Cisne negro de Darren Aronofsky

Metamos en una coctelera relaciones complejas entre madre e hija que se balanceen entre Esplendor en la hierba de Elia Kazan, La pianista de Michael Haneke y Carrie de Brian de Palma. Agitemos. Echemos una pizca del mundo onírico de Michael Powell y Emeric Pressburger en Las zapatillas rojas donde también una bailarina tiene que entregarse con pasión desbordada a la perfección de la danza y elegir entre el arte o el amor…, y el sacrificio que esto supone. Cambiemos el argumento de la pieza maestra por El lago de los cisnes. Volvamos a agitar. Mezclemos todo con una cucharada de grand guignol a lo Baby Jane o sweet Charlotte donde grandes damas de la pantalla comparten sus frustraciones, soledades, fracasos, pizcas de locura, odios y enfrentamientos y se despedazan ante el ojo voyeur del espectador que acude a la sala oscura.

Agitemos y bebamos Cisne negro de Darren Aronofsky que con su efectismo visual (plenamente justificado en esta obra cinematográfica y que te hunde de lleno en el universo frágil e irracional de Nina) arrastra al espectador a un mundo inquietante que incomoda desde la emoción más instintiva y te lleva de la mano a los miedos y terrores irracionales y por ello no controlables.

Darren Aronofsky involucra al espectador en la mente compleja de la joven bailarina Nina que ofrece su realidad distorsionada dejando ver un mundo deformado y terrible a través del espejo fracturado de su mente.

Las marionetas feroces cuentan con los rostros una Natalie Portman que trata de rozar la perfección de su obsesión-pasión (la danza) para alcanzar el extasis en su interpretación de El lago de los cisnes. Con su doble papel de cisne blanco y cisne negro explora los miedos interiores de la bailarina. Blanco y negro. Su lucha bascula entre la perfección de la técnica y la belleza de lo natural, de lo que surge de las entrañas. Entre la pureza virginal y la fuerza de lo sexual. Entre la contención y el huracán de los instintos naturales… Y esa exploración dirige a la frágil Nina a un camino de autodestrucción. A una mujer que se descompone en fragmentos incapaz de reconstruirse.

Barbara Hershey es la reina madre que trata de savalguardar la pureza virginal de una hija frágil. Barbara es la represión de los instintos, de las emociones profundas. Encierra a su niña en palacio de cristal y se convierte en guardiana-bruja que vela por la perfección pura de su dulce niña que lucha por descontrolarse. Sus apariciones causan horror y a veces es tan fantasmagórica como la señorita Danvers.

Winona Ryder es la princesa destronada. La figura en decadencia del cuerpo de ballet. La solista que cae de su pedestal para ceder a la fuerza el puesto. Y que muestra a Nina que a pesar de que logre plasmar al cisne blanco y al cisne negro, aunque logre desatarse el final, haga lo que haga, recorra el camino que recorra no va a ser feliz. Tome un camino u otro… el sacrificio lleva a la autodestrucción.

Por último Mila Kunis es la bailarina desatada y natural. La que trabaja desde las entrañas. La sensualidad bruta, lo tiene por naturaleza. El alter ego de una Nina que busca desesperadamente sus instintos naturales, el placer del arte, el extasis… y ve como la Kunis apenas realiza un esfuerzo para ser pasión bruta que desborda. Mila Kunis es la amenaza y el deseo de Nina.

Y todo este huracán de mujeres-marionetas que danzan en la pantalla blanca se desata por la figura del coreógrafo-creador. El hombre que corteja y desnuda a las damas para que ofrezcan lo más íntimo a su nueva creación de coreógrafo. El que exige que surja el cisne negro-cisne blanco y que no depara en el camino de autodestrucción de las damas sino al que le interesa el resultado final de la obra de arte. Que maneja los hilos aunque no sepa controlarlos para ofrecer al público la obra desnuda y perpleja que cause la catarsis. Vicent Cassel descoloca a sus damas como el creador Aronofsky con su universo visual descoloca al espectador.

Así como a veces el efectismo y barroco universo de Aronofsky hacía mella en el resultado final de su obra (como era visible en Réquiem por un sueño o La fuente de la vida) en Cisne negro compone y conforma la mente fracturada de Nina dejando un viaje inquietante, de miedos y frustraciones, al interior de un espíritu atormentado. Así el espectador siente el terror y la angustia del personaje porque viaja a su mundo más interior y oculto. Entonces sentimos la fragilidad del cuerpo y la carne: esos pies que crujen, ese sarpullido que invade, esa piel que se desgarra. El horror del desdoblamiento, de la fractura, esos juegos terroríficos de espejos. O ese desequilibrio entre la pureza virginal y la frigidez por miedo y el terror por el volcán de sensualidad y sexo que lleva a un terreno desconocido al que no se sabe cómo echar el freno. Y explotando así su viaje interior Nina logra la perfección en la creación de una obra artística en la que sacrifica su estabilidad mental. No hay vuelta atrás.

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