Veredicto final (The verdict, 1982) de Sidney Lumet

Una escena sirve para que Frank Galvin cambie su percepción sobre un caso. Para que se dé cuenta de que es el caso. Galvin es un abogado alcohólico y desencantado que dejó su idealismo en el camino…, ahora sólo tiene un caso que le ha conseguido su amigo y socio, el único que sigue creyendo en él (aunque cada vez está más cansado…). Y resulta que es el caso para alcanzar la redención. Para volver a creer en su trabajo o mejor dicho que su trabajo merece la pena. El caso que le hará sentirse de nuevo persona.

En un hospital gestionado por la Iglesia una muchacha embarazada por un fallo en la anestesia queda para siempre en estado vegetativo. Sus familiares, una hermana y su marido, quieren una indemnización por negligencia. Lo que parece un caso que se solucionará llegando a un acuerdo entre las partes y no llegar a juicio… —y donde sólo será una transacción económica para todos y donde a nadie le importa la víctima (‘porque ya no se puede hacer nada’)… los familiares ya no pueden cuidarla, tienen que ir a otra ciudad a buscarse la vida. El abogado sólo quiere sacarse algo de dinero. La Iglesia no quiere un escándalo y el hospital (y los dos doctores inculpados) tampoco además quieren continuar con su prestigio intacto—, será el caso.

Galvin en un principio se lo toma como un mero trámite. Como una manera de ganar algo de dinero. Se comporta desde hace tiempo como un muerto en vida. Un picapleitos que va a los entierros para buscar posibles clientes. Que pasa su tiempo en las barras de los bares y juega a las máquinas… Pero cuando va un día a la sala del hospital donde se encuentra la víctima… para hacer unas fotografías…, entonces por primera vez la mira. Y los espectadores también la vemos en esas instantáneas polaroid que nos van ‘revelando’ la tragedia de ese ser humano. Y esa mujer se convierte en una persona a la que le han arrebatado la vida. Una mujer que ha sufrido una injusticia. Y es absolutamente vulnerable y desvalida, y esta sola como él, su abogado. Y entonces se convierte en la apuesta personal de Galvin. En el caso.

De nuevo Lumet ofrece película para pensar. Con más claros que sombras. Porque crea buenos personajes. Porque narra bien cinematográficamente. Porque toca temas candentes y espinosos y crea reflexiones. Porque crea claros y oscuros. Porque deja escenas enteras para la evocación. Por un guion de frases potentes realizado por un dramaturgo bueno en diálogos incisivos, David Mamet. Y por unos intérpretes que desarrollan sus personajes con calidad y mucho oficio… y los convierten en reales.

Así es una película que no sólo está bien contada (quizá su único punto débil —pero por su desarrollo—, aunque tiene importancia en la trama, es la historia de amor sin redención posible… pero con escenas bien logradas, como ese teléfono que no deja de sonar) sino muy bien interpretada.

Paul Newman crea el antihéroe atormentado, el hombre que no levanta cabeza pero que encuentra una razón para seguir luchando, para enfrentarse a la desesperanza… aunque sigue siendo vulnerable a lo largo de toda la película. No sabemos nunca si va a conseguir la redención. Es un David débil contra un Goliat sin compasión alguna. Y ese Goliat lo representa un James Mason (gigante y magistral) con todos sus jóvenes abogados capaces de todos los métodos posibles para conseguir ganar un caso, cualquier caso. James Mason, ‘el príncipe de las tinieblas’ y su bufete de jóvenes cachorros, representa a la Iglesia, a su hospital y a los dos doctores inculpados. Paul Newman sólo cuenta con su buen amigo ya cansado, un genial Jack Warden, y una misteriosa y desencantada mujer (con sorpresa incluida) con el rostro de una triste y bella Charlotte Rampling. Lumet y Mamet cuidan también cada uno de los personajes secundarios que en sus breves apariciones van dando un arañazo o zarpazo más a la historia.

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