Lilith (Lilith, 1964) de Robert Rossen

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Lilith no sólo es una leyenda prohibida, lejana, o una historia misteriosa con aires bíblicos e interpretación judaica. No es sólo la primera mujer antes de Eva. Aquella que decidió irse del Paraíso, ser libre y amar libre. Es un personaje oculto… como están ocultos muchos significados y simbolismos en Lilith, la última película de Robert Rossen. Y una joya para teclear miles de palabras y no parar nunca. Los misterios de Lilith se encierran en un personaje femenino esquizofrénico con el rostro de Jean Seberg y en el rostro atormentado del héroe que la desea, Vincent (Warren Beatty, héroe del pre-nuevo cine americano y del nuevo cine americano).

Sumergirse en Lilith es zambullirse en los misterios más ocultos de la mente. Rossen deja un poético, desesperanzado y triste retrato de la esquizofrenia que empapa la propia narración cinematográfica. Las redes que se entrelazan entre Vincent y Lilith provocan una historia de amor fou con dramáticas consecuencias. Un amor fou que provoca el despertar de una locura latente.

Lilith es un relato cinematográfico siempre fragmentado, dividido, escindido, roto… una radiografía de la esquizofrenia, de la escisión de la  mente, de la razón. De la percepción de una realidad distinta. Escisiones que se muestran en los espejos, en el agua, a través de una pecera… La esquizofrenia de Lilith abre la caja de Pandora oculta en el interior de Vincent. Y ambos se sumergen en un loco amor que los aboca a la más absoluta sinrazón y ruptura de la realidad. Así el último de vestigio de conciencia en Vincent le permite acudir a los doctores del centro psiquiátrico (hasta hace nada sus formadores y compañeros de trabajo) totalmente roto y pedirle ayuda mientras su rostro se congela en una impactante y catártica imagen fija.

Robert Rossen fue un guionista y director (también realizó tareas de producción) con una trayectoria profesional muy interesante y una de las tristes figuras a las que marcó para siempre la caza de brujas. Rossen fue un guionista y realizador prometedor que estaba construyendo una filmografía repleta de buenas historias pero que fue señalado, por su militancia en el Partido Comunista (que abandonó en el año 1945) y por el contenido de algunas de sus películas, por el comité de actividades antiamericanas. En un principio no dio ningún nombre y se negó a hablar pero posteriormente con su entrada en la lista negra y sus dificultades para encontrar trabajo accedió de nuevo a testificar y esta vez sí dar nombres de antiguos compañeros del partido. Rossen no superó este trago desagradable y optó por seguir rodando películas en el exilio… abandonar Hollywood. Regresó en los sesenta para dejar uno de los testamentos fílmicos más bellos, una sesión doble sobre el desencanto con dos héroes amargos y dos heroínas que nunca serán salvadas pero que en su caída provocada por el héroe arrastrarán al ser amado al abismo… El buscavidas y Lilith.

Lilith tiene un reparto que señala una nueva generación de actores masculinos que preludia el tipo de héroe que surgirá en el nuevo cine americano y que serían protagonistas del movimiento: Warren Beatty, Peter Fonda y un primer papel para Gene Hackman. Y una protagonista femenina trágica que tenía el rostro de una actriz-musa de nuevos aires cinematográficos tanto en América como en Europa que además reflejaba en su bello rostro su propia tragedia personal. También aparece Kim Hunter, otra interesante actriz caída en olvido (su papel más recordado es el de Stella en Un tranvía llamado deseo de Elia Kazan) por ser también señalada en la caza de brujas.

Lilith es una película rica en interpretaciones o miradas incluso a la hora de plantearse plasmar su argumento. Así pueden surgir dos historias diferentes y ambas válidas y ricas en sus lecturas. Un joven que ha regresado de una guerra (se entiende por el año que de la guerra de Corea) busca trabajo en su localidad natal y decide acudir a un psiquiátrico para enfermos de familias adineradas. Allí recibe formación para convertirse en terapeuta ocupacional y entabla una relación especial con una de las enfermas, Lilith. El joven terapeuta se siente atraído y asustado por la especial percepción de la realidad de la joven. Pero finalmente decide dar el paso, saltarse las convenciones sociales y las reglas del centro, sumergiéndose en una historia de amor fou con la paciente. Una historia que le va autodestruyendo además de despertar sus instintos más oscuros escapándosele totalmente la historia de las manos dañando a todo el que le rodea, a Lilith y a él mismo… teniendo que finalmente pedir ayuda a sus compañeros de trabajo.

Pero surge otra lectura más inquietante y oscura que cambia el argumento. Una mirada esquizofrénica. Y es que toda la historia la vemos desde el punto de vista de Vincent, un joven traumatizado por la guerra, absolutamente desencantado de la vida, y marcado por una madre que tuvo serios problemas de salud mental. Vincent trata de rehacer su vida y busca trabajo en el centro de salud mental de su localidad. Pronto se siente presionado por el recuerdo de su madre muerta, el encuentro con su ex novia (casada ahora con otro joven) y su atracción hacia una paciente, Lilith, que le recuerda a su madre muerta. Así asistimos a la caída al abismo de la locura a Vincent que primero se enamora, como si fuera un caballero andante y salvador, de Lilith y después distorsiona la relación hasta convertirla en oscura y violenta. En una relación donde Vincent trata de doblegar y poseer por la fuerza a Lilith, de encerrarla en su oscura red para no dejarla escapar nunca hasta que hunde y daña a los dos de forma irreversible. En un momento de lucidez logra pedir ayuda a sus compañeros de trabajo.

Robert Rossen deja a lo largo de toda la película escenas simbólicas y frases clave para interpretar una película bella pero sumamente compleja. La metáfora del propio nombre de la protagonista, el agua siempre presenta, Lilith besando su propio reflejo, Lilith surgiendo de la niebla, la fotografía de la madre de Vincent y de Lilith en su dormitorio, una muñeca rubia flotando en una pecera, una ventana y sus rejas… Las manos frías como la muerte, las manos que crean cosas bellas, un lenguaje propio, el torneo con aires medievales donde Vincent se transforma en un caballero salvador, las escenas sensuales de Lilith con los niños, la caja de madera que regala el joven paciente a Lilith, la explicación del director del centro sobre la esquizofrenia y las formas de una tela de araña… El rostro de Vincent mirando a Lilith a través de los peces y el agua de un acuario…

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Dos mentes enfermas: El demonio bajo la piel (The killer inside me, 2010) de Michael Winterbottom / Martha Marcy May Marlene (Martha Marcy May Marlene, 2011) de Sean Durkin

… Dos películas que exploran mentes enfermas. Dos películas inquietantes no redondas pero que sí logran una atmósfera incómoda y que el espectador se haga preguntas frente lo que está viendo e indague en la parte oscura del cerebro humano.

La primera se esconde bajo la apariencia de cine negro años cincuenta en un ambiente sureño (sol, mucho sudor, mucho calor). La segunda bajo una factura de cine independiente con fondo psicológico que parece hacer una crítica a un tipo de vida pero juega siempre en el terreno de la ambigüedad.

Dos trabajos para analizar con sus luces y sus sombras. A mi parecer la idea de Michael Winterbottom (realizador impredecible que sin embargo tiene obras tan interesantes como En este mundo, Tristram Shandy o La doctrina del schock) podría haber creado una película brillante pero finalmente falla su mecanismo. Sin embargo el debutante Sean Durkin sí que juega más a la ambigüedad y logra un resultado más impreciso y por ello inquietante.

El demonio bajo la piel (The killer inside me, 2010) de Michael Winterbottom

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Lo que no está conseguido del todo es esa voz en off del ayudante del sheriff, Lou Ford (un alucinante Casey Affleck) que es la clave de toda la película y el hallazgo interesante… porque esa era la voz que se tenía que haber mantenido hasta el final (ése es el único punto de vista posible para entrar de lleno al viaje terrorífico que propone) de tal forma que toda la historia la viéramos a través de su mirada para agobiarnos mucho más. Y a veces nos perdemos en esa mirada… y parece que es el director el que está observando. Si hubiese habido una total confianza tanto en la voz en off como en la mirada de Lou Ford muchos todavía no habríamos despertado de la pesadilla.

Porque la historia es una apuesta fuerte al retrato de un asesino con fuertes problemas de salud mental en la figura de un posible personaje de cine negro, un ayudante del sheriff. Lo que pasa que lo tremendo es cuando el espectador se da cuenta que no hay ambigüedad posible en el personaje, que no tiene luces y sombras, sino una oscuridad temible. Así Winterbottom emplea todo el arsenal del noir pero en manos de un desequilibrado mental (y a veces logra agobiar en exceso). Así el pesimismo y el lado oscuro de la personalidad de Lou se va adueñándo de una turbia historia.

Nos adentramos en un universo lleno de sombras (pero a través de sus ojos y mente enferma) donde las relaciones se tornan muy peligrosas y la violencia campa sin sentido alguno (y de manera totalmente gratuita… y eso genera más incomodidad) hasta un final caótico. El director se encuentra también excesivamente preocupado en mostrar la naturaleza quebrada y traumática de su protagonista… así se crean a veces escenas innecesarias sobre el pasado que crean más confusión todavía que matices al personaje principal.

Michael Winterbottom deja así una película violenta de visionado incómodo donde su principal recurso no está del todo conseguido y deja por eso un sabor de boca todavía peor. Tanto es así el laberinto que arma el personaje principal que desemboca en un final absolutamente absurdo para encontrar una salida (pero más bien parece que es Winterbottom el que no sabe qué hacer con su personaje principal). Pero sí muestra en algunos momentos (y en algunas interpretaciones) que El demonio bajo la piel podría haber sido una obra cinematográfica perturbadora, enfermiza y muy bien hecha. Supongo que la novela de Jim Thompson también tiene la voz de Lou Ford y me gustaría ver cómo resuelve que el lector se meta en el universo de un desequilibrado… quizá Winterbottom tenía las soluciones entre las páginas del libro.

Martha Marcy May Marlene (Martha Marcy May Marlene, 2011) de Sean Durkin

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De nuevo nos situamos en la cabeza y mirada (en sus recuerdos, paranoias e imágenes ¿reales?) de una persona con desequilibrio mental. Y esta vez el debutante Sean Durkin logra transmitir la inquietud del desdoblamiento y la quiebra del personaje principal (una vulnerable y creíble Elizabeth Olsen). Así el espectador pulula entre ese presente descorazonador de Martha (una de sus identidades) que lejos de reconfortarla también la enferma y desubica (una familia disfuncional que la hace revivir continuos traumas) y ese pasado reciente en una secta de rituales inquietantes.

Así Martha huye (su personaje siempre huye) y termina en la casa de su hermana y su cuñado que también viven en un mundo ritual y sectario… y esa es la vuelta de tuerca y el acierto de Martha Marcy May Marlene. Porque pone al espectador frente a frente con una vida ‘aparentemente’ normal pero que también es capaz de enfermar a las personas vulnerables como Martha. La protagonista se encuentra desubicada y extraña en el proceso y limpieza cerebral que vive en la secta (con un líder que va dando mucho miedo con la cara de John Hawkes que tiene una de las mejores escenas cuando toca una canción a guitarra) pero también en su adaptación a una vida que la imponen como normal, de la que no puede cuestionar o discutir.

Martha Marcy May Marlene juega a no darnos la información suficiente. A dejarnos siempre en la ambigüedad. Y sobre todo nos deja al descubierto que Martha tiene difícil salir de su paranoia en otro ‘espacio’ opresivo. Lo más desconcertante es ese final en el que ya no distinguimos, como su protagonista, qué es lo que se está imaginando y qué es real… y sobre todo si su manía persecutoria es una triste verdad…

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