Las mujeres en el cine americano de Fritz Lang de María Dolores Romero Guillén (Mira Editores)

Confesaros que siento gran debilidad por Lang. Rodase en Alemania, rodase en América, Lang me gusta. Este hombre perfeccionista y según cuentan las crónicas malhumorado fue uno de los tantos directores cinematográficos que no se doblegaron a la ideología nazi y por ello tuvieron que exiliarse. No pasó lo mismo con su mujer, guionista de prestigio, que abrazó el nazismo. 

Su pesimismo me llega hasta lo más hondo. Sus películas son una triste crónica de la historia de la humanidad durante el ya pasado siglo XX. María Dolores Romero Guillén toma una interesante perspectiva para acercarse al cine de este cronista: se fija en la evolución y en la forma de ser de sus personajes femeninos. Así, Romero Guillén no sólo da un repaso al periodo americano de Lang sino que ofrece la historia de la mujer y del feminismo de la década de los treinta a la de los cincuenta, también escribe sobre la forma en que el director plasmaba lo femenino y diversos temas de la mujer en su cine y además da un repaso a las heroínas languianas, a las actrices que los representaron y hace un análisis y una crítica de la imagen de la mujer en el cine…, uffff, un estudio breve pero a la vez exhaustivo e intenso. Una lectura muy interesante. 

Me ha hecho recordar, repasar y hacer un viaje por un montón de personajes fascinantes en películas de, para mí, obligada visión. 

Mujeres languianas 

Sus mujeres de los años treinta son Catherine y Joan. La primera en Furia (1936) y la segunda en Sólo se vive una vez (1937). Las dos tienen el rostro de la actriz Sylvia Sidney. Particular y cinematográficamente me quedo con Sólo se vive una vez, película bellísima que además de ser una denuncia social se convierte en una historia de amor loco hasta las últimas consecuencias. El pesimismo y el destino trágico transitan esta película emocionante.Catherine, en Furia, me cae muy bien y me parece mujer coherente y valiente pero creo que me decanto por una Joan que lleva hasta el final el amar a un hombre destinado al fracaso continuo, sin buscarlo. Joan está ciega de amor de tal manera que su forma de comportarse hace que los que más la quieren crean que ha perdido la razón. 

En los años cuarenta le toca a la mujer fatal con cara de Joan Bennett —que como su famosa hermana Constance llenaron las páginas de los periódicos y revistas de escándalos por su forma de vivir las relaciones— personificar a la mujer languiana. La Bennett se convirtió en actriz fetiche. En una representación de la mujer fatal que amenaza al hombre medio. Que lo destroza en pedazos. Que destruye el orden constituido (aunque sea de color gris, aunque sea vacío y aburrido) para meter el caos (y de paso dar un poco de emoción a los tristes personajes del gran Edward G. Robinson). Ahí están Alice en esa ensoñación-pesadilla que es La mujer del cuadro (1944) y Kitty en esa joya de la degradación que es Perversidad (1945). Aquí me quedo con Kitty y su risa perversa y burla cruel al hombrecillo que trata de huir de su mediocridad a través de la mujer fatal. Kitty, que la chulea y maltrata un ladronzuelo de poca monta. Kitty, que sólo piensa en cómo sobrevivir sin mucho esfuerzo. Kitty, que vive al día. Que ama, que se mueve, que grita, que hace daño, que se equivoca, que se ríe, que vive, que es desgraciada, que desgarra… 

También, de estos años, Romero Guillén nos recuerda a dos personajes femeninos que investigan: una, por qué su marido se comporta de manera extraña y por qué colecciona habitaciones donde se cometieron asesinatos y a una de ellas no la deja acceder. De nuevo la cara de Joan Bennett para encarnar a Celia que en una especie de Rebeca —pero más activa y menos asustadiza— trata de averiguar el trauma del amado esposo. Estoy hablando de Secreto tras la puerta, 1948. La otra toma el rostro de Anne Baxter, la perdida de Norah, la que no recuerda si cometió un asesinato en Gardenia azul. La que huye tras las sombras. La que tiene pesadillas. La que quiere averiguar que pasó una noche de la que no tiene recuerdo alguno. 

Los años cincuenta nos trae variedad de heroínas y pesimismos (cada vez mayor). Variedad de géneros, no abandona la mujer fatal y el cine negro, pasa por el melodrama y el western y siempre conserva las dosis de misterio necesarios. Sus mujeres languianas siguen al director en su evolución y pesimismo y dejan imágenes inolvidables. 

La musa en esta década quizá sea la gran Gloria Grahame, la rubia de rostro extraño pero con erotismo en cada poro, mucha vida. La Grahame borda sus papeles de mujer fatal. Detrás de una se descubre un corazón grande, un afán por quitarse el apelativo de fatal, por redimirse, por volver al orden (aunque sea gris y aburrido por lo menos no es desconcertante, por lo menos es seguro). Ella es Debbie en esa película violenta que se llama Los sobornados (1953) de entre tanta corrupción surge una mirada limpia o que quiere volver a la inocencia, Debbie. Y lo paga. 

Detras de la otra se descubre una mujer superviviente que busca sólo el beneficio propio. Que no ama. Que quiere vivir bien y por eso utiliza a las personas. Da igual que sea marido o amante, sólo son válidos para sus propósitos. Y Vickie en Deseos Humanos (1954), también lo paga. 

Y después nos encontramos con la dama ambigua por excelencia, a una que la queda bien el traje de plumas más glamuroso, el traje de saloon, o el esmoquin o el pantalón vaquero. Siempre es la reina de la sofisticación más allá de machos y hembras. Es la Dietrich. A ella Lang la lleva al lejano oeste, la hace sentir ya una mujer madura a la que el glamour la abandona poco a poco, ahora ostenta el poder o eso cree. Eso cree porque ella no ha perdido la capacidad de amar. Ama al pistolero que siempre la ha venerado, y ella también, un Mel Ferrer hermoso; pero se ilusiona porque vuelve a revivir, a sentirse joven ante un vaquero que busca venganza y con menos años. En Encubridora (1954) ejerce hasta el final su papel de protectora capaz de morir por aquellos a los que ama. 

También nos deja un retrato triste, triste, triste esa mujer desencantada con cara de Barbara Stanwyck que decide no sucumbir al deseo, no sucumbir al amante, y seguir en una vida gris y sin emoción, pero que da seguridad emocional, junto al esposo y familia. Mae Doyle busca tranquilidad y prefiere estar muerta en vida pero ya no quiere más vida y sobresaltos. En Encuentro en la noche (1951) todo queda en tono gris. Todo queda contenido. Ni la Monroe logra estallar y escapar de una vida sin alicientes. Los justos. 

Ya ven, resulta evocativo el viaje que propone Maria Dolores Romero Guillén. Vean cine de Lang y lean las páginas de este libro, son dos buenas maneras de aprovechar el tiempo.