Juno

Juno es una buena película de entretenimiento envuelta en un halo de pequeña película independiente (pero que escarbando un poco no es tal porque como pasó el año pasado con la inolvidable Pequeña Miss Sunshine consiste, además, en una magnífica campaña de marketing y distribución, siempre apoyada por un estudio grande). 

Son varios los ingredientes que hacen de Juno una película a tener en cuenta. Un producto cinematográfico fresco y bien hecho. Lo primero toda la información que se ha vertido sobre su guionista (todo un personaje que finalmente se ha erigido con el oscar a mejor guión original), Diablo Cody, todos los que habitualmente leemos como posesos información cinematográfica sabemos que es su primer guión, conocemos sus múltiples oficios –por supuesto siempre haciendo hincapié en que en un momento de su vida ejerció de stripper y que trabajó en una línea de telefonía erótica– y, que además, es una exitosa blogger. Efectivamente, hay aciertos en la historia construida por Cody: unos personajes con encanto y bien construidos (desde la protagonista Juno hasta todos los secundarios que siguen su andadura). Diablo construye una historia sencilla, de personajes y sentimientos, y sobre todo conecta con la manera de hablar y sentir de una generación de adolescentes americanos del siglo XXI. 

Por otra parte, la dirección cae en manos de Jason Reitman que ya sorprendió a muchos (a mí incluida) con su primer largometraje, la ácida e interesante Gracias por fumar (2005). La película cuenta con ritmo y recursos cinematográficos que dan un aire fresco y dinámico a la historia de una joven adolescente embarazada. 

Una buena elección de actores que encarnan a la perfección a sus personajes, una joven Ellen Page o Juno que ofrece un personaje protagonista chispeante y lleno de luz. Sus comprensivos padre y madrasta –con un sentido del humor que hace que ofrezcan alguno de los mejores momentos de la película–. El mejor amigo de Juno –y desencadenante de la situación de la adolescente– y su mejor amiga (interpretados por un carismático y tierno Michael Cera y una simpática Olivia Thirlby). Y, por último, la pareja de padres adoptivos (y los roles más complicados, quizá, por eso, para mí los menos conseguidos) con los rostros bellos y perfectos de Jason Bateman y Jennifer Garner. Los dos son treintañeros de clase acomodada, él con sueños de Peter Pan y siempre encadenado a una vida que parece no quiere vivir; ella como mujer perfecta y que tiene todo bajo control –aunque mujer vulnerable– con un objetivo claro, ser madre. 

El envoltorio estético de la película con recursos como unos títulos de crédito originales, unas canciones y una música adecuadas y una vitalidad que empapa toda la producción. 

Por último, la película además de entretener hace pensar. A mí parecer Cody (no sé si consciente o inconscientemente) crea un mundo ideal donde un problema adolescente es solucionado de la mejor manera posible. Un mundo ideal donde una adolescente que se queda embarazada puede elegir qué hacer (y tiene la libertad de decisión para optar por distintas opciones, valga la redundancia). Juno encuentra el apoyo de sus padres y de sus amigos más cercanos, además, puede acceder fácilmente a cada una de las opciones que se plantea. Todo discurre con una naturalidad maravillosa. Algo, que en otras películas e historias, se vería desde el punto de vista del drama, aquí se plantea desde una perspectiva ideal (por eso no estoy de acuerdo con algunos comentarios de espectadores que veían en la película un alegato antiabortista, creo que el personaje de Juno tiene intacta su capacidad de decisión y nadie hubiera juzgado el camino a seguir. Está claro que en todas sus decisiones hubiera sido apoyada…, y que todas podía llevarlas a cabo, ¿no sería lo ideal? La libertad y madurez en la toma de decisiones y tomando la decisión poder acceder, fácilmente, al camino elegido).

Terry Gilliam y el cine

Otro fabulador de cuentos oscuros o claros (yo me quedo con El rey pescador y Doce monos) es el ex-miembro de los Monty Python, Terry Gilliam. En un libro, de edición cuidada, de los críticos Jordi Costa y Sergi Sánchez (que publicaron en el año 1998 gracias a la colección de libros con los que deleita siempre  el Festival Internacional de cine de Donostia-San Sebastián), Terry Gilliam, el soñador rebelde, contiene una completa entrevista con el director y una de sus preguntas es cómo se despertó su pasión por el cine.

La contestación de Gilliam es linda, muy linda, habla que sus primeros recuerdos le llevan a Blancanieves o Pinocho pero que le dejó marcado El ladrón de Bagdad (1939) de Michael Powell, Ludwig Berger y Tim Whelan. Echa de menos la magia en el cine…, habla de esa magia de la sala oscura, de la sensación de ponerte frente a una especie de contador de historias.

Comenta cómo siempre le han encantado las películas de aventuras, los cómicos como Jerry Lewis o las películas épicas al estilo Ben Hur…, el poder del celuloide de trasladarte a otras civilizaciones, a otros tiempos, a otras épocas…, salir, a través del cine de las monotonías de tu vida…, pero, de pronto vive una transformación, y lo cuenta de manera preciosa:“Creo que la primera película en la que fui consciente de un verdadero trasfondo social –la primera película en que me di cuenta de que el cine podí hacer algo más que entretener– fue Senderos de Gloria (Stanley Kubrick, 1957). Tenía unos catorce años. Era sábado, pero yo me quedé en casa viendo la película, atónito. Luego fui corriendo a contárselo a todos mis amigos. Nadie la había visto. Pero, Dios mío, aquella película era algo distinto. Me hizo darme cuenta de dos cosas: de que podías tratar un tema social y de que podías mover la cámara de una forma en la que nadie lo había hecho antes. De repente fui consciente de eso que llaman técnica cinematográfica: aquellos travellings eran maravillosos”.

Me parece preciosa esa forma de descubrir por una parte las mil y una posibilidades del cine. No sólo el entretenimiento. Y la alucinación al empezar a comprender el lenguaje cinematográfico, otro modo de expresión.

A mí Gilliam me ha soñar…, y cuando quiere, se convierte en ese contador de cuentos que nos deja con los sentidos suspendidos en el aire u otra dimensión.

Hasta el fin del tiempo (Till the End of Time,1946) de Edward Dmytryk

El mismo año que William Wyler estrenó Los mejores años de nuestra vida, el directo Edward Dmytryk realiza también Hasta el fin del tiempo. Mientras que la primera sigue siendo un referente de cómo el cine estadounidense presenta el regreso de soldados norteamericanos y su difícil integración en la sociedad después de la II Guerra Mundial, la segunda ha caído en el olvido. 

Las razones pueden ser varias: la primera está producida por un estudio fuerte como la Metro y en su reparto hay más estrellas que en el cielo como decía el eslogan de dicho estudio (en su reparto están Dana Andrews, Fredric March, Myrna Loy, Teresa Wright o Virginia Mayo). La segunda está rodada en uno de los estudios menores –que no menos importante–, la RKO y en su reparto no hay estrellas (un Robert Mitchum que todavía no es lo suficientemente conocido y reconocido y una actriz que pide ser revalorizada a gritos Dorothy McGuire son sus bazas). 

Además, Los mejores años de nuestra vida está dirigida por un director de oro en aquel momento (y, ahora, un poco olvidado y es una pena porque su filmografía merece la pena), William Wyler, que ya tenía en su haber joyas como Jezabel, La carta o La loba, y por otra parte, había demostrado su patriotismo en una de las películas más populares y propagandísticas durante la II Guerra Mundial, La señora Miniver. Un director de carrera imparable que seguiría dando clásicos como La heredera, Vacaciones en Roma o Ben Hur. 

Sin embargo, Hasta el fin del tiempo fue dirigida por Edward Dmytryk, uno de los directores afectados por la caza de brujas. Ésta fue una de las películas señaladas por el Comité de Actividades Antiamericanas para emitir sus juicios sobre la filmografía del director. Su popularidad, entre el público, era menor. Fue uno de los primeros en las listas negras, uno de los conocidos como Los diez de Hollywood que se negaron a declarar y se protegieron en la quinta enmienda (cuyo texto legal dice que “ni se obligará a declarar contra sí misma en ningún juicio criminal”). Uno de los que sufrió privación de libertad. Sin embargo, Dmytryk no pudo con la presión, como sus demás compañeros de lista, y sí llegó a declarar, a pedir perdón por su pasado y a dar nombres de sus compañeros. Esta actitud ha hecho que, en parte, no haya sido reconocida su obra como director (que aunque interesante nunca obtuvo los índices de popularidad y calidad de su compañero) que tiene películas como Historia de un detective, Encrucijada de odios, Vivir un gran amor (que luego se haría un remake reciente El fin del romance) o la magnífica El baile de los malditos. 

Sin embargo, Hasta el fin del tiempo es una película muy bien contada y, además, presenta este regreso nada heroico con un método más realista y cotidiano que Los mejores años de nuestra vida. Ayuda el planteamiento y la forma en que está contada y, curiosamente, es más creíble por la poca presencia de estrellas y glamour. El único pero es su final precipitado y además totalmente happy end que no corresponde en nada al tono que ha tenido la película. Un tono siempre al borde de la melancolía y la crispación. Los tres combatientes y sobre todo el protagonista, Cliff (interpretado por un guapo y desconocido actor, Guy Madison) viven perplejos su soledad, su inadaptación, las secuelas de la guerra y el sentimiento de los años que les ha hecho perder la guerra. Unos años que no podrán recuperar más. 

Cliff sólo se encuentra a gusto entre los camaradas de guerra, entre los que saben lo que vivieron. Toda la película roza el desencanto…, sobre todo en la exquisita composición de McGuire como la viuda de guerra que trata de superar la pérdida del amado, arrebatado por la guerra.  Cliff y la viuda intentarán recomponer sus vidas, volver a creer y encontrarse el uno al otro. Aunque a ambos les vence, muchas veces, la melancolía y el pasado. 

La película está repleta de escenas muy interesantes como la relación complicada que se establece entre Cliff y los padres. Cliff no conecta con ellos y fracasa las veces que les quiere hacer comprender que ahora no es el adolescente que se marchó hace unos años a la guerra. Los padres son incapaces de reconocer al Cliff que tienen delante, que no encuentra trabajo, que no se adapta, que no aparece por casa, y por otra parte, se niegan a escuchar lo que ha vivido su hijo. Quieren borrar el sufrimiento y que todo vuelva a ser igual. Como antes de la guerra. 

Impresionante la escena en que Cliff y su enamorada, una desencantada viuda, se acercan a tranquilizar y ayudar a un soldado que no soporta la idea del regreso, que se encuentra mal física y psíquicamente, y que no puede controlar sus temblores. 

También, es interesante como ahonda en las secuelas físicas y psíquicas que la guerra ha dejado a los combatientes que han regresado. Sobre todo en los papeles de Robert Mitchum que no logra situarse ni cumplir sus sueños y que va dejando deudas por donde pasa –además de tener una grave lesión en el cerebro que le produce secuelas– o el personaje de Perry (Bill Williams), un soldado sin piernas que se niega a volver a luchar, se encierra en su cuarto, y no quiere oír de ponerse unas piernas ortopédicas. 

Y, realista porque en una de las escenas pone en alerta de una sociedad que se está volviendo excesivamente conservadora y excluyente que está alentando el odio y que aprovecha para reclutar a estos individuos perdidos. 

Hasta el fin del tiempo deja un regusto amargo, y a pesar de su rápido Happy End, sabemos que los protagonistas no han solucionado sus problemas y que no lo van a tener nada fácil. Impacta la primera escena, la del regreso, unos soldados a los que preparan para ir al hogar sin nada de heroísmos ni puertas grandes o desfiles gloriosos sino informándoles fríamente sobre las instituciones que podrán prestarles ayuda, sobre las pagas que tienen derecho a recibir y subiéndoles a un autobús con petate al hombro.