Ciclo de cine italiano (y III). Más allá de los directores estrella

Vida de perros (Vita da cani, 1950) de Steno y Mario Monicelli

Vida de perro

Steno y Mario Monicelli trabajaron en unas ocho películas juntos y una de ellas fue Vida de perros, una deliciosa tragicomedia, género en la que los italianos son estrella. La risa y el llanto, como la vida misma, se reúnen en esta crónica sobre las aventuras y desventuras de una compañía de variedades que viajan sin parar y llevan sus espectáculos a pueblos y ciudades. Trenes, hospedajes de mala muerte, escenarios de todo tipo, bares y restaurantes…, pero el espectáculo, pase lo que pase, siempre debe continuar. La compañía gira alrededor de su director: que cuida y acoge a todos. Pícaro y hombre bueno, trata siempre de suplir, como puede, los inconvenientes económicos. Él es un estupendo Aldo Frabrizi, que construye un personaje precioso. Vital, siempre adelante y capaz del sacrificio amoroso para no convertirse en obstáculo de una joven promesa.

Por una parte está la fuerza arrasadora del personaje del director de la compañía y, por otro, el destino de tres de las integrantes que aportan las gotas tragicómicas de la película. Por una parte, la bella y fría Franca (Tamara Lees) que deja todo, novio incluido (un Marcello Mastroianni al principio de su carrera), para huir de la miseria. Para ella la compañía es solo un paso para conseguir un marido rico. Ella es la protagonista de la historia más melodramática. Parece la más fuerte y, sin embargo, se mostrará la más herida, frágil y vulnerable. Vera (Delia Scala) es la chica trabajadora, enamorada de su novio de toda la vida, pero no bien vista por el padre de este. Ella da el tono costumbrista y social a la película. Y, por último, una joven polizonte que huye de su hogar, Margherita (una vital, divertida y encantadora Gina Lollobrigida), que recibe la ayuda del director y se queda en la compañía. Ella es la pieza fundamental de la tragicomedia. Vida de perros es de esas películas que gozan de encanto y que provocan felicidad durante su visionado a pesar de que no evita las tristezas y contradicciones de la vida.

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10 razones para amar West side story (West side story, 1961) de Robert Wise, Jerome Robbins

Romeo y Julieta en New York

Romeo y Julieta en New York

Razón número 1: Romeo y Julieta en Nueva York

Los ecos del dramaturgo Shakespeare atrapan las calles de Nueva York en los barrios más conflictivos. Romeo y Julieta se llaman Tony y María. No hay familias que se odian, sino pandillas. Y los dos jóvenes amantes pertenecen a bandos distintos y se aman con la misma inocencia y pasión que los amantes de Verona. El destino oscuro sobrevuela sobre ellos… y todo lo enreda, hasta que la muerte acaba con la pasión. Si bien María no se suicida ante el fallecimiento del joven amante, sí termina su inocencia.

West side story nació primero en los escenarios de Broadway de la mano del director y coreógrafo Jerome Robbins junto al compositor Leonard Bernstein, para las letras de las canciones contaron con Stephen Sondheim. Y en 1957 empezó su andadura por las tablas con un éxito creciente. En un principio revivían la tragedia de los dos jóvenes amantes con el conflicto de pertenecer a religiones diferentes (católica y judía), pero después la actualidad de las calles de New York les dio el toque final: era la época de las bandas y los puertorriqueños estaban pisando fuerte en las calles de New York. La llamada al mundo del cine era inminente y detrás de las cámaras, además de Robbins, se puso un artesano eficaz del sistema de estudios, Robert Wise. El espectáculo debía continuar… pero en la pantalla blanca.

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Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju

Los ojos sin rostro

Cuando Almodóvar estrenó La piel que habito, fueron varias las voces de críticos que nombraron una referencia: Los ojos sin rostro de Georges Franju. Así se volvió de nuevo a hablar de ella, y a recuperarse en ediciones cuidadas. La película de este cineasta francés es un referente del cine de terror europeo, pero, sin duda, lo que fascina es esa mirada especial de Franju que consigue una historia extraña, violenta, inquietante… y absolutamente poética. Así el espectador se ve empujado por esa mirada triste de una chica desgraciada, delicada y frágil encerrada en su mansión… y que cubre su rostro con una máscara. Un rostro sin expresión, pero que sufre. Y ese sufrimiento permite que otros cometan actos reprobables y salvajes, se salten todo atisbo de moral, por una única finalidad: devolverle su cara. Y ella asiste egoísta y pasivamente a la crueldad ajena, hasta que reacciona (pero por el fracaso continuo del padre y por una pérdida absoluta de la esperanza). De nuevo una femme fatale con máscara de ángel. Su padre es un cirujano plástico capaz de todo tipo de experimentaciones y de practicar trasplantes faciales, sin importarle en absoluto los métodos que debe emplear para conseguirlo; todo para devolver la felicidad y el rostro a su hija (hubo un accidente fatal, del que además se siente culpable). Para ello cuenta con la ayuda de una paciente agradecida (porque sí que la devolvió un rostro bello), tan agradecida que es capaz de todo, que sirve para atraer a jóvenes víctimas, para estar al lado del doctor en cada una de sus intervenciones, para deshacerse de los cuerpos y para estar veinticuatro horas pendiente de la niña triste con máscara.

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