La furia (The fury, 1978) de Brian de Palma

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Si leemos uno de los artículos de Guillermo Cabrera Infante, “El brillante Brian (De Palma)”, en su faceta de crítico cinematográfico, recopilado en el libro Cine o sardina, nos encontramos con que escribe esto, refiriéndose a La furia: “La factura de este film hermoso visualmente (el mejor que ha hecho De Palma hasta ahora) no solo es impecable sino obra de un virtuoso artístico, de un técnico maestro, de una brillantez rara aun en un cine técnicamente tan perfecto como el cine americano actual”. Y es que, particulamente, De Palma es un director que domina la forma y con el contenido vuela a veces hacia la racionalidad y otras al delirio. La furia es puro delirio dentro de una factura visual brillante. Aunque por ahora, sin ninguna duda, de su filmografía me quedaría con Atrapado por su pasado (Carlito’s Way).

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Crimen en las calles (Crime in the streets, 1956) de Don Siegel

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Entre Rebelde sin causa de Nicholas Ray y West Side Story de Robert Wise y Jerome Robbins nos encontramos con Crimen en las calles de Don Siegel… películas que siguen una senda que puede rastrearse en el cine norteamericano, las pandillas de delincuentes juveniles. Pero es en los cincuenta y sesenta donde surge prácticamente un subgénero con antecedentes ilustres. Las formas de tratarlo son varias desde un realismo social duro y sucio a otro más idealista que apela a la figura del maestro, trabajador social, cura o policía para poder enderezar los caminos torcidos del joven delincuente con o sin causa. Por otra parte este cine generaba (sobre todo en los 50 y 60) jóvenes intérpretes masculinos que ejercían su papel de adolescente atormentado… y se convertían en estrellas.

Si este tipo de película caía en manos de directores con una cierta sensibilidad hacia el personaje del perdedor (como Nicholas Ray y sus adolescentes) o de un buen director del sistema de estudios como Don Siegel (especializado en películas ‘duras’) surgen obras de interés como la que nos ocupa. Algunas veces tan sólo se aprovechaba la ‘moda’ de chicos malos y salían películas como Salvaje donde un actor como Marlon Brando se convertía en un icono.

Sin embargo el cine americano siempre reflejó a pandillas de jóvenes problemáticos. Hay una cierta tradición. Así podemos centrarnos en el nacimiento cinematográfico de los The Dead End Kids en esa pequeña joya de realismo social de William Wyler, Calle sin salida (1937). Esa pandilla de intérpretes también estuvo magnífica como el grupo que admira al gánster en Ángeles con caras sucias. Durante esta década de los treinta también estaba un Spencer Tracy con sotana enderezando a jóvenes rebeldes con un líder con rostro de Mickey Rooney en Forja de hombres.

Para Crimen en las calles Don Siegel oscila entre un cine realista donde se refleja la vida de un barrio marginal y sus gentes y un cine que aboga por un cambio social gracias a la implicación de agentes transformadores como en el caso de esta película, un trabajador social o un familiar cercano (como el hermano pequeño del protagonista).

Así nos presentan a una familia disfuncional, la familia Dane donde una madre agotada y trabajadora mantiene a un adolescente problemático y al más pequeño. El adolescente problemático y arisco tiene el rostro de John Cassavetes (futuro director de cine independiente) que seguiría la estela de rebeldes atormentados. Éste es líder de una pandilla que se enfrenta a otras pandillas y que además aterrorizan y molestan a los vecinos del barrio. El joven Dane tiene el odio enquistado en el rostro y no permite que nadie le toque, tiene ataques de furia y va golpeando todo lo que se le cruza por delante. Ante la denuncia de un vecino por lo que detienen a uno de sus compañeros… decide que hay que matarlo. Casi ninguno de los miembros de la pandilla le apoyan sólo dos, un chaval de quince años con cara de Sal Mineo y otro muchacho que no parece estar muy equilibrado emocionalmente con el rostro de Mark Rydell (también futuro director de cine) que se convertirán en sus cómplices.

En ese barrio además de los vecinos se encuentra Ben Wagner (James Whitmore), un trabajador social que trata siempre de comunicarse con los jóvenes, apoyarles y tratar de apartarles de la delincuencia. Wagner es un tipo duro que no se rinde aunque a diario en su trabajo no recibe más que malas caras y malas contestaciones. Pero no se cansa de intentar cambiar las cosas… y trata de acercarse al joven Dane.

Don Siegel junto a sus jóvenes intérpretes consigue una película con ritmo, cierto suspense, aires de cine negro y drama social. Así empieza de manera fuerte mostrando un enfrentamiento entre dos pandillas en un descampado. Después se presenta la intimidad en un ambiente de pobreza donde viven los jóvenes y el reflejo de su vida cotidiana. Y luego se genera el suspense y la tensión sobre si el joven Dane y sus dos cómplices cometerán el asesinato que cambiará para siempre sus vidas o no.

Así Crimen en las calles se convierte en una película muy interesante de ver porque además de estar bien contada ofrece la oportunidad de descubrir por primera vez en una pantalla de cine a John Cassavetes (está especialmente bien en sus diálogos con el trabajador social) o seguir la carrera del malogrado Sal Mineo que empezó especializándose en jóvenes problemáticos.

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Amor y clases sociales: Un lugar en la cumbre (Room at the top, 1959) de Jack Clayton/ Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971) de John Cassavetes

Y dicen por ahí que la clase social es un término obsoleto. Pero yo miro alrededor y cómo marcha el mundo y no lo tengo tan claro. Creo que es un término que sigue vivito y coleando. Sólo hace falta observar y ver cómo la igualdad de oportunidades o la igualdad en derechos y deberes es algo muy lejano… es más sigue cada vez rasgándose más una enorme brecha con dos clases claras que no desaparecen: los que más tienen (y que además suelen acumular poder económico y político) y los que menos tienen (que suelen estar bastante fastidiados y en esta etapa de crisis se ve cómo cada ‘medida’ de los que tienen mucho les va jodiendo un poquillo más su situación económica y laboral). Ah, la famosa clase media sigue intentando con la soga al cuello seguir siendo media. Pero el amor, el amor… siempre está presente y a veces sirve como excusa para alcanzar un cierto estatus social y adquirir los derechos, deberes y oportunidades de los que más tienen (aunque hay que pagar un alto precio por ello) y otras sirve para que dos seres solitarios en sus respectivas clases y sin nada en común… de pronto sientan una oportunidad de futuro… Así nuestra sesión doble nos deja un drama social sin concesiones en un momento en que Gran Bretaña estaba gestando su free cinema y una extraña ¿comedia? de cine independiente americano con forma de cuento con final feliz.

Un lugar en la cumbre (Room at the top, 1959) de Jack Clayton

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¿Cuál es el drama de Joe Lampton (Lawrence Harvey)? Su lucha entre ‘trepar’ socialmente cueste lo que cueste u optar por un amor verdadero y sin máscaras pero que le asegura su continuo viaje en los márgenes de la sociedad.

En esta lucha se debate entre su historia con dos mujeres: la niña pija y enamorada (pero no tan inocente como nos parece y con la carga de todos los prejuicios sociales en los que la han educado cuidadosamente) Susan Brown (Heather Sears), hija del hombre de negocios más rico e influyente de una pequeña localidad de Gran Bretaña o Alice Aisgill (Simone Signore), mujer desarraigada, desencantada, transparente y sin máscaras que vino de París y se quedó en Gran Bretaña atrapada en un matrimonio que la corroe y la hace infeliz.

Su obsesión con Susan Brown le convierte en el joven trepa capaz de todo con tal de alcanzar una buena posición económica, social y laboral y el acceso a los círculos de poder sin sentir el rechazo y el desarraigo.

Su amor por Alice le abre la posibilidad de ser un hombre libre y feliz aunque trabajando duro, viviendo con dificultades y luchando contra la hipocresía social.

En el camino de esta batalla, vence la parte trepa de Joe Lampton que reniega de su origen y pasado (pero al final convertido en una marioneta manipulada por todos —no vaya a ser que salte algún escándalo, mejor que esté satisfecho y calladito— y porque el destino le depara sorpresas y giros que no esperaba) y queda una víctima por el camino, Alice (rechazada por todos por ser el único personaje sin máscara alguna en el rostro)…

Inolvidables los encuentros y desencuentros entre Alice y Joe en habitaciones clandestinas, lejos del mundanal ruido, y su intercambio de cigarrillos. O en calles y playas solitarias. Queda, para siempre, la despedida en una estación de tren.

Jack Clayton (que también es el creador de esa joya que es Suspense) muestra su elegancia a la hora de rodar así como en la puesta en escena de una historia con varios escenarios que muestran los distintos mundos en los que viven cada uno de los personajes. Y la película llega a esa cumbre que nombra el título en castellano por la creación de un buen personaje como el de Alice con el rostro desencantado de la actriz francesa Simone Signore así como la confirmación de una prometedora carrera (que se quedó en prometedora) del actor de origen lituano, Laurence Harvey (que dejó sin embargo películas inolvidables y extrañas como El mensajero del miedo).

Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971) de John Cassavetes

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Minnie y Moskowitz no pueden ser más distintos ni pertenecer a mundos más diferentes. Pero los dos se sienten igual cuando se encuentran: solos y por distintas circunstancias en el margen. Ambos son polos opuestos y es imposible pensar una historia de amor entre ambos y que pueda llegar a funcionar.

Minnie y Moskowitz cuentan con los rostros de Gena Rowlands y Seymour Cassel, de la ‘familia cinematográfica’ de John Cassavetes y se desnudan con unas actuaciones increíbles en una sencilla película que cuenta una pequeña historia de amor… en un principio imposible.

Ella es Minnie, una mujer que trabaja en un museo, culta, hermosa con una buena posición social pero tremendamente solitaria y desencantada. Acaba de terminar una tormentosa relación con su amante, un hombre casado. Y se da cuenta de que su futuro no es más que la soledad. Se encuentra emocionalmente vulnerable.

Él es Moskowitz, un hombre sin ambición alguna, que vive de un lado para otro (que cuenta con la ayuda económica de su madre) y trabaja como aparcacoches. Tiene problemas para relacionarse, no sabe comportarse ni le importa y busca por las noches compañía de distintas mujeres.

Los dos se encuentran, precisamente, en el aparcamiento de un restaurante cuando Minnie no puede deshacerse de un hombre con el que ha quedado en una especie de cita a ciegas. Y así empieza su relación… cuatro días de desencuentros y encuentros, de discusiones, de negar que ahí puede haber una historia o una posibilidad de futuro (sobre todo por parte de Minnie, Moskowitz dice que él no piensa tanto, que lo tiene claro). Y entre viajes en coche, visitas a restaurantes, paseos nocturnos, peleas… un baile y una canción de amor… Los dos deciden apostar por un futuro juntos y quizá amarse. Nadie apuesta por la relación… ni siquiera el espectador que asiste alucinado a los encuentros absurdos de unos amantes extraños (pero a la vez esos momentos esconden una emoción… una belleza, una posibilidad de algo). Ella no ve en el rostro de él al hombre amado, al que busca mientras ve películas antiguas en las salas de cine. Y él ¿esta vez va en serio? ¿Será capaz de aspirar o comprometerse con algo?

Tan sólo sabemos que coinciden en una cosa: los dos aman ir al cine y sobre todo aman las películas de Bogart (a ser posible acompañado de Bacall).

Y de pronto son los personajes los que se rebelan contra todos y contra todos los prejuicios posibles. Y son Minnie y Moskowitz los que demuestran que también ellos tienen derecho a protagonizar una bonita historia de amor… Y se convierten en personajes transgresores que solicitan el derecho a protagonizar una película con final feliz.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.