Después de la gala de los Goya una de las películas con varias nominaciones (y finalmente dos galardones importantes: mejor actriz y mejor director novel), que no había visto aún y más me apetecía era La herida de Fernando Franco. Ya lo había intentado más de un vez y no había podido ser (una por falta de entradas en la Cineteca —que me pareció maravilloso, últimamente me está pasando esto: que no puedo entrar en una sala porque ya no hay entradas… y hacía mucho que no me ocurría— y otras porque no encontraba momento o fecha) así que decidí por fin, y porque de nuevo se había reestrenado, ir a la sala de cine y verla. Me interesaba sobre todo cómo La herida trasladaba a la pantalla un tema de salud mental. Salud mental y cine. Cine y salud mental. Es un binomio que suelo perseguir. Esta vez la protagonista es Ana, una joven con trastorno límite de personalidad.
Y desde la primera escena sabemos que vamos a estar muy cerca de Ana (Marian Álvarez)… pero tan cerca que sentimos su angustia y sufrimiento. Porque La herida es una película violenta e incómoda… emocionalmente. Asistimos a la cotidianeidad de Ana durante más o menos un año… y asistimos impotentes a tal cantidad de sufrimiento y dolor inevitable que provoca una sensación de agotamiento, incomodidad y depresión. Te hundes con la protagonista en ese abismo del cual no puede —es incapaz de— salir. Y con ella asistes con impotencia a sus dificultades de relación, a sus estallidos de enfado y violencia, a sus intentos una y otra vez de salir del abismo, a sus fracasos, a su desesperación por comunicar, a sus autolesiones, a sus lágrimas…, y también a sus pequeños logros, a sus momentos fugaces de algo parecido a la felicidad (que sobre todo logra en su lugar de trabajo y en esporádicos instantes) y ese rostro que mira y sonríe a punto de romperse, con un fragilidad y vulnerabilidad que duele.
Pero también refleja cómo su enfermedad mental agrieta su presente, su día a día, y el de todos aquellos que la rodean. Incapaz de estar relajada ante sus amistades, de llevar una relación sentimental con una pareja, de mostrar a su madre una cercanía que las ayude a ambas (no puede, no pueden ayudarse), un padre que huye del problema y a la vez provoca dolor (con una pincelada oscura), un aferrarse fuertemente a las redes sociales donde busca de manera desesperada consuelo —único sitio donde puede expresar sus pánicos pero sin posibilidad de saltar la barrera de la pantalla—…, sin poder evitar ataques de angustia, pánico y dolor que hace que estalle o se rompa en mil pedazos, ese intento desesperado de huir de su aislamiento y su sufrimiento autolesionando su propio cuerpo, buscando sexo fácil o bebiendo y drogándose…
Solo logra cierta paz escasa en su lugar de trabajo. Ella trabaja en una ambulancia y se encarga, junto a su compañero (el único que más o menos sabe cómo relacionarse con ella o el único con el que Ana no siente miedo, pánico o dolor a la hora de relacionarse un poco más… pero saben muy bien ambos dónde están los límites), del traslado de enfermos con tratamientos especiales de sus hogares al hospital (un hospital donde se palpa la crisis, la marea blanca, la posibilidad de una interrupción lenta y agónica de la sanidad pública que afortunadamente parece que se ha alejado un poco…). Ahí, cuando tiene que ayudar a los demás (a gente más vulnerable y que llevan a cuestas más dolor e incluso la cercanía de la muerte), se siente bien…
Fernando Franco (montador profesional que esta vez ha dejado esta labor a David Pinillos, que a su vez también debutó en el largometraje como director recientemente) dirige su primer largometraje y opta por arriesgarse también en la forma de contar su historia. Y a mi parecer no se equivoca o por lo menos yo como espectadora sentí toda la angustia e impotencia de Ana, pude seguir su viaje íntimo y vislumbré el abismo… y pude comprender el horror de los que viven ese tipo de trastorno y también la dificultad que supone para ellos (y para los otros, aquellos que les quieren y rodean su vida) levantarse un nuevo día, sobrevivir un nuevo día. Levantarse de la cama para sufrir un día más…
Así el tono y la forma de contar esta película se acerca a la de los hermanos Dardenne donde no sólo la cámara sigue a sus protagonistas sino que sentimos lo que sienten, sin estridencias, música (la justa y necesaria… la que acompañe al personaje), sin efectos especiales, dando importancia al sonido (a lo que se oye y se percibe… al fuera de campo) y con unas elipsis arriesgadas y rompedoras (nunca olvidaré la elipsis brutal y genial de los Dardenne en El silencio de Lorna o el rostro angustiado de Rosetta). Pero también en la forma de contar esa historia sentimos otros ecos, vemos el nombre del coguionista junto a Fernando Franco, Enric Rufas… Y es el dramaturgo que ha trabajado como guionista en películas de Jaime Rosales. Así notamos la importancia del silencio, de una mirada, del efecto de unas palabras o de un gesto en el otro… y la soledad terrible de Ana, encerrada en una cárcel donde parece que la posibilidad de escape es imposible… y esa cárcel es ella misma.
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