La palabra es vida. Ruby Sparks (Ruby Sparks, 2012) de Jonathan Dayton, Valerie Faris / La ladrona de libros (The book thief, 2013) de Brian Percival

Tanto en la Torá como en los Evangelios existen alusiones sobre que la palabra es vida. Así la palabra (el verbo) toma un significado trascendente y espiritual. Y aquel que domina el arte de la escritura o la oratoria logra ‘trascender’ porque transmite. Posee un poder. El poder de comunicar o de emocionar y por lo tanto de crear una reflexión, una idea, una sensación, un sentimiento en el otro. El que posee el don de la palabra, posee un don que le permite crear. Por eso la palabra y su buen uso suponen no sólo conocimiento sino libertad y amplitud de miras. Pero la palabra y su buen uso dan miedo en muchos ámbitos y en vez de fomentar su conocimiento se prefiere la existencia del analfabetismo y la ignorancia. Por eso se prefiere un conjunto de ciudadanos pobres en palabras y lecturas porque será más llevadero, más fácil de manipular y someter… más sencillo el arraigo de una simple frase (orden o prohibición) sin posible reflexión…

El axioma La palabra es vida (¿realmente se admite sin necesidad de demostración?) puede ser el hilo conductor de una buena programación cinematográfica donde la palabra es la protagonista porque da vida… Y podríamos empezar este ciclo con dos estrenos recientes (uno del año pasado y otro actualmente en cartelera).

Ruby Sparks (Ruby Sparks, 2012) de Jonathan Dayton, Valerie Faris

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Ruby Sparks es una interesantísima película que juega al género de comedia romántica (otra demostración de las valiosas variantes y evoluciones que están produciéndose en dicho género) para hablarnos de cómo la palabra genera vida. Y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Así toma por otra parte un argumento universal (poderosa herramienta la que proporcionaron los profesores J. Balló y X. Pérez): Pigmalión, y crea un relato cinematográfico original que lleva a la reflexión continua. Recordemos el mito: el artista Pigmalión busca a la mujer perfecta… así que va esculpiendo esculturas hasta que crea a Galatea y se enamora de ella. Por obra de Afrodita, diosa de amor, Galatea cobra vida…

En Ruby Sparks nos encontramos a un joven escritor que en su adolescencia escribió la gran novela pero que ahora se encuentra en una situación en la que es incapaz de escribir una sola línea. Está llevando a cabo un tratamiento psicológico y su estado emocional es frágil. Es un creador de éxito solitario e incapaz de relacionarse con los demás. Su mundo se limita a las conversaciones con su hermano, su psiquiatra y un chucho muy feo pero tierno… Un día su psiquiatra le hace una sugerencia. Y su máquina de escribir empieza a teclear. El joven escritor crea a una joven, Ruby Sparks, que le encanta tal y como es su feo chucho. A partir de ahí no deja de crear un personaje… y un día, de la noche a la mañana, de una manera simple, Ruby Sparks se materializa en su vida. Ahí está la joven… de carne y hueso.

Así el joven escritor pretende que su ‘creación’ sea libre hasta que siente el temor de perderla. Y entonces no puede evitar su intromisión como creador. Y seguir escribiendo y moldeando… pero esto no le hace feliz porque Ruby le ama porque él lo escribe, no por la propia libertad del personaje de amarle a él como persona. Y esto termina convirtiéndose en una tremenda encerrona y una triste jaula. La culminación llega cuando el joven escritor confiesa a Ruby su procedencia y ante una máquina de escribir y con ella presente la ‘somete’ a su poder ante la impotencia del personaje femenino… Impresionante.

La ladrona de libros (The book thief, 2013) de Brian Percival

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Hay algunas películas que tienen una cualidad en sí mismas: son contadoras de historias. Y como tales hay que vivirlas. Y esa es la máxima cualidad de La ladrona de libros: que narra muy bien una historia. Y esa historia transcurre en un periodo de tiempo determinado de 1938 hasta el final de la segunda guerra mundial en una pequeña localidad alemana (que hablan en inglés con algún término en alemán… una de las maravillas de la inverosimilitud en el cine que nada importa cuando te mece en una historia). Una historia que ilustra el poder de la palabra y que cuenta cómo la palabra es vida. Así el narrador irónico y tierno de esta historia es ni más ni menos que la muerte, una muerte cercana, que a todos nos llega. Y él es el cuentacuentos. Nos acerca a la historia de una niña, Liesel, y su relación con las palabras. La muerte es la que mantiene el equilibrio de esta historia, entre lo sublime y lo mundano sin tocar la fina línea del ridículo o de lo cursi, porque su narrador es inteligente.

Así nos cuenta el paso a la madurez de Liesel en un mundo complejo, de prohibición de libros y palabras… para sepultar la humanidad, lo humano. Y ese paso a la madurez será a través de la palabra, de la lectura, de la escritura, del poder de contar historias y mantener viva la memoria (y con ella a las personas). Del poder de las palabras para reflexionar, para dudar, para ser más libres, para cuestionar y criticar (pero crítica constructiva). Contará con varios maestros: su padre adoptivo (que le enseñará a leer y creará para ella un diccionario muy especial en las paredes del sótano), una mujer triste por la ausencia del hijo que abrirá las puertas de una biblioteca llena de libros y un joven judío que se oculta en casa de sus padres adoptivos que la animará a que ‘mire’ con las palabras. Que cuente. Que escriba… y será el que le diga un secreto de la Torá, la palabra es vida. Así le proporcionará un valioso regalo: un libro con las páginas en blanco… en espera de ser creado.

La muerte así sigue la trayectoria de Liesel para realizar la confesión de que conociendo a personas como ella… a veces le entra cierta nostalgia por entender la vida…

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