Pigmalión (Pygmalion, 1938) de Anthony Asquith y Leslie Howard

Pigmalión

Un profesor de fonética y una vendedora de flores…

Esta versión cinematográfica, que es también una adaptación de la obra teatral de George Bernard Shaw, ha quedado totalmente eclipsada por el musical de George Cukor, My fair lady (1964). Y, sin embargo, no hay apenas diferencias en cómo avanza y se resuelve la historia. Digamos que en la película de Asquith y Howard (en la que Shaw participó en su guion) ya está la esencia de My fair lady. Y es curioso porque en ambas se elimina en su secuencia final la nueva lectura del mito clásico que ofrece Shaw. Pigmalión es más concisa, directa y realista; no cuenta con el glamour, la estilización y la elegancia del musical de Cukor. Es una historia más de carne y hueso, más cercana. El profesor Henry Higgins (Leslie Howard) y su alumna, Eliza Doolittle (Wendy Hiller), van construyendo su historia de encuentros y desencuentros con una naturalidad especial. Su historia es en blanco y negro.

Como decían Jordi Balló y Xavier Pérez en su magnífico ensayo La semilla inmortal, el mito de Pigmalión es uno de esos argumentos universales que ha permitido nuevas miradas una y otra vez en los escenarios teatrales o en la pantalla de cine. El mito cuenta la historia de un escultor que no encuentra a la mujer ideal. Decide no casarse y se dedica a esculpir una estatua. La estatua de una joven recibe el nombre de Galatea, y el escultor se enamora perdidamente de ella. La diosa del amor, Afrodita, la convierte en una mujer de carne y hueso y se convierte en su esposa. Shaw convirtió a Pigmalión en un profesor de fonética, Henry Higgins. Solterón, exquisito y misógino, totalmente entregado a su trabajo. Y a Galatea en Eliza Doolittle, una vendedora de flores de los barrios bajos de Londres, que quiere salir de su situación. Lo que hace el profesor es convertir, a través de la dicción y el lenguaje, a la vendedora de flores en toda una dama. Higgins pone todo su empeño y esfuerzo para ganar una apuesta que ha hecho con su amigo coronel Pickering: que en seis meses convierte a Liza en una dama elegante. Eliza Doolittle pone todo su empeño en aprender porque quiere salir de los bajos fondos, quiere poner una tienda de flores y huir de la miseria y los golpes de la vida.

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Araña (Araña, 2019) de Andrés Wood

Araña

Andrés Wood en Araña convierte en protagonistas a miembros de Patria y Libertad.

Araña sigue la estela de un cine chileno que describe una atmósfera cerrada, enquistada, que advierte que las fuerzas que engendraron el golpe de estado siguen no solo con el poder y formando parte de las clases más acomodadas, sino que su ideario sigue vivo y vigente. La brecha social cada vez más enorme y, por tanto, las injusticias, sangrantes. Y el polvorín a punto de estallar. No, ya ha estallado. Así el panorama social y político de los años previos a 1973 no dista tanto del panorama social y político de 2019. Mientras en los periódicos informan sobre que en las calles chilenas se vuelve a cantar “El derecho a vivir en paz” de Víctor Jara, emergen también, sin embargo, aquellos que nunca se fueron, que alimentaron la dictadura. Y Andrés Wood estrena una película que transita entre el pasado y el presente. Sus protagonistas son tres miembros de Patria y Libertad, movimiento paramilitar chileno de ideología fascista, que nació para enfrentarse contra el gobierno de Salvador Allende. El movimiento se disolvió tras el golpe de estado de Pinochet.

El cine chileno no tiene reparo en mostrar sus sombras y manchas. Historias cerradas, agobiantes, sin salida… de personajes oscuros. Así lo ha hecho ya Marcela Said en Los perros (2017) o Pablo Larraín en El Club. Andrés Wood convierte en protagonistas a tres personajes desagradables y cuenta sus gestas, sus pasiones y traiciones. Porque son personajes que existen, reales y vivos. Que están ahí. Las andanzas de Inés, Justo y Gerardo, ayer y hoy. La mente manipuladora de Inés (María Valverde/Mercedes Morán), como una lady Macbeth que nunca temió las manos manchadas de sangre, envuelve el relato. Ella nunca cae. Abre la narración amonestando orgullosa a un entrenador porque su nieto no juega en el campo y hace que los niños salgan al terreno de juego porque ella lo decide. Y cierra el relato con toda su familia reunida exhibiendo su poder ante los medios. Inés siempre ha tejido con cuidado una fuerte telaraña y nunca ha abandonado sus “ideales” ni se ha bajado del escalafón del poder social y político.

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Sorry, we missed you (Sorry, we missed you, 2019) de Ken Loach

Sorry we missed you

Sorry we missed you, la familia Turner disfrutando de un buen momento. Rara vez pueden…

Una familia, los Turner: Ricky y Abbie, el matrimonio, y Seb y Lisa Jane, los hijos. Desde la crisis económica de principios de siglo XXI no levantan cabeza. Y padre y madre se matan a trabajar, pero no llegan a fin de mes. Y el sueño de comprar una casa queda lejos. El trabajo les roba tiempo para compartir con sus hijos, para estar ellos dos juntos, para tener otros planes, para dormir, para descansar… Y la incertidumbre no cesa. El miedo al mañana siempre está presente. En los padres y en los hijos. Las condiciones de trabajo no solo han empeorado, es que uno se siente cada vez más solo. Las estructuras de la solidaridad obrera, de la unión entre los trabajadores, con las nuevas formas de empleo han saltado por los aires. No suele haber lugar de encuentro y todo termina siendo un sálvese quien pueda. ¿Además quién tiene tiempo? Una doctrina del shock continua (o nunca se ha salido, siempre en bucle) donde el miedo campa a sus anchas. Bienvenido al infierno.

Ricky apuesta por ser un mensajero de esas grandes plataformas que reparten paquetes de lo que la gente compra online. Sí, todo empieza con una entrevista de trabajo donde le dicen que él va a ser su propio jefe, pero hay mucha letra pequeña. Ahí está el encargado de almacén: Maloney, que tiene las ideas muy claras. Lo que importa es el cliente (siempre tiene razón) y el beneficio. Lo demás importa poco, no quiere quejicas. Cada uno que se las arregle como pueda, pero que no falle. Y si no penalización para el trabajador, nunca para la empresa.

Abbie trabaja en una contrata, una cuidadora a domicilio de personas dependientes, principalmente de personas mayores y solas. Lo de las ocho horas es un sueño lejano. Apenas tienen personal y recursos. Y Abbie ama su trabajo y es responsable, pero apenas tiene tiempo para ocuparse de sus hijos o de ella misma. Casi no ve a su marido. El móvil es su apéndice. Y lo sabe, y le duele.

Los derechos laborales brillan por su ausencia. Parece que no hay derecho ni a estar enfermo. Y Ken Loach sumerge de nuevo al espectador en un laberinto real, sin aparente salida.

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Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019) de Céline Sciamma

Retrato de una mujer en llamas

Una mujer frente al mar…

Retrato de una mujer en llamas es un relato de mujeres que durante unos días construyen una habitación propia. Un espacio íntimo que solo habitan ellas y que solo ellas conocen todos sus códigos. Durante unos días todo el mundo exterior desaparece, son libres. Luego lo que queda es ese recuerdo… Y también las claves para descifrarlo: el número 28, el mito de Orfeo y Eurídice, El Verano de Vivaldi y los retratos y cuadros como mensajes que descifrar y como reflejos de realidades que se ocultan.

Las protagonistas de la nueva película de Céline Sciamma (Tomboy) viven en el siglo XVIII. En ese siglo, como en los anteriores, vivieron muchas mujeres silenciadas para la Historia. Sin una habitación propia, sin capacidad de intimidad ni de decisión. Algunas están cerca de conseguir ese espacio (aunque tienen que sacrificar muchas facetas de su vida y vivir en silencio), otras lo tienen más difícil. Céline Sciamma utiliza la cámara como pincel y articula con cuidado un hermoso cuadro. Con trazos finos y detallados. Y cuenta una historia de mujeres, una historia de amor. Retrato de una mujer en llamas es un cuadro para mirar despacio y desvelar todos sus secretos. La mirada es otra de las claves para comprender este cuadro fílmico. Poco a poco surge la emoción.

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Cuatro pasos por las nubes (Quattro passi fra le nuvole, 1942) de Alessandro Blasetti

Cuatro pasos por las nubes

Maria y Paolo, dos buenas personas.

Gracias a Santiago, por descubrirme tantos títulos de cine italiano y volver así a emocionarme una y otra vez frente la pantalla

De pronto una se encuentra frente la pantalla con una película y se pregunta cómo es posible que todavía no la hubiese visto. Atrapada desde el primer fotograma hasta el último. Inevitable terminar con una lágrima y una sonrisa en mi rostro. Un momento donde las emociones fluyen a borbotones. Y esto es así porque ha pasado por mis ojos la historia de un hombre bueno y responsable, la historia de Paolo Bianchi (bravo por Gino Cervi). Y el Paolo de la primera secuencia, que despierta en su hogar, con una esposa antipática a su lado, unos niños durmiendo, y realizando las tareas de la casa y rituales diarios para enfrentarse a la batalla cotidiana y a una nueva jornada de trabajo, nada tiene que ver con el de la última, ese hombre que regresa de nuevo una mañana al hogar familiar y se le caen a los pies esos rituales diarios. Sufre vértigo y desmayo, algo parecido a la desesperación. Porque Paolo Bianchi ha tenido un paréntesis, dos días en los que realmente ha dado cuatro pasos por las nubes. Ha salido de su zona de confort y rutina para ser consciente de que ha rozado algo parecido a la felicidad. Y eso es un mazazo difícil de soportar. Y ese final, rompe al espectador. Además de mostrarle que algo se estaba gestando en el cine italiano.

Durante el periodo fascista se construyó Cinecittà y también el Centro Sperimentale di Cinematografía, y ahí nacieron y desarrollaron sus carreras grandes realizadores italianos. Alessandro Blasetti fue uno de los directores que trabajó durante este periodo, así pudo llevar a cabo una película bajo el impulso de Mussolini como La corona de hierro (1941), como sorprender con una tragicomedia delicada como Cuatro pasos por las nubes, con huellas notables y ecos de lo que sería el Neorrealismo. No hay más que mirar los créditos y descubrir como creador de la historia a Cesare Zavattini. Si se quiere ver a Blasetti en acción, no hay más que visitar una maravillosa película de Luchino Visconti, de su periodo neorrealista, Bellísima (1951), donde es este director precisamente el que en Cinecittá convoca un casting para seleccionar a una niña que actuará en su nueva película. Y ese casting es el principio del drama de una madre, Maddalena Cecconi (Ana Magnani), que se ciega porque su hija pequeña entre en ese mundo.

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