Le Havre de Aki Kaurismäki

Quizá la primera película que vi de Kaurismäki fue La vida de Bohemia y lo recuerdo con cariño. Desde que la vi en el momento de su estreno no he vuelto a rescatarla. Pero tengo imágenes en mi retina que no se borran. Es curioso. Desde ese momento siempre que he podido he acudido a una sala de cine para ver a Kaurismäki. No he visto toda su filmografía pero a la que he podido acceder siempre ha supuesto una agradable inmersión a su particular mundo (Lenigrand Cowboys go America, La chica de la fábrica de cerillas, Nubes pasajeras, Un hombre sin pasado, Luces al atardecer). Su estilo hierático que alcanza lo näif. Su aparente distanciamiento. La ternura de sus personajes. Su pesimismo triste o su optimismo esperanzador. Sus personajes siempre al margen. Ese uso tan peculiar y hermoso del color y del detalle. De los silencios. Esa cercanía a los expulsados, los excluídos, los diferentes. Esa presencia de los perros con humanismo en la mirada…, como su perra Laika. Y esa querencia por unas bandas sonoras especiales o por la presencia de extraños ‘grupos musicales’ que dan sus conciertos ‘en directo’. Lo especiales que son sus actores fetiches.

 

Y si nombré La vida de Bohemia… es porque Le Havre sigue los pasos de uno de esos tres bohemios en blanco y negro. Marcel (André Wilms), que ahora vive como zapatero ambulante en Le Havre, ciudad portuaria. Un Marcel bohemio y mayor que vive con la mujer de su vida (una de sus actrices fetiche, Kati Outinen) en un barrio proletario con sus colores especiales. Y Kaurismäki en su historia que habla de milagros cotidianos nos muestra que este triste pesimista (que es Kaurismäki) a pesar de los pesares cree en los seres humanos, en la bondad de los desconocidos. Y que sólo la solidaridad social puede obrar momentos-milagro. Y aunque la apariencia es la de un cuento Le Havre exuda autenticidad por sus poros. Son los excluidos, los marginados, los que protagonizan una historia de solidaridad y justicia social con la aportación y colaboración de un inspector criminalista que nada tiene que ver ‘ni con Hacienda ni con Inmigración’ y que harto de ser un hombre gris y desencantado decide creer, por una vez en el ser humano, y echar una mano a esta comunidad de vecinos que se unen para que un niño inmigrante alcance la ‘tierra prometida’, Londres.

 

Así el director filandés nos vuelve a hacer partícipes de su universo con metáfora final donde en un barrio humilde y proletario puede verse un hermoso y solitario almendro en flor. Así nos habla de nuevo de los excluidos y los inmigrantes pero con un poso de optimismo y un humor seco pero tierno. Y hasta nos regala un milagro médico. Porque sin duda da fuerzas creer en las personas. Es algo contagioso y fuerte. Así entre una panadería, una frutería y un bar de barrio, hogares pobres pero con detalle, una habitación de hospital, y calles frías se escapa un humor pausado, crítico pero bañado de ingenuidad y ternura, unos diálogos justos pero profundos de palabra precisa. Así con un perro, un niño inmigrante, un bohemio, una mujer enferma, un frutero, una panadera, un vietnamita que tiene papeles de chino, un inspector desencantado y un ‘concierto de música benéfica que está de moda’ de la mano de un abuelo roquero (Little Bob), el director logra que salgamos de la sala de cine con una pequeña esperanza.

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