Roma (Roma, 1972) de Federico Fellini

Fellini fulmina un argumento posible y se dispone a mostrar su Roma o mejor dicho sus visiones romanas. Así también dinamita el tiempo. Pasa de la Roma de Mussolini, la guerra y la posguerra a la Roma contemporánea, la de 1972.

Fellini se afana en mostrarnos estampas. Y nos deja secuencias con una fuerza visual y una belleza prodigiosa. También Fellini nos deja una radiografía de rostros inolvidables, de personajes pintorescos. Y por supuesto un catálogo de sus obsesiones.

A Fellini no le importa cruzar la barrera del delirio. De lo barroco. De lo extravagante. Es su Roma. Y lo demás qué importa. Intervenimos en una clase de niños en la época de Mussolini. Visitamos una casa de huéspedes con personajes fascinantes. Asistimos a una comida al aire libre en una trattoria romana. Y por supuesto nos metemos en una sala de cine para disfrutar con una escandalosa familia de una película de romanos, y nos quedamos con la boca abierta, como el padre de la familia. Esos cines populares donde la gente sentía y el cine era el entretenimiento estrella. Somos testigos de un aparatoso desfile de moda eclesiástica. Nos sumergimos en las obras del metro romano y en el descubrimiento de unos frescos. Nos inmiscuimos en un atasco de entrada a Roma. Somos testigos de los hippies y nuevos aires que van dando un espíritu nuevo a la ciudad. Nos quedamos con los rostros de un espectáculo de variedades de los años treinta. Y nos quedamos perplejos ante la actividad de jolgorio en un burdel.

Es la Roma de Fellini. Sin tabúes ni argumentos. Son sus estampas, su juego.

Al final, la Mamma Roma, la propia Ana Magnani, en una Roma nocturna nos da las buenas noches.

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