La dama de armiño (That lady in ermine, 1948) de Ernst Lubitsch y Otto Preminger

… Mientras veía La dama de armiño he soltado varias carcajadas. Pero, sin embargo, es ésta una película que navega en el olvido por varios motivos. La dama de armiño fue la última película de Ernst Lubitsch. Lubitsch ya se encontraba con todo el proyecto cinematográfico en marcha y llevaba ya ocho días de rodaje cuando sufrió un ataque al corazón que terminó con su vida. Tomó las riendas del rodaje otro director europeo y amigo de Lubitsch, Otto Preminger, que trató de no salirse ni un ápice del plan trazado… Los análisis, quizá, se volvieron un trabajo triste y arduo… nunca se lleva bien la despedida de alguien que tanto hizo disfrutar con sus comedias.

Para entender qué sentido tiene La dama de armiño en la trayectoria del director hay que retroceder a los primeros trabajos del Lubitsch sonoro. A esas operetas y vodeviles (todo a la vez) que transcurrían en unos ambientes palaciegos o de altos vuelos totalmente idealizados. Películas que mezclaban el amor, la picardía, la comedia, la música, la alta aristocracia y los bajos fondos… con buen oficio cinematográfico. Tendríamos que recordar El desfile del amor, Montecarlo, El teniente seductor, Una hora contigo o La viuda alegre… donde Lubitsch mantenía y desarrollaba su famoso ‘toque’ (término a veces desvirtuado pero que no carece de sentido en la especial trayectoria del director).

A finales de los cuarenta el director vuelve a las temáticas de ese periodo y vuelve a rodar enredos en la corte, en unas cortes idealizadas. En su primer intento de vuelta a esa temática, La Zarina (1945) sufrió otro de sus infartos y también fue sustituido por Preminger (esta obra cinematográfica aún no he podido verla). La segunda vez ocurrió con La dama de armiño… y ya no hubo regreso posible. Esas operetas de inicio del sonoro eran películas frescas, un canto al amor y la risa que transcurren en un mundo inexistente e idealizado con puertas y ventanas cerradas (y abiertas en el momento justo), con elipsis imaginativas, diálogos chispeantes, personajes secundarios inolvidables y una puesta en escena especial que definía así ese toque. Eran tiempos en los que la gente quería olvidar momentos duros cotidianos, eran los tiempos de la crisis del 29… y Lubitsch les servía paraísos artificiales. Después de la segunda guerra mundial esos tiempos volvían de nuevo a ser sombríos. Y el director, quizá, de nuevo vio el momento de crear paraísos artificiales… aunque ya eran paraísos artificiales caducos. En La dama de armiño roza lo fantástico y el humor absurdo… y es en ese mundo barroco, artificial y caduco donde reside su rareza, su encanto y extrañeza. Su peculiaridad.

Cuando te metes de lleno en su visionado notas señas de identidad de Lubitsch en algunas situaciones y personajes secundarios maravillosos. E incluso diálogos brillantes y con chispa. Sus huellas están presentes. Apenas hay números musicales (así que no lo calificaría de cine musical) y sí bastante risa, fantasía y romanticismo (tiene hasta una escena de balcón a lo Romeo y Julieta pero con un punto de ironía). Los escasos números musicales que hay están al servicio de su estrella, Betty Grable en la cumbre de su éxito, la chica rubia de las preciadas piernas (que pocos años después cedería su trono de sex symbol a Marilyn Monroe). De hecho a nivel de anécdota, la canción más famosa de la película fue nominada a los Oscars (y bonita desde luego es), This is the moment

Preminger trata de seguir y respetar los dictados del director fallecido pero ‘su toque’ especial se le escapa de las manos. Normal, no era el suyo, así que bastante hace con una dirección correcta e intentando conservar en lo posible el espíritu de Lubitsch. Además quizá sobre todo hacia el final de la historia no hubiera tantas indicaciones como las deseadas. La dama de armiño conserva un aire de historia casi inacabada… Pero estos puntos no quitan que sea una película de visión divertida (y en momentos tremendamente romántica). La sonrisa se empieza a dibujar en el primer fotograma y no se borra hasta el último… Incluso con una protagonista tan diferente a las heroínas de Lubitsch. Betty Grable no parece ni mucho menos una elección personal y posible… a no ser que le recordara a una primeriza y resultona Jeannette MacDonald… (¿?). Betty Grable no entra dentro de los cánones femeninos del director pero sin embargo dota a su personaje de lozanía, salud, frescura… Sin embargo, lo que sí es cierto es que en esos momentos era una de las actrices de moda.

El argumento ya es hilarante y fantasioso de por sí. La duquesa Angelina de Bergamo se casa con su amor de toda la vida, el conde Mario. Nos encontramos en pleno siglo XIX. Angelina arrastra un linaje con siglos de historia y cada uno de sus familiares tiene su correspondiente cuadro en su castillo. Angelina tiene un parecido sin igual a una familiar de hace trescientos años, Francesca, la dama de Armiño (con su correspondiente y surrealista cuadro), que salvó a su castillo de la invasión de un temible duque al que enamoró y después mató… Ahora justo cuando se va a celebrar la noche de bodas de Angelina y Mario, les invanden los húngaros, y un malhumorado coronel irrumpe en el castillo. Mario debe marcharse con sus hombres para luchar contra los húngaros… Entonces esa misma ajetreada  noche los cuadros cobran vida y reclaman que Angelina debe hacer algo para salvar a los suyos y al castillo… Y ahí está Francesca para recordar su historia…

Los momentos brillantes (toques) e hilarantes están en las manos de cuatro intérpretes masculinos a cada cual más divertido. Realmente divertido en su doble papel de coronel húngaro y duque está Douglas Fairbanks Jr. El conde Mario es un desatado Cesar Romero. Pero se llevan la palma los secundarios: el mayordomo de Angelina, Luigi (Harry Davenport, ¿recuerdan al doctor de Lo que el viento se llevó?) y el soldado a las órdenes del coronel húngaro y el duque (maravilloso Walter Abel). Con ellos se recupera la magia Lubitsch. Cesar Romero convertido en gitano adivino tiene una escena graciosísima junto a Angelina y el coronel húngaro. El coronel húngaro, Douglas Fairbanks Jr., no sólo está divertido sino también atractivo y romántico. Luigi (Harry Davenport) tiene las frases justas y adecuadas para provocar la risa. Y por último el maravilloso Walter Abel que siempre acude a los gritos-llamadas de sus correspondientes jefes para que le hagan todo tipo de observaciones o para que simplemente le digan buenos días o buenas noches… a gritos. Sus caras son un poema. Y él jamás pierde ni la humanidad, ni la dignidad. Tiene uno de los diálogos más jugosos en el que dice al coronel húngaro que el mundo está dividido en los que gritan y los que saltan ante esos gritos. Le explica que él está en el grupo de los que saltan y el coronel es de los que grita…

La escena culminante, divertida y romántica hasta el paroxismo es el sueño que tiene el coronel húngaro con Angelina. Ahí cantan la canción más conseguida. Bailan encima de la mesa… siendo el súmmum del amor. Ahí el coronel es inspirado por su dama y capaz de hacer lo imposible… (incluso dejarse matar por la amada…). Ahí se muestra la fuerza femenina (en las películas de Lubitsch siempre llevan la voz cantante) y hay un cambio de rol divertidísimo donde una Betty Grable con un salero increíble toma en los brazos a su amado y le sube por las escaleras… descabellado.

No sabemos cómo hubiera quedado el testamento fílmico de Lubitsch si hubiera estado absolutamente rodado por él… pero lo que queda de su espíritu (y el tesón de Preminger en no traicionar del todo su esencia) es una obra cinematográfica que despierta más de una risa. Un paraíso artificial para tomar como medicina en tarde otoñal…

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