La familia Savages

La familia Savages o cómo se enfrentan personas adultas a la vejez y a la muerte. O cómo dos hermanos, cual Hansel y Gretel –como bien explica la propia guionista y directora–, viajan a un mundo al que les cuesta enfrentarse. O cómo Wen y Jon, tremendamente humanos, tremendamente divertidos en sus vidas caóticas y perdidas, descubren que quizá puedan estar más cerca el uno del otro. O cómo un hombre con demencia, que no ha sido el mejor de los padres –mejor dicho ha sido violento y duro–, merece la compasión de los hijos a los que les puede más el terror por una muerte poco digna que el facilitarle un final en condiciones. Sin echarle nada en cara. Sin culparle de sus vidas rotas. Quizá en sus creaciones, en el arte, como dramaturga o como conferencia de teatro oscuro o absurdo.

Y Tamara Jenkins comparte una historia, con dosis de ternura, de cinismo, de risa y de drama sobre un tema del cual huimos. La vejez y la muerte. Que nuestros progenitores se vuelven ancianos y que en un momento dado les veremos morir. La muerte no es bienvenida. Con el complejo de Peter Pan tratamos de alejarnos más y más de algo que nos asusta y rechazamos. Hasta que se nos pone de frente. La directora engatusa desde el principio. Con esa canción infantil tradicional (maravillosa y cruel, preciosa, que también sonaba en esa maravilla que era Rojos) y esas abuelillas que salen entre arbustos ideales vestidas de majorettes, brincando y sonriendo.

Pero, lo que nos espera en La familia Savages es un recital interpretativo inolvidable de dos hermanos y un padre demente. Interpretaciones que llenan la película de momentos hermosos y sublimes. Ahí está esa mentirosa patológica que trata de crearse un mundo a su medida que sólo quiere crear y ser amada, que sólo quiere rodearse de un mundo bonito, una mujer vital que ama lo bello –por eso se esmera en embellecer la muerte de su padre, sin recordar o dejar que aflore el daño que la hizo– y que no deja nunca de luchar o de formar parte de los milagros de la vida (Sí, Wen, adorable, al final lo consigues). Que lleva una farmacia por bolso, que consume antidepresivos por doquier, que está liada con su vecino casado, que ama a los animales (ese perro y ese gato que son protagonistas de escenas tiernas con mucha, mucha esperanza)… Laura Linney se lanza emocionalmente sin tobogán para crear a un Wen, muy humana, demasiado humana.

O ese Jon, con los sentimientos atrofiados, que sufre por dentro, profesor universitario empapado del teatro del distanciamiento de Brecht. Que tiene miedo de querer o de que le quieran. Que no quiere más heridas porque no puede curar las del pasado. Que se aleja, en silencio, del compromiso aunque ame, aunque se arrepienta, que deja marchar a su amor. Que trata de enfrentarse a la vida, a la muerte, al dolor, a su hermana, a su amada sin sufrir daño alguno, ¡¡¡pero ay si sufre el pobre Jon!!!, su mismo rostro tierno es una lágrima. Y ahí está para amarlo y entenderlo el rostro de un magnífico Philip Symour Hoffman.

Y que me dicen de ese Lenny Savage (Philip Bosco, grande), el padre, que nunca fue el mejor de los padres, que maltrató y abandonó a unos niños a su suerte. Que ahora son unos adultos a su suerte. Un Lenny que de pronto se queda con demencia y con las patitas en la calle. Y los únicos que pueden ofrecerle una muerta digna son aquellos hijos a los que no supo tratar. Y, ahora, en su demencia y sus desvalidez a veces los mira tierno, como el padre que tuvo que ser, aunque aún les grita porque él mismo está asustado de su suerte. Y ahora ve la belleza de una lámpara de lava que le pone su hija. O se emociona ante unas escenas de cine mudo al borde del sonoro o cine clásico (casualidades de las que hablábamos en otro post ahí está una escena de película de Dassin con Richard Widmark, Noche en la ciudad) y obedece con cara de que no comprende las órdenes de unos y de otros, sólo a veces lanza un grito, o sólo a veces se apaga el aparato para oír porque no le gusta que sus hijos se griten o verles infelices –en parte por obra suya aunque no llegue a ser consciente tiene el instinto triste–. Se le van encogiendo los dedos, se le va escapando el aire…, pero sus hijos le regalan unos últimos días en compañía. Porque nadie se merece una muerte perra. Por muy perro malo que haya sido en vida.

Y no sigo porque todo está lleno de escenas buenas, no, buenísimas, por unos personajes tocados con varita mágica. Cómo no reír o casi llorar con esas conversaciones magistrales entre dos hermanos que como Hansel y Gretel tratan de encontrar su camino, saltando obstáculos, acercándose un poco… ahhh, la película es fría y distante, como el teatro de Brecht, pero Dios, cómo sientes.

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