Sonata de Otoño (Höstsonaten, 1978) de Ingmar Bergman

La obra cinematográfica de Ingmar Bergman es alargada. El director sueco dejó una filmografía amplia que permite un análisis profundo de todos aquellos temas que formaban parte del universo bergmaniano. Hasta hace poco tan sólo tenía conocimiento de sus obras mejor distribuidas o más recordadas como El séptimo sello, El manantial de la doncella, Persona o Fresas salvajes. Sin embargo, me quedan todavía muchas películas para descubrir y para completar su universo. Últimamente trato de ir poco a poco ampliando mi visionado y eludiendo lagunas. Durante dos años he ido ampliando su universo con la visión de la inquietante La vergüenza o la maravillosa Saraband. Y ahora le ha tocado el turno a Sonata de Otoño.

Con Sonata de Otoño, Bergman vuelve al universo familiar y a las difíciles relaciones entre padres e hijos. Ofrece un drama que disecciona los sentimientos y las emociones. Con una simplicidad sobrecogedora y a la vez tremendamente hermosa nos acerca el mundo interior de dos mujeres, una madre y una hija que nos hacen protagonistas de un tobogan de emociones que nos golpea. Detrás de la calma de sus rostros, del ambiente —en una aislada y hermosa abadía— nos sorprende con una erupción de sentimientos donde se balancea el odio y el amor, los reproches y los buenos sentimientos.

Como es habitual en el universo de este tipo de películas del director sueco, el espectador es testigo incómodo de las relaciones privadas entre los personajes y se deja golpear por bofetadas sentimentales. Por un viaje emocional que nos deja indagar en mundos interiores y complejos.

Desde una belleza en la composición de las imágenes y con un reverencial respeto hacia el rostro de sus intérpretes, el director sueco deja una radiografía de las complejas relaciones humanas y engancha al espectador a unos diálogos tremendos que nos tienen al borde del abismo. Después de la catarsis, regresa la calma.

En Sonata de Otoño se desnudan sentimentalmente dos mujeres que nos dejan ver sus mundos interiores y su compleja relación de amor-odio. Sus virtudes y miserias envueltas por su amor reverencial hacia la música clásica y su manera de vivirla que es un reflejo de la manera a la que se enfrentan a la vida diaria. La madre posee el rostro de Ingrid Bergman que es una famosa concertista de piano que se siente completa en la creación artística, en la interpretación de sus piezas, pero que siempre se ha sentido perdida en el campo emocional viviendo siempre entre caretas y apariencias que ocultan su fragilidad y sus miedos así como su incapacidad de amar.

Por otra parte está su acomplejada y compleja hija con el rostro de una de las actrices fetiches del creador sueco, Liv Ullmann. Mujer melancólica de sensibilidad extrema que siempre ha tratado de quitar caretas, de amar a su madre y que con múltiples heridas trata, sin embargo, de encontrar la calma en su entrega a los demás y en la espiritualidad de su sufrimiento (llegando a su culminación con una comunicación privada y sensible con su hijo pequeño muerto y ausente).

Después de años sin verse y tras una invitación formal de la hija, las dos mujeres vuelven a encontrarse. Y por fin logran hablar sin caretas pero con mucho dolor por parte de ambas con dos testigos de excepción. El marido de la hija, un pastor, que observa el volcán que se desata entre ambas, madre e hija. Y la hermana, que se consume en una enfermedad degenerativa, pero que sin embargo realizará esfuerzos por establecer comunicación con la madre siempre ausente y la hermana siempre pendiente.

Así Sonata de Otoño es un concierto delicado que te mantiene al borde de la emoción pero que te golpea con sentimientos de dolor y te muestra la complejidad de las relaciones humanas.

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