960. Pero lo que hace el director argentino es cambiar el posicionamiento desde el que la protagonista, llamada Paulina, decide actuar ante un acto violento que da un giro a su vida. La Paulina (Mirtha Legrand) de Tinayre se mueve por motivos distintos que la Paulina (Dolores Fonzi) de Mitre. La patota (que así se llama el original y también el remake pero aquí se ha preferido emplear el nombre de la protagonista como título) es un término lunfardo que se refiere a una pandilla de muchachos marginales o que realizan actos vandálicos y estos muchachos son los que motivan el dilema moral, el conflicto. Paulina no es una película cómoda en su planteamiento porque para el espectador no es fácil posicionarse con ninguno de los protagonistas de esta historia.
Vivamos de nuevo (We live again, 1934) de Rouben Mamoulian
Ochenta y cinco minutos de película logran traer a la memoria la esencia de una novela de seiscientas cincuenta y siete páginas (la leí hace unos cinco años y los fotogramas han logrado devolverme algunas ideas olvidadas). Vivamos de nuevo es la adaptación cinematográfica de la última novela de Tolstói (y también una de las más desconocidas del autor), Resurrección. Igual de olvidada se encuentra esta interesante y sorprendente película de Rouben Mamoulian. Director de una elegancia visual especial y también relegado a los últimos puestos en el olimpo de grandes realizadores, bien al fondo…
El conformista (Il conformista, 1970) de Bernardo Bertolucci
En el capítulo 10 de la personal serie The story of film. Una odisea, que realiza el crítico irlandés Mark Cousins, el propio Bertolucci cuenta una anécdota respecto El conformista. Cuenta que Jean Luc Godard se citó con Bertolucci en una cafetería. Que él llegó y le estaba esperando, cuando el director francés apareció a su lado con unas gafas de sol oscuras. No le dijo nada sino que le pasó una nota y se marchó. Ahí estaban sus comentarios sobre la película: “Uno tiene que luchar contra el imperialismo y el capitalismo”. Toda esta frase escrita en un retrato del presidente Mao. Bertolucci se enfadó muchísimo y rompió en mil pedazos la nota. Sin embargo, en esta reciente serie documental el director italiano lo cuenta sonriendo y con nostalgia y termina diciendo que le da mucha pena su furia en aquel momento, porque en ese momento le gustaría ver y mirar de nuevo esa nota, otra vez.
Seguían las repercusiones del mayo del 68, y una de ellas era una cantera de directores europeos que vivían el cine como un instrumento político y de lucha. El cine como escritura audiovisual e intelectual para mostrar un discurso ideológico. Y esto hacía que hubiera fuertes encontronazos ideológicos e intelectuales entre los creadores (y los espectadores) que se tomaban el tema del cine como un asunto de compromiso político e ideológico. Un asunto de estás conmigo o contra mí…
Sin embargo dentro de este debate de fotogramas, se realizaron historias potentes contadas como puro cine. Y esto es lo que ocurre con El conformista, que como dice Godard no habla de imperialismo y capitalismo pero sí, a mi parecer, algunas claves para entender por qué el mundo es como es y para ello parte de un escalofriante (pero bellísimo) testimonio visual sobre la figura de un fascista (y por qué termina abrazando esa ideología), Marcello Clerici (Jean-Louis Trintignant).
Bertolucci articula su discurso con una brillante puesta en escena y cuidando al máximo la estética visual de la película. Construye una película política pero cuidadosamente orquestada y compuesta. Y realiza a la vez un escalofriante retrato de Clerici, un hombre (aquejado por varios traumas familiares además de un trauma que arrastra desde su infancia y que le marca, quizá lo más débil de la trama) que aspira a “ser un hombre normal”. Y dicho término adquiere tintes terroríficos. Porque ser normal en Italia en el momento que lo desea con todas sus fuerzas (además de tener prestigio laboral e intelectual, una determinada situación social, estar a punto de casarse con una chica bonita educada para ser mujer florero)… supone abrazar lo que en esos momentos engulle a Italia, el fascismo (pero como dice un siniestro personaje: unos seguirán el fascismo por dinero y otros por miedo, pocos por fe). La película transcurre entre los años 30 y 40 (auge y caída del fascismo en Italia)… y refleja la transformación de Clerici o más bien trata de desentrañar ese conformismo que le hará tener un giro final revelador… La normalidad produce antipatía y mucho miedo.
El conflicto del personaje es precisamente integrarse en esa normalidad o no. Por una parte tiene a su mujer florero (brillante Stefania Sandrelli) y a un amigo ciego que abraza el fascismo (la fiesta de los ciegos, la ceguera de la sociedad italiana), además de tener prestigio social y económico, pertenece a la policía secreta. Por la otra en su luna de miel a París entra en contacto de nuevo con su antiguo profesor de filosofía y su hermosa mujer (Dominique Sanda) de la que se enamora perdida y cobardemente y en la que ve una posibilidad de vida nueva y libre. El problema: Marcello Clerici precisamente tiene una misión en su viaje de novios y es entrar en el círculo de confianza de su antiguo profesor para tenderle una trampa y terminar con su vida.
Bernardo Bertolucci para contar una historia desgarradora y durísima se sirve de una novela de Alberto Moravia, de decorados impresionantes, de una puesta en escena elegante y meditada, de un uso especial del tiempo para narrar (no usa el cronológico), de unas coreografías brillantes (como el baile parisino), de una fotografía no solo cuidada sino que está totalmente al servicio de contar esa historia de una manera muy especial, de una banda sonora envolvente… y de unos actores que forman parte de esa coreografía general especial. El conformista te hace pensar en lo que cuenta, te estremece y remueve, pero también hipnotiza por la belleza de cada uno de sus fotogramas.
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Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966) de Pier Paolo Pasolini
… una fábula social y política. Como un trovador de la Edad Media Pier Paolo Pasolini nos introduce en Pajaritos y pajarracos. Así empieza con una canción que va presentando los créditos de la película. La historia es una historia dentro de otra historia y su estructura es la de un viaje, una caminata. Los protagonistas son un padre y un hijo que después se transforman en dos franciscanos… a través de un relato oral que expone trazos de comunismo cristiano. A este padre y a este hijo en su caminar les ocurren varios acontecimientos y uno de ellos muy peculiar: conocen a un cuervo parlanchín de izquierdas, comunista marxista que es precisamente el narrador de la fábula central, esos dos franciscanos que tienen que convertir a halcones y gorriones…
Pajaritos y pajarracos es una rareza cinematográfica que queda en una especie de limbo extraño. Es cine con vocación política, con una narrativa cinematográfica al servicio de un mensaje, que pretende llegar a un elevado número de personas. Es decir, quiere convertirse en un cine popular, de masas. Y es rareza porque Pasolini no consigue ‘llegar’ a un número elevado de personas sino que elabora un ejercicio cinematográfico provisto de humor absurdo, ironía, poesía e ideología. Es decir convierte su Pajaritos y pajarracos en película minoritaria. Así es una pieza cinematográfica para analizar y que refleja además el ‘espíritu’ político y social de un momento de la historia italiana a finales de los sesenta, dos años después del fallecimiento del Secretario General del Partido Comunista italiano, Palmiro Togliatti (durante el peculiar caminar de ese padre y ese hijo se cruzan con su entierro –Pasolini inserta en el relato cinematográfico imágenes documentales).
En su vocación de relato cinematográfico que bebe de la narrativa oral y que además quiere llegar al mayor número de personas…, no es de extrañar que Pasolini elija como protagonista, como el padre, a uno de los actores más populares y famosos de la cinematografía italiana (y cuya trayectoria fílmica desconozco bastante), Totó. Un Totó, que en sus andares, vestimenta, expresión corporal y gestual y en los acontecimientos que vive es cercano a los héroes de ese cine cómico mudo y universal. En Totó están las huellas de Charles Chaplin y de Buster Keaton. Y su hijo tiene el rostro vital de Ninetto Davoli, que será un habitual en la cinematografía de Pasolini.
Pajaritos y pajarracos está hasta arriba de detalles que construyen un discurso. Y sobre todo, como muchas películas de Pasolini, es un estudio del rostro humano. Así cada uno de los personajes que aparecen en este ‘viaje’ poseen una cara con una historia, con huellas, y así se hace imprescindible el primer plano. Pasolini siempre busca rostros que expresen aunque no hablen y ya lo hacía así en Mamma Roma o en El evangelio según San Mateo. Así es difícil apartar la vista de una niña vestida de ángel, o de la prostituta Luna, o de las tres mujeres que se cruzan en el camino de los franciscanos que tratan de ‘aprender’ el lenguaje de los gorriones, o del camarero que les atiende en la taberna o de los comediantes que se cruzan en su camino. Y precisamente en esos comediantes y en otros ‘episodios’ del viaje se siente cómo Pasolini había trabajado y se había empapado del cine de Federico Fellini.
La fábula y el mensaje central es precisamente ese relato dentro del relato: la historia de los franciscanos que reciben un encargo de San Francisco de Asís. Tienen que evangelizar y llevar el mensaje del amor a los halcones y a los gorriones. A los pajarracos y pajaritos… y la tarea no será fácil. Precisamente tardarán unos dos años y encontrarán todo tipo de obstáculos. Aprenderán, sobre todo el más anciano, el lenguaje de los pájaros y transmitirán el mensaje… pero sus oyentes no entenderán del todo ese mensaje ‘revolucionario’. Porque una cosa es escuchar la palabra AMOR y otro caso es practicar, con todas las consecuencias ese amor. Los franciscanos evangelizarán a los pajaritos y pajarracos por separado… pero luego se darán cuenta de que estos se atacan y se hacen daño entre ellos. Se aplastan unos a otros. Así que Francisco de Asís les explica que tienen que empezar de nuevo para que entiendan realmente el alcance de ese mensaje… y otra vez a emprender el camino.
Así esa metáfora de pajaritos y pajarracos que terminan aplastándose unos a otros, se trasladará al viaje que realizan padre e hijo donde veremos cómo oprimen a los que son más pobres que ellos y a su vez ellos cómo son oprimidos por otros más ricos y poderosos. La cuestión final es que el cuervo se convierte en una molesta voz que no para y que continuamente se convierte en una especie de pepito grillo que todo lo analiza y que continuamente realiza una crítica constructiva que hace además pensar a sus dos acompañantes, algo que no desean pues bastante arrastran con su día a día y su lucha por la supervivencia… Así que sin pensárselo, y sin una sombra de mala conciencia sobre sus rostros, finalmente tomarán una decisión drástica con el cuervo… y seguirán su camino.
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Ida (Ida, 2013) de Pawel Pawlikowski
Ida es una película sobria tremendamente hermosa. Nada le sobra, nada le falta. A su belleza formal a la hora de contar una historia, se une la propia historia… potente. Dos personajes femeninos, la identidad, la memoria y el peso de la Historia sobre ellas. Cada fotograma destila la composición perfecta de una obra artística. Pawel Pawlikowski cuida cada segundo, cada instante de la puesta en escena y del lenguaje cinematográfico, creando una obra redonda. Polonia, años sesenta, empapada del saxo de John Coltrane y unas notas triste de Bach. Años grises, de blanco y negro, donde los personajes se mueven en un formato cuadrado que da fuerza y relevancia a las figuras femeninas sobre los espacios en los que transcurre su ‘viaje’ vital de descubrimientos… Donde unos ojos y una lágrima que recorre la mitad de un rostro o un paisaje nevado y una figura que camina cobran una fuerza que desarma al espectador.
Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia a punto de hacerse monja, de recibir los votos. Ella es huérfana y siempre ha estado entre las paredes de un convento. Tiene dieciocho años y su mundo siempre ha estado unido a lo espiritual y trascendente. No conoce nada más. La madre superiora le da un aviso inesperado. Su tía, que nunca ha querido conocerla, ahora sí desea verla. Y la recomienda que vaya a visitarla antes de tomar los votos. Así, con una pequeña maleta y su hábito, Anna conoce a su tía Wanda (Agata Kulesza), una mujer aparentemente dura y fuerte. De golpe, la primera información que le suelta Wanda… descoloca el mundo de Anna. “Así que eres una monja judía” y “te llamas Ida”. Así, a lo bruto, Ida… decide encontrar dónde están enterrados los suyos, es la única manera que tiene de expresar que quiere buscar sus raíces. Y en este viaje, le acompaña Wanda… la vulnerable y contradictoria mujer aparentemente fuerte y de hierro.
Un viaje que altera a ambas que siempre han estado, de distinta manera, privadas de su identidad. Cada una asumirá como puede las consecuencias del encuentro con su memoria, con sus raíces, con sus recuerdos, con su pasado… Con las viejas fotografías que construyen unas vidas sesgadas. A Ida le privan de su identidad, de sus orígenes. Wanda, para combatir el dolor, oculta su identidad y se entrega al Estado socialista polaco. Ella se transforma en Wanda la Roja, una mujer fría que no tiembla en condenar a muerte a todo aquel que no comulgue con las ideas estalinistas… Ida trata de recomponerse, Wanda se sigue fracturando…
Ida descubre con Wanda que existe algo más en la vida que los muros de un convento. Que existen las contradicciones, los placeres, los sacrificios, la culpa… Y vislumbra a lo que renuncia… sobre todo cuando conoce una posibilidad de futuro con un saxofonista (“¿Y luego? La vida, lo normal”… pero es que ni Ida ni Wanda tuvieron posibilidad de una vida normal…). Y Wanda descubre con Ida su alma fracturada, sus heridas apenas ocultadas, su vulnerabilidad, su culpa y caída al abismo, el dolor por la pérdida de lo que más amaba…
Pawel Pawlikowski, director polaco que durante años ha trabajado en Gran Bretaña (y que ha realizado trabajos documentales, televisión… aborda su quinto largometraje y su primera película en Polonia), regresa a su tierra natal con una obra cinematográfica de una belleza tranquila, de ritmo pausado, de planos fijos… donde una joven novicia restaura una estatua de Cristo, una mujer quebrada apura un licor en una mesa de una taberna, solitaria; o una joven de dieciocho años —que quiere sentirse deseada— se prueba unos tacones y un traje negro y se envuelve en una cortina transparente…
Ida es una película que ha hecho que vuelva a nombrarse el cine polaco… y quizá sea el principio de una vuelta del cine de este país al circuito internacional. Pawel Pawlikowski ha despertado la curiosidad sobre qué es lo que está pasando en la cinematografía polaca en la actualidad. Así el realizador puede dar continuidad a nombres como Andrzej Wajda, recorriendo los rostros de Andrzej Zulawski y Roman Polanski y meciéndose en Krzysztof Kieslowski, reconociendo a Agnieszka Holland y desembocando en él mismo y otros compañeros de generación. Me viene a la cabeza una película polaca de los años ochenta nostálgica y tremendamente hermosa que durante años tuve grabada en un vhs… Yesterday de Radoslaw Piwowarski… y la nombro porque como Ida también reflejaba unos años sesenta en Polonia. Unos jóvenes que trataban de buscar salidas al blanco y negro en que estaban inmersas sus vidas a través de los Beatles y la música.
… De momento, recuerdo a una novicia en una sala de fiesta, ahora vacía, escuchando a un saxofonista que toca a Coltrane… O a Wanda colocando fotografías en una mesa, reconstruyendo su pasado y recordando el hermoso pelo pelirrojo de su hermana que ahora esconde tras la toca su sobrina. O esa misma mujer poniendo en su tocadiscos la música de Bach mientras la luz entra por su ventana…
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