Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960) de Richard Quine

Richard Quine realizaría en 1960 dos bellas películas sobre amores imposibles. Dos interesantes melodramas: El mundo de Suzie Wong (que me encantó y la vi varias veces cuando tenía un vhs con ella… ahora no he vuelto a recuperarla en dvd) y Un extraño en mi vida (la obra cinematográfica que nos ocupa en este texto). Dos películas que casi nunca son muy nombradas en listas de grandes clásicos. Y sin embargo las dos son cinematográficamente exquisitas y con unas historias que llegan y calan. Richard Quine tampoco es un director de gran prestigio y muy conocido. Su carrera es irregular y diversa en géneros y peculiaridades. Pero es un tipo interesante con unas obras cinematográficas a tener en cuenta.

Un extraño en mi vida presenta como el american way of life tiene muchas fisuras y deja al descubierto como los hombres y mujeres que tratan de construir unas vidas perfectas son eternamente insatisfechos e infelices. Y, sobre todo pone en escena el vacío existencial y el aburrimiento que acompaña esta perfección. Y ahí en una ‘perfecta’ y ‘ordenada’ localidad (localidades-cárceles) se desarrolla una historia de adulterio, pasión y amor insatisfecho. Pero también deja reflexiones sobre la creación artística… sobre si seguir la corriente existente al escribir una novela o construir una casa o dejarse llevar por lo que uno lleva dentro sin importarle los índices de venta, las modas o pensar en las buenas o malas críticas… Un extraño en mi vida es el reflejo, en una puesta en escena muy cuidada, de una forma de vida (también de un época) que caló y cala (no, no todavía no ha terminado esta visión, el sueño de un tipo de vida determinado, que si se alcanza como muestran los protagonistas puede ser fuente de infelicidad e insatisfacción) en hombres y mujeres. ¿Cómo seríamos felices? Se convierte en pregunta eterna.

Richard Quine crea metáforas visuales en Un extraño en mi vida y sobre todo es una canción de amor sensual y apasionado hacia un personaje (Maggie) encarnado por una mujer real, Kim Novak. Quine estaba enamorado de Novak y aquí en cada fotograma lo desgrana. En cada fotograma se declara. De manera elegante (sí, se puede), convierte a Novak en objeto de obsesión, deseo, sensualidad, seducción… y amor no correspondido. Y la Novak engatusa con su belleza siempre distante (pero pasional) y una voz calida, grave, susurrante y sensual… El hombre que la desea y ama es un arquitecto. Un Kirk Douglas que es presentado como un hombre seguro de sí mismo, de su entorno, de su trabajo, de sus amigos, de su familia… pero en realidad inmerso en un pozo de inseguridades, insatisfacciones y miedos que ve en Maggie y en la casa que está construyendo una posibilidad de sentirse completo.

Así surge la metáfora de la casa que construye para un escritor de éxito. Una casa ‘ideal y libre’ cuya construcción dura lo mismo que la relación adultera. Una casa como dice Maggie al final que en realidad es la suya (la de ambos), que representa la posibilidad de haber vivido para siempre juntos. Como dice Coe, el arquitecto, la casa en la que construiría un foso para que siempre estuvieran solos y aislados, amándose. A partir de ahí se desarrolla un final amargo donde los amantes renuncian a un posible ideal y se quedan con sus perfectas y aburridas vidas. Quizá ese posible ideal hubiera terminado conviertiéndose en otra ‘cárcel’ para ambos. Ahora con el recuerdo de una posibilidad…

Ambos son adúlteros pero no quieren hacer daño a su entorno (o ¿es cobardía o es inseguridad?). Ambos tienen una vida ya construida pero la ruptura de ese modo de vida los remueve y por ello los convierte en más humanos. Así como los personajes secundarios que se mueven a su alrededor. Con todas sus virtudes y miserias. Con todos sus vacíos y mezquindades. Por ahí pulula el escritor play boy, el ama de casa diligente, el marido frío y poco pasional, el vecino cotilla y desagradable (un Walter Matthau genial en su cometido), la madre que ha vivido…

Por ahí vemos las calles perfectas, los niños perfectos, las fiestas perfectas, los supermecados perfectos, las casas perfectas… y una frialdad que se rompe cuando se desatan las pasiones, que confunden a los personajes pero al fin al cabo les hacen vivir y sentir.

Así Richard Quine emplea una puesta en escena elegante desde que empieza la película y enfoca por primera vez a Kim Novak como la nueva y bella vecina. Emplea perfectamente el lenguaje del melodrama. Así como los sucesivos encuentros entre los amantes. O cómo los personajes se mueven y ‘disponen’ por las habitaciones de las casas. Cómo enfoca la espalda y la nuca de ella. O cómo va mostrando la construcción de la casa y de la relación. Hay un cuidado tratamiento del color. Unos diálogos certeros por un buen trabajo de guión del propio novelista (que se adapta al lenguaje cinematográfico) Evan Hunter y una hermosa banda sonora de George Duning. Pero si hay algo que también llama la atención durante todo el metraje es la continua pasión y sensualidad contenida. En cada uno de los encuentros de los dos amantes. O en esa fiesta donde los amantes no pueden mostrar que se conocen y no pueden estar juntos. En la sensualidad que brota de Maggie-Novak cuando se siente sola o poco deseada. O también una violencia sexual oculta (misoginia escondida pero transparente en cada uno de los hombres de esta historia, y de esa mentalidad —y ahora tampoco estamos tan adelantados—, y también en la actitud de las mujeres) sobre todo evidente en el amago de seducción violenta del vecino chismoso (de nuevo Walter Matthau) hacia la esposa del arquitecto (una estupenda Barbara Rush, actriz para recordar que tenía experiencia en el melo de Sirk) o en esa confesión que realiza Novak sobre una agresión sufrida a un Douglas perplejo (que se comporta como un ‘macho’ sin un ápice de comprensión hacia la mujer deseada… aunque luego se da cuenta de lo que ha hecho…) o en ese plano final de una Novak llorando en su coche y cómo la mira desde fuera un joven cazador (como si fuese una posible presa). Otro aspecto cuidado es la ambientación, la indumentaria de los personajes, la decoración de las casas, las calles, el parque de atracciones…

Y cada uno de los intérpretes y secundarios construyen personajes interesantes desde el escritor exitoso y vacío con rostro del cómico Ernie Kovacs (que murió al poco tiempo en un accidente de tráfico) en una encarnación de un personaje patético y triste. Hasta ese vecino que continuamente  chismorrea, juzga pero es de lo más mezquino (Walter Matthau). O esa madre que pide a su hija menos frialdad en su vida y que sepa ponerse en el lugar del otro, que sepa apasionarse un poco (Virginia Bruce, una actriz de larga, larga carrera). Y también esa ama de casa y esposa amantísima pero que no tiene un pelo de tonta, la morena Barbara Rush.

Pero sobre todo una pareja protagonista con una química especial. Kim Novak y Kirk Douglas parecen realmente que cometen un adulterio y que se desean y aman. Hay una escena preciosa en la que Maggie pregunta a su amante por cómo se afeita ese hoyuelo que tiene. Kirk Douglas tenía en su hoyuelo un signo de distinción que es aprovechado para su personaje de arquitecto perdido en un mar de sentimientos.

Un extraño en mi vida es una película melancólica que delata el enamoramiento de un director hacia su actriz protagonista…

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