El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011) de Béla Tarr

Y dice el Génesis que Dios creo el mundo en seis días y el séptimo día descansó. Y Béla Tarr filmó la desesperación y la nada en seis días y el séptimo día se retiró.

Así la primera película que veo de Béla Tarr es la que el propio creador dice que va a ser su última obra cinematográfica. De El caballo de Turín sales con el corazón encogido y con la desolación en el rostro. Así como otras creaciones cinematográficas me parecen absolutamente vitalistas, El caballo de Turín es despiadamente hermosa pero nihilista. Te enfrenta con la nada, con la cotidianidad del eterno retorno. Todos tus días serán iguales con pequeños cambios… importantes. Todo dirige hacía un final. La vida es un largo día repetido hasta que llega la oscuridad absoluta. Despiadadamente hermosa porque sus imágenes te acompañan en el día a día y el estado que te provoca también.

Despiadamente hermosa porque su puesta en escena deslumbra. En un blanco y negro impecable y unos planos secuencia eternamente largos, eternamente detallistas vamos pasando día a día. Naturalezas muertas. Dos patatas hervidas. Una botella de aguardiente y dos pequeños vasos. El sonido del viento interminable… Una cierta distancia hacia lo que estamos viendo… y una extrañeza. Un narrador omnisciente y dos personajes… Rituales cotidianos. Un pozo… Un paisaje solitario, como de western pionero. Una ventana, única salida a un mundo cerrado. Y un caballo que se rebela o se rinde ante la nada…

En un fondo oscuro la voz en off nos cuenta una anécdota que tiene como protagonista a un caballo y al filósofo Nietzsche. Una anécdota que relata la muerte en vida del filósofo. La voz cuenta cómo en 1889 en una plaza de Turín, el filósofo vio cómo un cochero maltrataba a su caballo y cómo Nietzsche se lanzó al cuello del caballo pidiéndole que perdonara a la humanidad. A partir de ese momento el filósofo no volvió a escribir una palabra, y cayó en la locura. Dicen que momentos antes de morir tan sólo dijo: “Madre, soy un idiota”… La voz añade… que nada se supo del caballo.

Entonces empieza un espectacular plano secuencia de un caballo y un cochero que regresan a una casa en paisaje desolado e invadido por una tormenta de aire. Ese caballo y ese cochero viven con una muchacha-mujer, que es la hija del cochero… y así vivimos seís días con ellos. En sus repetitivos días, de miseria y tristeza, se suceden sus hábitos cotidianos que les obligan a vivir el día a día, a despertarse y existir. Pero algo sucede. Algo que hace que cada día sea distinto. Un día las carcomas dejan de sonar. Otro día llega un vecino para pedirles aguardiente y suelta un discurso sobre los otros, sobre la corrupción…, otro día llegan unos gitanos que se van a las Américas, otro el caballo se niega a moverse y a comer, otro ocurre algo inesperado en el pozo… Y al final la oscuridad. Aunque nos quedan las palabras del cochero: mañana, volveremos a intentarlo. Tienes que comer, debemos seguir comiendo… Un esfuerzo por repetir, por no hundirse.

Llega la oscuridad y los títulos de crédito. Y te levantas como si salieras de un estado de hipnosis. Con angustia en el alma, desolación… y muchas ganas de reflexión. Pero llegas a tu casa, despacio, y piensas y entiendes. “Madre, soy una idiota”. Y puede que llores. Y que no olvides las imágenes… ni el ruido del viento.

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