Un dios salvaje de Roman Polanski

Como otros directores amantes de los retos técnicos, Polanski se encierra en un hogar de clase media y nos cuenta en tiempo real la reunión entre dos parejas unidas por un pequeño suceso (sus niños se han peleado en el parque y uno ha terminado agrediendo al otro con un palo…, los espectadores somos testigos de este hecho, como si lo estuviéramos mirando desde una ventana). Polanski no tiene miedo a los espacios cerrados (no tiene miedo a rodar en las casas películas intensas, recordemos Repulsión, La semilla del diablo, La muerte y la doncella…) y los convierte en un personaje más. Según va creciendo la intriga más agobiante nos parece esa casa que es como una ratonera… de la que se ha escapado un hámster. Más siniestro ese ascensor que nunca llega… Los cuatro protagonistas enjaulados, sin remedio, y entre strudel de manzana y pera, unas copas de whisky, unos libros de arte, un secador, un ramo de tulipanes y un móvil infernal que no deja de sonar se quitan las máscaras… y tras una aparente civilización, surgen de sus entrañas sus frustraciones, violencias, dolores y anhelos más profundos. Surge el dios salvaje que se agazapa en cada uno… Una batalla campal que sube el tono y termina en eructo.

Polanski no sólo es virtuoso con su cámara y su mirada, con dosis de humor entre irónico y cínico, sino que además cuenta con buenos ingredientes de partida. Así para la elaboración del guión colabora con él la propia autora de la obra teatral, Yasmina Reza, y además se rodea de cuatro actores que construyen sus personajes con mimo y logran dar vida al texto, a la casa, a las relaciones que tienen entre ellos y a lo que se les ponga por delante…

Así Kate Kinslet y Christoph Waltz son el matrimonio del ‘verdugo’ que acude a la llamada de los padres de la ‘víctima’ (Jodie Foster y John C. Reilly) para arreglar la situación creada por sus vástagos de manera pacífica. Y poco a poco vamos descubriendo la importancia del lenguaje y de las palabras. Y la forma de usarlas. Y poco a poco descubrimos las máscaras o las capas de cebolla que todos llevamos y cómo cuando caen surgen nuestros más hondos instintos pero también nuestra más profunda humanidad…, salvaje, sí, salvaje.

Y los cuatro son fantásticos (aunque lanzo una lanza por Waltz genial como cabronazo y finalmente el personaje más transparente. Desde el principio sabemos de qué va…). Así en ese pequeño apartamento descubrimos un pequeño universo que muestra las máscaras de una clase media (baja y alta… fluctuante) que vive en un estado de bienestar, en una economía capitalista, y dentro de unos modales y comportamientos dictados para mantener la armonía y la convivencia social… y cómo esta armonía puede romperse y resquebrajarse con una anécdota que termina siendo mínima. Así los cuatro personajes van quitando capas a la cebolla y van teniendo distintos enfrentamientos verbales que los hacen formar ‘insólitas’ alianzas según el momento. Así se ponen sobre la mesa, con un humor exacerbado que finalmente duele, las relaciones de pareja, la guerra de sexos, la lucha de clases, las diferentes ideologías y concepciones frente a la vida, los distintos modelos de educación…, los miedos, las frustraciones, los sueños rotos, las mezquindades que también construyen al ser humano.

Como el personaje de la Kinslet los demás también vomitan a raudales lo que llevan dentro. Lo que realmente piensan y sienten. Y no lo que aparentan. Acaban en una espiral sin salida que acaba de manera absurda con un eructo… y una esperanza. Porque a pesar de la vorágine en la que se han metido los cuatro personajes, los espectadores de nuevo (sí que salimos de las cuatro paredes) y regresamos al parque. Y vemos cómo de forma natural los dos niños vuelven a hablar, a ser amigos, a compartir… olvidando que apenas unos días habían discutido…, también corretea un hámster libre.

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