Películas para llevarse a una isla desierta

Me costaría.

Si me dijeran que sería las única que vería durante muchos años.

Me dejan llevarme diez.

Tiemblo.

Quizá una mezcla de Historias de Filadelfia con unas gotas de La ley del silencio, un baile de west side story, un beso a lo Casablanca con un replicante rubio que llora en Blade Runner…, quizá, tiernamente, una mirada del Sueco y aderezado con la mirada triste de un Charlot al que le ofrecen una violeta. Después, cantaría todo te lo puedo dar menos el amor acompañada de un leopardo y dudo entre una lágrima del Paul Buscavidas o una risa de Dona Reed que atrapa con un lazo a la luna.

Mañana, seguro, mi elección sería distinta.

Eso es lo que siento hoy.

Apache (Apache, 1954) de Robert Aldrich

El género western siempre presentó al séptimo de caballería, a los cowboys, a los pobres colonos como los buenos, los que luchaban por la conquista del Oeste. De lejos, veíamos a los indios, los malos. Los que complicaban la vida ya de por sí dura de ganaderos y agricultores y, de paso, se la complicaban también al séptimo de caballería.

Siempre, en las películas, aparecían los indios como grupo. Indios salvajes que cortaban cabelleras, violaban a las mujeres, quemaban las casas y asustaban al personal. Nunca una manipulación histórica llegó a instalarse tan fuertemente en el ideario colectivo. Reconozco que disfruto con los buenos western pero también sé lo que estoy viendo. Un simplicaficación de la historia, un ocultamiento de la verdadera conquista del Oeste, un ejercicio de racismo latente. ¿Recordais en La diligencia, toda una joya, cómo los indios sólo aparecen como amenaza y para que los buenos los maten y veamos cómo caen de sus caballos?

Siempre que hablo de películas del Oeste, me acuerdo cuando las veía de pequeña con mi hermana. Las dos nos lo pasábamos fenomenal pero mi hermana siempre me decía que a ella lo que más le gustaba y quien mejor le caían eran los indios. Mi hermana que siempre fue y es muy inteligente, y en esa verdad velada que veíamos con ojos de aventura, ella siempre veía a todo un pueblo, a unos individuos que le caían bien, que le gustaban. Siempre le sentaba fatal que los atacaran o les mataran tan fácilmente. Siempre se enamoraba del indio jefe que aparecía como el malo de la película. Y sentía su muerte.

Sin embargo, durante los años 50 algo cambió, y algunos cineastas empezaron a dar otra mirada a los indios. Trataron de presentar películas en las que ya había indios con un rostro, un nombre, una cara, una familia, unos sentimientos y empezaron a mostrar que los blancos o el séptimo de caballería o algún cowboy o colono ya no era tan bueno. Que se conducían con violencia. Que atacaban. Que quemaban poblados, que violaban o mataban a mujeres y niños… Y que, quizá, los indios luchaban por una tierra, por algo que les arrebataban. Que los indios sufrían el exterminio y la humillación de las reservas…, en fin, empezaron a contar de otra manera la historia. La triste historia de los pueblos indios que no sobrevivieron a la conquista del Oeste.

Fueron tres los western que empezaron a abrir la veda y que tuvieron éxito en el género. Dos en los años 50 y la película que nos ocupa en 1954. Flecha rota, La puerta del diablo y Apache. Fueron pasos tímidos pero seguros. Ni Aldrich, Daves ni Mann dieron el paso más importante: que su protagonista indio o india fuera realmente indio o india. Los tres escogieron actores y actrices norteamericanos para dar un rostro al pueblo indio. Por ahí estaban, con piel morena, Jeff Chandler, Debra Paget, Robert Taylor…

Y en Apache mi adorado Burt Lancaster (con un peinado hecho por el peluquero de Javier Bardem en No es país para viejos) y Jean Peters se convierten en Massai y Nalinle. Dos indios que rechazan la humillación a que quiere someterlos el hombre blanco. Que luchan por su pedazo de tierra, por sobrevivir con la cabeza bien alta. Sin reservas, sin ser tratados como inferiores, sin perder su orgullo. El orgullo de ser apache, indio. El orgullo de ser hombres y mujeres libres.

Una vez que te crees a Burt, a pesar de sus azulísimos ojos y el betún indisimulado, y los rasgos de la Peters, entonces Apache interesa y conmueve. Porque trata de acercarse bastante a lo que pudo ser verdad. A cómo iban venciendo a los indios, a cómo los retiraban en reservas, a cómo les quitaban la libertad, la tierra, al racismo latente…, y cómo algunos de ellos sucumbían no sólo ante nuevas enfermedades sino al alcohol y a la tristeza. Y de ahí surge Massai, el que aunque solo, se niega a agachar la cabeza y perder la libertad. Y al lado de la mujer que ama —aunque bien que la cuesta a la Peters—. Y Massai de guerrero enfurecido por el odio, se vuelve un hombre que quiere ir con la cabeza bien alta y que le dejen vivir en libertad, en una tierra, en una casa, con los suyos y si para eso se tiene que convertir en granjero y dejar las armas, pues las deja. Y el odio se transforma en ternura, algo que Lancaster siempre hace bien.

Massai está inspirado en un apache real, de carne y hueso, que siempre huyó de las reservas y luchó contra la ley que quería imponer el hombre blanco. El personaje real, como Burt en la película, también escapó de un tren que le llevaba a una reserva de Florida, y recorrió miles de kilómetros sin apenas comida para regresar a su tierra.

Como curiosidad comentar que ya estaba por ahí, en Apache, en papel secundario y sin su nombre artístico, Charles Bronson, uno de los secundarios de oro de los cincuenta y sesenta que más tarde se transformó en un tipo duro a lo Harry el sucio, con esa ideología de ojo por ojo, diente por diente y yo soy la ley porque me sale de los huevos y te callas o te pego un tiro porque yo decido lo que está bien y lo que está mal.

Frase cinéfila

«Bueno, nadie es perfecto.»

El millonario Osgood cuando Jerry le da mil y un motivos para no poder casarse con Daphne porque entre otras cosas…, es hombre. Es él mismo.

Con faldas y a lo loco

Qué pocas palabras, y cuánta verdad. Osgood es sabio. Nadie es perfecto, somos terriblemente humanos.

El paciente inglés de Michael Ondaatje (Punto de Lectura)

Hay lecturas que agradezco, que me llenan, que disfruto en cada momento que tengo tiempo y puedo quedar atrapada entre palabras y páginas…, una de esas lecturas mágicas que te hacen viajar lejos y ser partícipe de una historia ha sido sin duda El paciente inglés. 

Primero descubrí la película y ya me dejé llevar, ahora al leer la novela, entiendo cómo el fallecido Anthony Minghella se enamoró de estas páginas y cómo conocía la novela. Él escribió el guión, él la dirigió y consiguió una buena adaptación cinematográfica. 

La novela es rica en matices, en imágenes, en metáforas, en historias…, todo está relatado con una belleza que alcanza una prosa poética que te hace sentir los olores, los sabores, el tacto…, te traslada. 

Minghella se centró en el idilio, tremendamente hermoso, entre Almásy, el paciente inglés, y Katherine. Logra trasladar el universo impreso a la pantalla. Son muchas las opciones que podría haber tomado pero él se decantó por esa parte de la novela y creo una hermosa película. 

Se nota que Minghella había leído una y otra vez la novela de Ondaatje y la pena que le dio dejar a otros personajes poco esbozados…, pero no quiere quitarlos. Deja que estén en celuloide, no los desarrolla…, pero intuimos que detrás de cada uno hay una gran historia. 

Y, hoy he cerrado el libro y hoy tengo para mí la historia de esos personajes. En el libro, la enfermera Hana y Caravaggio cobran todo su sentido y el personaje menos dibujado en la película de Minghella, en la novela de Ondaatje cobra toda su fuerza, es la revelación de la narración, para mí el gran personaje: el zapador Kip. 

El retrato del zapador hindú que arriesga cada día su vida para desactivar un suelo minado ha sido para mí el gran descubrimiento de esta novela. Un personaje hermoso, complejo, sensible, profundamente humano y tierno, muy tierno. Y entiendo que Minghella quisiera hacerle aparecer…, aunque de una manera superficial.  

A mí me encanta la película y siempre intuía que detrás de Kip, Hana y Caravaggio había mucho más. Y he podido descubrirlo. Un privilegio. 

La novela es una serie de flash back, memorias y recuerdos que en cada página ponen una pieza más de una pintura, rompecabezas o puzzle incompleto hasta al final conseguir construir un mapa humano. Las imágenes de Ondaatje son evocadoras y no es difícil encontrarse en el desierto o en la villa italiana. 

A Kip me gustaría visitarle en su tienda y que me contara una historia o un pensamiento. Es tierno.