«Vivir no es fácil», le dice el periodista Akira Ôtsuki (Ryôji Hayama) a la poeta Fumiko Shimojô (Yumeji Tsukioka). Y de alguna manera resume la vida de la protagonista de la tercera película de la directora y actriz Kinuyo Tanaka. La realizadora y la guionista Sumie Tanaka se inspiran en la vida de la poeta Fumiko Nakajo (1922-1954) para construir un melodrama elegante e innovador, donde todo fluye. La belleza y sensibilidad de Pechos eternos articulan una obra cinematográfica que narra la historia de una mujer con un dominio absoluto del lenguaje cinematográfico.
Desde la estructura hasta la construcción de los personajes como la forma de contar la historia revela el oficio de una pionera en la dirección en Japón. La musa de Kenji Mizoguchi una vez que llegó a los cuarenta decidió también ponerse detrás de las cámaras, demostrando un buen manejo del oficio. Sin duda además de construir sus personajes, también se dedicó durante su vida profesional a observar cómo trabajaban los directores que la filmaron desde muy joven: Mizoguchi, Ozu o Naruse y así aprender el oficio.
Pechos eternos es el retrato de una mujer con una vida que no es fácil. Fumiko es presentada como una mujer casada en crisis. En un principio parece protagonista de una vida idílica junto a sus dos hijos pequeños, un niño y una niña. Es joven y bella, además le gusta la poesía y pertenece a un club en Sapporo, donde vive. Su madre y su hermano la quieren y tiene buenos amigos. Es cuando entra en la intimidad del hogar que el espectador descubre el distanciamiento y la crisis matrimonial en la que se haya inmersa. La aparición del marido como nota discordante y fuente de sufrimiento. Poco a poco, Fumiko revela cómo está hundida en un infierno y de qué manera es capaz de plasmarlo en sus versos.