The deep blue sea (The deep blue sea, 2011) de Terence Davies

La voz en off de Hester Collyer lee una carta de despedida a su amante Freddie. Paseamos por una calle londinense de posguerra que nos lleva hasta una ventana en la que asoma el rostro de una mujer, la propia Hester (Rachel Weisz), que cierra las cortinas de su apartamento y prepara cuidadosamente su suicidio. Fundido. Cierra el cerrojo de la puerta. Fundido. Coloca una toalla bajo la ranura. Fundido. Prepara la cama. Fundido. Enciende el gas. Fundido. Se toma unas pastillas. Fundido. Se tumba. Y aturdida entre el gas que se escapa, la depresión que arrastra y las pastillas que consume nos hunde en sus emociones más profundas. En unas emociones reconstruidas que nos sitúan en el alma de una mujer rota, cubista. Hester entre dos hombres en un país derrumbado como sus propias emociones. En un despacho un hombre mayor y metódico lee su correo, al lado, en un sillón se encuentra Hester. Los dos se miran y se sonríen. Después vemos el rostro de Hester. De sus ojos se deslizan las lágrimas. En una especie de club Hester está tumbada y se acerca un joven apuesto, ella se ilumina, y él como un héroe hermoso le dice palabras amables. Dos cuerpos desnudos se enredan y se aman. En diez minutos sin apenas palabras el director británico Terence Davies, con el romanticismo exacerbado que se desprende del concierto para violín y orquesta opus 14 de Samuel Baber, atrapa irremediablemente a un espectador que ya se encuentra atraido por el mundo interior de una mujer enamorada y rota a la vez.

The deep blue sea es un melodrama desatado y elegante que te mantiene en un estado catatónico desde el primer instante hasta que en una maravillosa estructura circular Hester vuelve a asomarse a la ventana pero esta vez para abrir las cortinas y devolvernos a esa calle devastada por la guerra (como el interior de la protagonista) en la que corretean unos niños que anuncian que la vida sigue…, continúa.

Cada uno de los personajes se encuentra en sus cárceles íntimas en un mundo que se ha ido desmoronando a su alrededor pero que ha sobrevivido a una dura guerra y ahora trata de hacer frente a una dura posguerra…: Hester, su marido el juez William Callyer (Simon Russell Beale) y el amante Freddie Page (Tom Hiddleston), un joven ex aviador que no se acostumbra a los tiempos de paz…

Y es que Hester trata desesperadamente de escapar de su encorsetada y aburrida vida que la hace permanecer segura pero vacía. Trata de huir de una educación conservadora y espartana donde no hay sitio para el placer, el deseo, los sentidos. Donde no hay posibilidades de sentir. Se encuentra con un marido que la protege y ama, la cuida, pero no la hace temblar. Y se enfrenta a una suegra castradora que representa la rígida moral que acompaña esos tiempos y a los recuerdos de un padre igual de represor… Entonces en su camino se cruza el bello héroe de guerra. Un hombre vital que disfruta de los placeres y la hace sentir y vibrar… Pero que esconde a un hombre frustrado, inseguro y perdido en tiempos de paz, que se deja llevar por la bebida… pero que vive, siente, toca, vuela y la arrastra a un mundo de sensaciones y sensualidad. Estar con su amante supone un pacto ilusorio de libertad, de no pedirse nada el uno al otro, de no pertenecer… Pero pronto descubre que se encuentra encerrada en dos tipos de amor… y que no logra ser feliz porque su jaula sigue cerrada.

Volver con su esposo, enamorado, supone ser una muerta en vida. Estar con su amante conlleva ser letales el uno con el otro, el otro con el uno. Porque uno siente la vida a lo cubista (Hester) y otro se escapa al impresionismo sensual de Monet (Freddie). Y en esa encrucijada… cuando se encuentra en absoluta soledad esperando al amante que ha olvidado su cumpleaños, nos encontramos a Hester. Todo el remolino de emociones transcurre en unas horas, apenas en un día (con su noche)… pero sólo a través del prisma emocional de Hester viajamos a los recuerdos y a la nostalgia que reconstruye su vida junto a William y a Freddie. Y entre esas emociones y recuerdos la acompañamos en un anochecer en el que su vida pega otro giro brutal pero que la permite, quizá, empezar desde cero.

El espectador se ve envuelto por cristales a través de los cuales ve a los protagonistas, pub llenos de gente que se agolpa y se acompaña, apartamentos oscuros con lámparas que iluminan lo justo, puertas que se cierran o se abren, ventanas con cortinas, espejos donde se reflejan los rostros (y mucho más), una cabina telefónica que se convierte en una pequeña cárcel, luces de velas y farolillos, todo envuelto por un color ténue (casi sombrío), escaleras por donde transcurre la vida, callejones oscuros, una estación de metro, lluvia y el humo envolvente de los cigarrillos. En el corazón de Hester habita la tristeza, la soledad y la melancolía pero también una sensibilidad especial para atrapar los recuerdos, las emociones y las sensaciones.

Terence Davies conoce los mecanismos del melodrama exacerbado y nos hace llegar al éxtasis en varios planos-secuencia donde la música sigue elevando las emociones hasta alturas insospechadas. Así vivimos una regresión en plena guerra donde una estación de metro se convierte en refugio y donde todos se unen para combatir el miedo entonando una canción tradicional triste, Molly Malone. O una de las veces que nos metemos en un pub en el que Hester es feliz con su amante. Ambos se funden en un cántico con todos los presentes que al unísono entonan un éxito de los cincuenta You belong to me. Entonces nos trasladamos a una escena íntima en la que los amantes bailan esta misma canción pero esta vez con la voz de una de las intérpretes que la convirtió en mítica, Jo Stafford.

Confieso que ha sido mi primera incursión en el cine de Terence Davies (y ahora me muero de ganas por conseguir otros títulos de su filmografía) pero he vibrado porque bebe de las raíces del melodrama y porque me ha contado una historia con un uso del lenguaje cinematográfico que me ha llegado hasta la médula. Terence Davies adapta una obra teatral del dramaturgo y también guionista Terence Rattigan. Yo el nombre de Terence Rattigan lo recuerdo porque Delbert Mann adaptó en cine otra de sus obras en una película que me gusta mucho Mesas separadas (1958) o porque el guion (que adaptaba una obra teatral propia) de El príncipe y la corista (1957) de Laurence Olivier lleva su nombre. Pero volviendo a lo que nos interesa Davies rescató entre todas sus obras como dramaturgo, The deep blue sea (1952) y la ha transformado en puro lenguaje cinematográfico. Curiosamente ya hubo otra Hester Collyer cinematográfica con cara de Vivien Leigh (y sinceramente me la imagino en este personaje) en la película del mismo título que dirigió en 1955 Anatole Litvak, película que todavía no he visto.

Pero fueron dos películas británicas, mientras me zambullía en el mundo de Hester, las que me vinieron a la cabeza. Dos películas británicas que además de ambientarse más o menos en la misma época también plantean un torbellino de emociones en las que siempre hay una protagonista femenina atrapada que se debate entre el amor conyugal y seguro y el amor pasional al lado del amante… rodeada de un mundo devastado por la guerra que trata de reconstruirse. Las raíces literarias de las tres historias son muy distintas (Terence Rattigan, Graham Greene y H. G. Wells) pero sin embargo las coincidencias narrativas las unen en una trilogía cinematográfica que nos ofrece tres retratos femeninos en la misma encrucijada que resuelven de distinta manera.

Una es Vivir un gran amor (1955) de Edward Dmytryk que adapta a Graham Greene y nos ofrece la historia de Sarah Miles (Deborah Kerr), esposa de un funcionario británico, que conoce en una fiesta a un escritor americano (Van Johnson) y en plena II Guerra Mundial se enamoran locamente y derriban todas las barreras. Pero inexplicablemente para un desolado amante, Sarah rompe bruscamente su historia en común. Y la otra, la descubrí hace muy poco, es Amigos apasionados (1949) de David Lean que relata las emociones de Mary Justin (Ann Todd) que vive cómodamente casada con un marido más mayor que ella (sin embargo ambos gozan de una evidente complicidad y pragmatismo respecto el matrimonio) pero se vuelve a cruzar en su camino un amor de juventud (Trevor Howard). El triángulo vuelve a estar servido. Mary Justin también vive un momento crucial en una estación de metro.

El melodrama sigue vivo y regresa con nuevas lecturas que enriquecen el género además de recuperar continuamente la mejor narración cinematográfica. Desde finales del siglo XX hasta la actualidad la veda del melodrama está abierta con obras cinematográficas tan significativas como El fin del romance de Neil Jordan (que vuelve a retomar la historia de Vivir un gran amor), Lejos del cielo donde Todd Haynes vuelve a leer el melo a lo Douglas Sirk en pleno siglo XXI o este mismo director nos regala la cuidada serie de televisión Mildred Pierce con un depurado y elegante uso de las claves del género.

The deep blue sea supone un paseo por emociones desatadas, amor fou, nostalgia, recuerdos y todo un abanico de imágenes que te sumergen a un estado de éxtasis difícil de controlar. El espectador acompaña irremediablemente a la catarsis emocional de Hester…

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