10 razones para amar El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 1947) de Edmund Goulding

El monstruo de El callejón de las almas perdidas es la clave de esta historia.

Razón número 1: Una historia negra

No es fácil encajar El callejón de las almas perdidas en un género concreto. Es una película negra, muy negra. Oscila entre el cine negro más puro y el drama psicológico. La ambigüedad moral de la mayoría de sus personajes, el que todo conduzca al protagonista a un destino cruel, el relato de una caída sin redención posible, la atmósfera que atrapa, el uso certero del blanco y negro, la construcción perfecta de sus personajes, el buen reflejo de la manipulación… Es una obra cinematográfica pesimista sobre el ser humano y la supervivencia en un mundo hostil, propia de los tiempos que corrían, con una Segunda Guerra Mundial todavía cercana y mucho desencanto a cuestas. Es tal la fuerza de esta historia tan negra, que aún hoy sobrecoge.

La película cuenta como base con la novela de William Lindsay Gresham, que publicó en 1946 (editada en castellano con el mismo título que el film) y tuvo éxito inmediato. El autor fue un hombre con una vida tormentosa y perseguido por la sombra del alcoholismo. El motor de arranque para escribir dicha historia fue precisamente una anécdota que le contaron durante su estancia como voluntario en la Guerra Civil Española. Dicha anécdota versaba sobre un número de feria para el que se empleaba a un hombre alcoholizado.

Razón número 2: El relato circular perfecto: el monstruo

Uno de los puntos fuertes de El callejón de las almas perdidas es la perfección del relato cinematográfico en su estructura. Es una historia circular sobrecogedora. Nada más conocer a Stanton Carlisle (Tyrone Power) sentimos lo que le atrae y le sobrecoge «el monstruo» de la feria donde ha recalado para ganarse la vida y prosperar. El monstruo nunca se ve, solo sabemos que es uno de los números que más atraen al público. Un ser salvaje que se come a animales vivos y crudos (le tiran a una poza gallinas vivas y la gente se asombra de cómo las devora).

Tan solo se refieren a él. Stanton se pregunta que cómo alguien puede caer tan bajo, no lo entiende, pero a la vez le fascina. Porque por lo que nos van revelando «el monstruo» fue un artista de feria que tuvo su momento de gloria, pero que cayó en la pesadilla del fracaso y el alcohol. Ahora es una persona enferma con deliriums tremens, que consigue sus dosis de alcohol y cobijo con ese trabajo degradante en la feria.

Lo que aterra es cómo se nos va revelando poco a poco que «el monstruo» solo era un aviso del destino que le espera a Stanton, que también prospera y tiene éxito hasta que su propia ambición y malas artes le hacen caer desde lo más alto. La película plasma uno de esos finales que no se olvidan.

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Diccionario cinematográfico (225). Gatos (segunda parte)

Kedi

Un gato en Estambul

Llevo ya catorce años con mi gata Sally… y me sigue absolutamente a todas partes. Si yo no duermo, ella no duerme…, con eso os digo todo. Hace poco tuve que teclear toda la noche frente al ordenador por trabajo… y se quedó en mis rodillas. No se movió de mi lado. No es de extraña que me llame la atención la presencia de los gatos en la pantalla grande. Y voy a hablar de tres apariciones estelares de gatos.

En la serie documental sobre cine del crítico Mark Cousins se nos cuenta que el invento del primer plano (una de las herramientas fundamentales del lenguaje cinematográfico) fue cosa de un británico: George Albert Smith, todo un pionero del cine. En un cortometraje titulado Sick kitten (1903), se filma el rincón de un cuarto donde dos niños cuidan de un gato, mientras otro merodea alrededor, y de pronto ocurre algo: la cámara se centra y se fija en el gatito que está en los brazos de la niña y que come, ávido, de una cucharita. Su rostro ocupa gran parte de la pantalla. Un increíble y bonito primer plano que hace que el espectador centre su atención en él. El primer plano (o uno de los primeros) en el cine fue de un gato.

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Después de la oscuridad (Home Before Dark, 1958) de Mervyn LeRoy

Después de la oscuridad

Y es que Jean Simmons fue una actriz británica con un rostro de ángel capaz, sin embargo, de albergar fragilidades y sombras en su interior. Mervyn LeRoy la dirige en un drama psicológico donde Simmons abre su abanico y presenta un personaje complejo al borde de la caída al abismo. Después de la oscuridad es la historia de un regreso: el de Charlotte Bronn. Después de estar internada en un centro psiquiátrico, vuelve a su hogar junto a su marido. Allí viven también la madrasta y la hermanastra de Charlotte. Además hay un nuevo inquilino: un compañero de trabajo de su esposo, ambos ejercen como profesores en una universidad. No se hace hincapié en qué fue lo que la llevó al centro: se mencionan sus obsesiones, ataques de ira y una depresión. El doctor tiene una charla con su marido: le dice que no es fácil volver a la rutina y que puede sufrir una recaída.

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