La noche es nuestra

Uffff, y no hay manera, desde Atrapado por su pasado no he logrado que otra película de gangsters, mafias, policías y demás tribus  me vuelva a enganchar. ¡¡¡Qué pasa con argumentos como ése, qué pasa con Padrinos o Érase una vez en América!!! ¿Dónde están esas historias que de principio a fin eran redondas? Ahora nos regalan unos minutos si acaso una hora…, pero al final se desinfla. Así me pasó con Promesas del Este, así me pasó con American Gangster, así me vuelve a pasar con La noche es nuestra (que se queda en un principio prometedor y alguna escena suelta).

Y el caso es que consiguen personajes y ambientación pero de pronto la historia se desinfla y lo que prometía, se deshace. Me falta ver Infiltrados y comprobar si me pasa lo mismo o Scorsese se salva. Lo que no le niego a ninguna de estas películas es que entretienen y te tienen clavada en la butaca. Lo que no le niego a estas películas es que hay intérpretes solventes capaces de personajes maravillosos como Denzel Washington, Rusell Crowe, Vigo Mortenssen o claro está Joaquin Phoenix en el caso que nos ocupa…, etcétera, etcétera.

O unos directores que muestran escenas magistrales como David Cronenberg, Ridley Scott o como este caso James Gray (con mucha menos historia, filmografía y calidad que los otros dos cineastas previos pero que tiene en su haber tres películas que le hacen promesa eterno).

Yo diría que La noche es nuestra es una especie de Padrino al revés, al lado de la ley. Aquí se presenta una familia de policías heroicos (padre –Robert Duvall– e hijo –Mark Wahlberg–) y el oveja negra de la familia (un Joaquin Phoenix perdido en el mundo de la noche con una exuberante novia puertorriqueña, que dirige una macrodiscoteca, que tontea con las drogas y se relaciona con lo más macarra y con las mafias de la ciudad). Las relaciones entre los tres son tensas. En un momento, ya avisa el padre al oveja negra, es la guerra, y tiene que tener claro de parte de quién está si de la familia o si de sus amiguitos los narcos. Y Joaquín muy chulo pasa de lo que le dicen…, hasta que tocan a un miembro de su familia. ¿No les va recordando este argumento? Y, con un buen guión hasta el final, quizá hubiera sido una película interesante y tensa. Pero al final se convierte en cómo un supermacarra se convierte de la noche a la mañana en un superpolicía (vamos que deja el mundo de la noche, del alcohol y de las drogas en un abrir y cerrar de ojos). Y su novia portorriqueña (una Eva Mendes, sensual) no entiende la entrega de su novio a una familia de la que rehuía y ve como pierde al chico que amaba del mundo de la noche…, y no puede.

En fin, ya les digo que una pena. Porque empieza de tal manera que promete y mucho. Ahhh, se me olvidaba, me encanta la escena de una persecución de coches: en uno va un conductor de la policía, Phoenix y la Mendes; en el otro Robert Duvall, el padre policía, y en el de más allá, los malos malísimos, los narcos. Todo bajo una lluvia que todo lo tapa, todo lo borra, todo se lo lleva…

Y también hubiera sido bueno más profundidad en la relación de hermanos –la raíz está ahí…, pero- y ¿qué me dicen de los mafiosos rusos? Ese dulce abuelillo con sus nietos…, Ayyy, ¡¡¡Carlito Brigante!!! y compañía…, venid a rescatarme.

Pequeño homenaje a Charlton Heston

Michael Moore no le regaló la mejor interpretación de la historia…, el viejo Heston, con discurso fanático canta al fusil y avanza, al final, anciano y solo. ¿Confundido? Su discurso sin lógica no vence al Moore que no calla, que le sigue y señala, sin descanso. No fue una buena despedida. Al otro lado de la pantalla Heston era otra persona. Que regaló otros mundos. Mostró su torso desnudo y su cara de héroe griego. Impasible. Saltemos al otro lado de la pantalla blanca.

Ya no podremos pasar esos 55 días en Pekín, la ciudad se queda en sombras, y el mayor espectáculo del mundo, de pronto, se apaga. Los héroes se despiden: El Cid desmonta de su caballo, Moisés deja caer las tablas, Ben Hur baja de su cuadriga. Ya no ruge la marabunta. Las pasiones bajo la niebla terminan, no brillan. Ya no hay ni tormentos ni éxtasis. Los horizontes de grandeza se hunden en los páramos. Los terremotos pierden fuerza. Ya no hay ni príncipes ni mendigos. Y los despertares se quedan dormidos. El último hombre está perdido. Ni los tres mosqueteros encuentran rumbo o tesoro o malvado del que vengarse. Ya no queda sed de mal, sí lágrimas nostálgicas. El planeta de los simios no encuentra humano que recuerde el pasado, a la isla del tesoro no se llega sin brújula o guía… Charlton Heston ha muerto.

La familia Savages

La familia Savages o cómo se enfrentan personas adultas a la vejez y a la muerte. O cómo dos hermanos, cual Hansel y Gretel –como bien explica la propia guionista y directora–, viajan a un mundo al que les cuesta enfrentarse. O cómo Wen y Jon, tremendamente humanos, tremendamente divertidos en sus vidas caóticas y perdidas, descubren que quizá puedan estar más cerca el uno del otro. O cómo un hombre con demencia, que no ha sido el mejor de los padres –mejor dicho ha sido violento y duro–, merece la compasión de los hijos a los que les puede más el terror por una muerte poco digna que el facilitarle un final en condiciones. Sin echarle nada en cara. Sin culparle de sus vidas rotas. Quizá en sus creaciones, en el arte, como dramaturga o como conferencia de teatro oscuro o absurdo.

Y Tamara Jenkins comparte una historia, con dosis de ternura, de cinismo, de risa y de drama sobre un tema del cual huimos. La vejez y la muerte. Que nuestros progenitores se vuelven ancianos y que en un momento dado les veremos morir. La muerte no es bienvenida. Con el complejo de Peter Pan tratamos de alejarnos más y más de algo que nos asusta y rechazamos. Hasta que se nos pone de frente. La directora engatusa desde el principio. Con esa canción infantil tradicional (maravillosa y cruel, preciosa, que también sonaba en esa maravilla que era Rojos) y esas abuelillas que salen entre arbustos ideales vestidas de majorettes, brincando y sonriendo.

Pero, lo que nos espera en La familia Savages es un recital interpretativo inolvidable de dos hermanos y un padre demente. Interpretaciones que llenan la película de momentos hermosos y sublimes. Ahí está esa mentirosa patológica que trata de crearse un mundo a su medida que sólo quiere crear y ser amada, que sólo quiere rodearse de un mundo bonito, una mujer vital que ama lo bello –por eso se esmera en embellecer la muerte de su padre, sin recordar o dejar que aflore el daño que la hizo– y que no deja nunca de luchar o de formar parte de los milagros de la vida (Sí, Wen, adorable, al final lo consigues). Que lleva una farmacia por bolso, que consume antidepresivos por doquier, que está liada con su vecino casado, que ama a los animales (ese perro y ese gato que son protagonistas de escenas tiernas con mucha, mucha esperanza)… Laura Linney se lanza emocionalmente sin tobogán para crear a un Wen, muy humana, demasiado humana.

O ese Jon, con los sentimientos atrofiados, que sufre por dentro, profesor universitario empapado del teatro del distanciamiento de Brecht. Que tiene miedo de querer o de que le quieran. Que no quiere más heridas porque no puede curar las del pasado. Que se aleja, en silencio, del compromiso aunque ame, aunque se arrepienta, que deja marchar a su amor. Que trata de enfrentarse a la vida, a la muerte, al dolor, a su hermana, a su amada sin sufrir daño alguno, ¡¡¡pero ay si sufre el pobre Jon!!!, su mismo rostro tierno es una lágrima. Y ahí está para amarlo y entenderlo el rostro de un magnífico Philip Symour Hoffman.

Y que me dicen de ese Lenny Savage (Philip Bosco, grande), el padre, que nunca fue el mejor de los padres, que maltrató y abandonó a unos niños a su suerte. Que ahora son unos adultos a su suerte. Un Lenny que de pronto se queda con demencia y con las patitas en la calle. Y los únicos que pueden ofrecerle una muerta digna son aquellos hijos a los que no supo tratar. Y, ahora, en su demencia y sus desvalidez a veces los mira tierno, como el padre que tuvo que ser, aunque aún les grita porque él mismo está asustado de su suerte. Y ahora ve la belleza de una lámpara de lava que le pone su hija. O se emociona ante unas escenas de cine mudo al borde del sonoro o cine clásico (casualidades de las que hablábamos en otro post ahí está una escena de película de Dassin con Richard Widmark, Noche en la ciudad) y obedece con cara de que no comprende las órdenes de unos y de otros, sólo a veces lanza un grito, o sólo a veces se apaga el aparato para oír porque no le gusta que sus hijos se griten o verles infelices –en parte por obra suya aunque no llegue a ser consciente tiene el instinto triste–. Se le van encogiendo los dedos, se le va escapando el aire…, pero sus hijos le regalan unos últimos días en compañía. Porque nadie se merece una muerte perra. Por muy perro malo que haya sido en vida.

Y no sigo porque todo está lleno de escenas buenas, no, buenísimas, por unos personajes tocados con varita mágica. Cómo no reír o casi llorar con esas conversaciones magistrales entre dos hermanos que como Hansel y Gretel tratan de encontrar su camino, saltando obstáculos, acercándose un poco… ahhh, la película es fría y distante, como el teatro de Brecht, pero Dios, cómo sientes.

Como un torrente (Some come running, 1958) de Vicente Minnelli

A veces un personaje se hace dueño de una película. Y la prostituta enamorada con el nombre de Ginny con los enormes ojos claros de una dulce y joven Shirley MacLaine hace lo propio con Como un torrente. 

“Pero tienes que recordar que soy humana” o “Te quiero pero no te comprendo” son sólo alguna de las frases que hacen de esta golfa vulgar un personaje entrañable. Y la llamo golfa porque es el calificativo más dulce que la dedica otro de los personajes de oro –en una escena que partiría el corazón a cualquier mujer con el corazón de Ginny–, el jugador alcohólico con su gorro de vaquero siempre en la cabeza, Bama (cuando Dean Martin empezaba a demostrar que era algo más que un cantante vividor y cómico). Después nos queda el cínico veterano de guerra, con espíritu de escritor, desencantado antes de tiempo con cara de Sinatra (sí, también demostraba que no sólo era la voz sino también actor dramático). 

Tres personajes maravillosos y trágicos que deambulan en una pequeña localidad de provincias rodeada de apariencias, hipocresías, doble moral y cotilleos. Una localidad irrespirable. La ciudad natal del escritor desencantado que encuentra lo que esperaba, una familia egoísta y falsa –excepto su sobrina–. Estos tres personajes son los únicos transparentes, los que no pierden nada, las ovejas negras que se muestran tal y como son, sin caretas. Sobre todo Ginny, que en su vulgaridad posee una alegría de vivir y una dulzura, una transparencia, que más quisiera cualquiera de las mujeres del lugar. Desde la profesora estirada, fría como el hielo, que se convierte en el amor imposible del escritor desencantado como la secretaria, que no vive como quisiera, en el despacho de su jefe –el hermano egoísta e hipócrita del escritor, con el rostro del siempre estupendo Arthur Kennedy (ningún actor mejor que él para encarna a personaje desagradable, sí, lo siento me parece buen profesional pero con una cara que no me gusta nada). 

Y es que Minnelli al igual que rey de la comedia musical, también entendía como nadie el lenguaje del melodrama. Y a mí esa prostituta, casi analfabeta, me rompe el corazón cada vez que aparece y deseo con toda mi alma que el cínico escritor deje a la estirada y estúpida profesora de literatura y se lance a los brazos de la dulce Ginny. Sólo lo hace al final, por no quedarse solo, porque descubre que nadie le amará igual…, lo hace al final cuando es demasiado tarde. 

De nuevo, un melodrama nos ofrece una escena final brillante y emocionante. Una Ginny feliz, casada de blanco, deseosa de llevar a su amado escritor desencantado a un bar para que sus compañeras vean que se ha convertido en mujer honesta y casada, con reputación (no sabe ella toda la reputación y humanidad que tiene). Una feria de localidad pequeña llena de atracciones, de gente, de alegría, un momento chispeante y vital que oculta el momento más dramático e inesperado. Ni Bama puede evitarlo (a pesar de que ha insultado vilmente a la fulanita que le hacía de reír, y de haber retirado la palabra a su amigo. Sólo es una fachada. Él tiene también corazón sincero aunque a veces equivocado y simple). Ahí vemos a una Ginny feliz con las cosas que más quiere, un bolsito en forma de perro de peluche, un cojín hortera que le regaló el escritor en una noche de borrachera, y al hombre que ama. Pero no tiene ni una oportunidad para ser feliz. 

Esta historia es una adaptación cinematográfica de una novela de James Jones (reconocido por obras que hablan sobre el absurdo de la guerra y que también han sido llevadas al cine como De aquí a la eternidad o La delgada línea roja). Además de un reparto de lujo (viendo como algunos miembros del Rat Pack, la MacLaine incluida, tienen un talento innato para el drama) cuenta con la música de un Leonard Bernstein y con la dirección elegante y siempre sabia de un Vicente Minnelli, cazador de colores y de escenas maravillosas que rebosan arte y emoción. Un pequeño pero…¡¡¡nadie puede creerse que Frank Sinatra quiera pasar el resto de su vida junto a una estirada y aburrida Martha Hyer (hablo de su personaje, claro está) y no corra desde el principio al lado de la vital, dulce y divertida Ginny!!! Él sólo la dedica palabras bonitas, a la dulce golfa, cuando está borracho…, cuando empieza a hacerlo ebrio ya es demasiado tarde.

Jett Rink, borracho y enamorado para siempre de Leslie

Sí, pon de vez en cuando una saga familiar cinematográfica en tu vida. Película de amores, odios, deseos, sentimientos encontrados, traiciones, caídas y triunfos…kilómetros y kilómetros de celuloide puro. Mejor que cualquier folletín o telenovela. Cine espectáculo en estado puro.

Coge un clásico y disfrútalo. Una y mil veces, cada visión te abre una puerta, un detalle en el que no te habías fijado. Una interpretación que destaca. Las sagas familiares son todo un mundo.

Y para momentos inolvidables, una de las de siempre, Gigante. Corre el año 1956 y Hollywood pone en pantalla el best seller de Edna Ferber. George Stevens, uno de los directores artesanos de Hollywood y también productor, se codea con un reparto soñado –aunque le trajo más de un dolor de cabeza–. Ahí consigue una Liz Taylor apostando cada vez más por papeles más maduros y dejando atrás su carrera de niña prodigio. O James Dean el actor de moda y más tarde actor leyenda (fue su última interpretación antes de terminar el rodaje murió en accidente automovilístico). Ahí va con paso seguro el galán Rock Hudson que ya tenía un sitio en los melodramas de Douglas Sirk y que pronto se le descubriría para el mundo más amable de la comedia. Por ahí, tres promesas firmes en el firmamento de estrellas: la erótica Carrol Baker, Sal Mineo y Dennis Hopper (los dos últimos ya habían trabajado con Dean en otra mítica película Rebelde sin causa). Y, como no, en papel secundario la mexicana Elsa Cárdenas. La música, siempre acertada, de Dimitri Tiomkin.

Y durante tres horas vivimos las risas y los llantos de la familia Benedict y del paso a otra época. De ranchos de ganado a nuevos ricos por el petróleo. Una película de frontera que denuncia el racismo extremo entre los rancheros norteamericanos con sus vecinos mexicanos. Ahí está la ascensión y desgracia de Jett Rink, un joven empleado de la familia de ganaderos que tras conseguir su pequeño trozo de tierra descubre que hay petróleo…, y se vuelve millonario pero triste, triste, triste…

La secuencia: como en todas estas películas hay varias. Pero señalo esa de un Jett Rink, millonario hasta decir basta pero totalmente infeliz. En una celebración por todo lo alto de su riqueza y poder, se presenta ante el respetable público borracho como una cuba. Al final, se quedará totalmente solo y derrotado en una enorme sala, en la mesa de honor, llorando incansable por su amada, por un amor nunca correspondido, él ama a Leslie (la esposa de su enemigo Benedict —Rock Hudson—, una hermosa Liz Taylor). Y toda esta escena de soledad y fracaso la ve, desde una puerta, en silencio, una adolescente enamorada o más bien que admira al poderoso rebelde y sensible (sólo ella lo nota), la hija de los Benedict, la hija de Leslie (Carrol Baker).

Diccionario cinematográfico (58)

Ciencia Ficción: en el espacio o el universo no me espera ninguna Odisea, ni ordenador rebelde que me revele cual es el camino hacia los 12 monos o historia de amor circular o infinita. Los libros se queman a la temperatura farenheit 451 y un bombero rescata el libro o los libros de mi vida para que no me broten más lágrimas de los ojos. Neo me lleva a Matrix, un mundo poco feliz, pero con sus gafas negras y su gabardina negra, me lleva a viajes impensables por paredes y cielos. Trinity siempre nos acompaña. El otro día llamé a Han Solo que anda un poco perdido en su nave interespacial y me dijo que se siente cansado de viajar con Chewbacca y que las galaxias ya no son las mismas. Tiene ganas de aventura. Y entonces recuerdo un viaje que hice en chip prodigioso por el cuerpo humano y pasé tanto miedo pero me pareció tan fascinante. O cuando luche contra los simios enemigos y me codee con los amigos y descubrí mi estatua de la libertad particular, tan solitaria, tan encerrada. Y, entonces, vuelven a brotarme lágrimas como lluvia al recordar a ese replicante de ojos azules que ama la vida. No puedo reprimir la tentación de llamar al bueno de Gigolo Joe para que me haga un poco de compañia, a pesar de que es tan perfecto no quiero llevarmelo a la cama, sólo que me proteja, que me acompañe, que me diga cosas al oido. A pesar de su inteligencia artificial es más humano que muchos de nosotros. Al final, me rio recordando esos infantiles viajes que realizaba en coche-bólido con el entrañable sabio loco. Esos viajes que me permitieron visitar mi pasado, mi futuro u otras épocas. ¡Qué divertido! Por las noches cuando miro las estrellas o la luna –cómo la echo de menos cuando fui en esa nave espacial en compañía de científicos con barba y aterrizamos en su ojo, ¡qué poco se quejó! – pienso en qué tipo de futuro me espera a mí o las míos. Si serán viajes a otras galaxias y universos donde podamos encontrar más felicidad o placer. Donde quizá, aunque nos lo hagan creer, no haya guerra…, donde los extraterrestres nos acojan con una sonrisa y nos conviertan con la mirada en buenas personas.