Segundo visionado. Dolor y gloria (2019) de Pedro Almodóvar

Una de las historias de amor más bonitas de su filmografía…

El amor no mueve montañas, el amor no salva, esta premisa siempre está presente en las películas de Almodóvar, pero hasta Dolor y gloria no ha sido tan explícito. Ha sido un leit motiv en su filmografía, el amor está presente, el camino es doloroso, no reconforta, es retorcido, confuso, lleva a equivocaciones, está lleno de obstáculos, y muchas veces no deja finales felices… El género del amor es el melodrama. Hay otros caminos que sí salvan al individuo: la creación, las pasiones, la belleza, la lectura, el cine, los recuerdos, los lugares queridos, las obras de arte, la música… Y estas sendas de salvación también quedan dibujadas en la película.

Y es curioso porque Almodóvar abre su alma, pero también deja claves para analizar su trayectoria cinematográfica. En Dolor y gloria deja una de sus historias de amor más hermosas y redondas, pero con su premisa intacta: el amor no salva. Y su forma de construirla, estructurarla, es uno de los puntos fuertes. Primero un ordenador que entre sus muchos documentos, guarda uno: laadiccion.doc. Y un actor (Asier Etxeandia) que abre el contenido ante su creador dormido, Salvador Mallo (Antonio Banderas), protagonista de Dolor y gloria. El actor lee e imagina. Después, una petición: llevar ese texto al escenario de una pequeña sala de teatro. Más tarde, para superar una crisis de viejos conocidos, que mucho saben el uno del otro, cesión del texto al actor. El creador no quiere que aparezca su nombre, pero le preocupa mantener la esencia, y deja algunas instrucciones de interpretación y puesta en escena. El actor lleva a cabo su monólogo ante la sala vacía y luego con esta llena de espectadores. En una esquina, uno llora.

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Primer visionado. Dolor y gloria (2019) de Pedro Almodóvar

Dolor y gloria

Debajo del agua, aislarse de todo… y volver a la infancia.

El cine como tabla de salvación o, mejor dicho, la creación como salvavidas. Cine y escritura, dos tablas de madera sobre un mar agitado. Salvador Mallo se mete debajo del agua, y desconecta de todo, del dolor y la gloria, y regresa al recuerdo de la madre, a los primeros tiempos, cuando andaba a su vera, siempre a la verita suya. Como se desconecta y se aísla uno en la sala de cine, frente a la pantalla blanca. Y Mallo está solo y con dolor, pero el cine, los encuentros y los recuerdos le salvan de su aislamiento. Regresar a esa cueva-hogar de Paterna, donde el techo era una pantalla. Como Platón, en una cueva con sombras, puro cine… Una cueva de la que salir y crear. Crear precisamente sombras en una pantalla blanca o dibujar palabras en una hoja de papel en blanco.

Salvador Mallo y Pedro Almodóvar… Dolor y gloria… Autoficción. Digamos que el director manchego derrama su alma por la película, lanza guiños sobre su pasado y su presente, deja acompañar a su personaje de objetos que construyen su vida cotidiana, se cruza con otros personajes que tienen pinceladas de personas importantes en su historia personal o de varias personas a la vez… y crea una película de ficción, pero que rezuma verdad y emoción, que es un retrato especial. Y a la vez un canto de amor al cine. Cine dentro del cine. Y se escapa una sonrisa y una lágrima.

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Volar con la danza. Dancer (Dancer, 2016) de Steven Cantor

Dancer

Frente al espejo… y después volar

El infierno personal del bailarín de danza clásica llega a su clímax en Dancer durante la representación del ballet Spartacus. Como un semidiós griego de cuerpo perfecto y sudoroso, Sergei Polunin solo en su camerino, agotado y con cara de sufrimiento y un primer plano de unos pies y unos tobillos destrozados tras la función… Poco después viene el momento de la redención: de disfrutar con su cuerpo y con su baile para liberarse de sus fantasmas en ese vídeo rodado por el fotógrafo David LaChapelle que se convirtió en viral, donde el bailarín ucraniano totalmente iluminado, en un escenario privilegiado, y con solo unas mallas color carne, con todos sus tatuajes a la vista, danza y vuela con la canción Take me to church, de Hozier. Hasta llegar a la imagen desnuda de un hombre rapado enfrentado a su imagen en un espejo. Así Steven Cantor va edificando una dramática historia familiar que marca la personalidad de un joven con arte para bailar y un carisma que traspasa la pantalla.

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Moonlight (Moonlight, 2016) de Barry Jenkins

Moonlight

Moonlight te va atrapando según avanza su metraje hasta llegar a un encuentro final que da todo el significado a esta película. Y es que es de esas historias cinematográficas que tienen un alma y un corazón. Quizá en otras manos y contada de otra manera podría haber caído en otro Estrenos TV o en un tipo de película que se recrea en la desgracia ajena (como Precious de Lee Daniels)…, pero Barry Jenkins tiene una manera de contar y de mirar que convierte Moonlight en material sensible.

Por otra parte abre el camino para conocer a un joven dramaturgo afroamericano, Tarell Alvin McCraney, pues Moonlight adapta una obra temprana donde vierte vivencias autobiográficas (In Moonlight Black Boys Look Blue), y por otra permite acercarse a su director, también afroamericano, y que con su segundo largometraje (también como guionista) deja abierta una senda para una carrera cinematográfica. Precisamente coincide en cartelera con Fences (pronto también por este blog), dirigida por el actor Denzel Washington, que también lleva al cine una obra de teatro de un dramaturgo afroamericano contemporáneo, August Wilson. Fences está dentro de la serie de diez obras titulada The Pittsburgh Cycle que refleja la historia de la comunidad afroamericana en el siglo XX. Así entre estos dramaturgos y directores cinematográficos se refleja el universo de la comunidad afroamericana, alejándose de los estereotipos creados precisamente en la pantalla de cine… De esta manera continúa la senda de otra historia del cine americano más escondida y oculta, más olvidada, con otros nombres de directores, actores y actrices.

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Dheepan (Dheepan, 2015) de Jacques Audiard

dheepan

Un guerrillero de Sri Lanka deja su país, abandonando un paisaje de guerra eterna, violencia, desolación y muerte, junto a una mujer y una niña que no conoce pues así, con una familia, tiene más posibilidad de conseguir asilo político en París. Jacques Audiard empieza con una impresionante elipsis: de la cola para subir a un barco a Dheepan (el guerrillero con nuevo nombre e identidad) en la noche parisina iluminándola con una diadema de luces, como vendedor ambulante. De pronto le vemos enfrentado a la violencia de una ciudad fría que no solo le ignora sino que le persigue. En un momento dado tiene que huir con su mercancia de la policía y se esconde en una esquina. Entonces Dheepan dice: “¡No puedo más!”. Y ese grito sirve como motor de la película pero también es como si el propio director se dijera que a pesar de inicio tan potente (y de tener perfilados los personajes) no puede seguir más con el nivel que podría haber alcanzado esta película.

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