Llevaba mucho tiempo arrinconando dos dvd: Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima de Clint Eastwood donde el realizador mostraba su mirada a esta batalla en una isla del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Y reconozco que siempre me daba cierta pereza enfrentarme a su visionado. Esta semana vencí mi rechazo inicial y me puse Banderas de nuestros padres. Y me vi frente al televisor absolutamente enganchada a lo que contaba esta historia y en varios momentos muy emocionada porque no sólo me estaba atrayendo cómo estaba estructurada la película (el armazón) sino que también me atrajo la construcción de sus personajes. Y me ha dejado lista y con ganas para enfrentarme a Cartas desde Iwo Jima.
Narra los acontecimientos a partir de una fotografía: la de seis hombres levantando una bandera norteamericana en el monte de Suribachi. Una fotografía identificada por todos. La película es un mosaico de recuerdos, testimonios, sensaciones que reconstruyen una batalla desde la mirada de los soldados norteamericanos. Y esa mirada no es plana, ni patriotera, ni heroica… es una mirada compleja, muy compleja, y sobre todo como acostumbra Eastwood, tremendamente humana. Así Eastwood se apunta a la tradición de películas que muestran que la guerra no es ninguna maravilla sino un acto tremendamente trágico y horrible que lleva a muchos hombres a una muerte segura y violenta. Hombres que pasan miedo, mucho miedo, que ven cosas horribles, sufren cosas horribles y hacen cosas horribles… a veces solo para mantenerse con vida o para aguantar un día más. Y que es muy distinto lo que viven esos hombres en el campo de batalla a cómo lo viven los ciudadanos y políticos desde sus países de origen, en las casas y en los despachos. También refleja cómo hirió la guerra y sobre todo el regreso a toda una generación de jóvenes (en este caso norteamericanos) que vivieron lo peor en el campo de batalla y que luego fueron relegados al olvido e incluso excluidos de una sociedad que los quiso elevar a una categoría inexistente, la de héroes de una mitología inventada.
Otra mirada excelente que lanza Eastwood es como a partir de una fotografía se pone en marcha la maquinaria propagandística para recaudar fondos para continuar una guerra en la que sus hombres siguen muriendo. Y como esa foto además del afán recaudatorio, levanta la moral de un país desencantado que busca a lo que aferrarse. Un país que no quiere discursos complejos o pensamientos elevados… sino una imagen que valga más que mil palabras, algo sencillo que identificar. Y cómo ‘los protagonistas’ de esta fotografía son elevados a un altar, convertidos en grandes marionetas, para elevar la esperanza de las gentes y conseguir más dinero (tremenda paradoja). No importa cómo se encuentren, cómo lo viven, si tienen traumas o no… forman parte de una maquinaria y están obligados a convertirse en leyenda aunque no lo quieran. Y cuando dejan de servir para ‘esa causa’ son expulsados sin ningún miramiento. Relegados al olvido.
Eastwood toma como cabecilla de los recuerdos a un soldado enfermero, uno de los protagonistas de la fotografía, John Doc Bradley. Él es un hombre mayor a punto de morir al que le sobrevienen todos los recuerdos de Iwo Jima. Y ahí está uno de sus hijos que trata de reconstruir todo lo que no le contó su padre en vida… La película es un puzle que se puede ir construyendo y que va calando a un espectador que primero puede mostrarse confuso y después absolutamente absorbido por lo que le están contando. Así dos son los escenarios claros cuando la memoria rescata el pasado: la camaradería y los momentos cruentos de la batalla de Iwo Jima y la gira norteamericana a la que se vieron obligados tres de los supervivientes de la famosa y conflictiva fotografía: John Doc Bradley, Rene Gagnon e Ira Hayes.
Y es ahí donde Eastwood muestra su fuerte: en la representación de los tres supervivientes y sus historias futuras. John Doc Bradley es la memoria a pinceladas, el observador sensible. Rene Gagnon, el Tyrone Power, que aprovecha su momento de gloria orgulloso, que quiere ser un buen ciudadano y que no logra retener la fama y sí el olvido. Y por último, Ira Hayes, el indio, el soldado que lleva en sus carnes la tragedia y el horror, que se siente culpable por haber sobrevivido a sus compañeros, que no puede con la manipulación y la mentira, que muestra que los sentimientos xenófobos no se borran y que será cruelmente excluido, es el poema triste de esta historia.
El director termina su ‘epopeya’ de caída del mito con una imagen más hermosa y cercana a lo real: rescata uno de los pocos momentos hermosos y de camaradería que vivieron todos los protagonistas de esta historia en Iwo Jima, un baño en el mar…
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